(La Nación, desde Madrid.
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, domingo 3 de julio de 2015)- César Aira apenas
concede entrevistas en su país. "Me absorbían mucho y corté con
todo", explica. "Así me hice una fama de ermitaño y malo, que no lo
soy". Aira llegó a Madrid para presentar la biblioteca de autor que
Literatura Random House acaba de dedicarle y que incluye títulos como Las
noches de Flores, Episodios en la vida del pintor viajero o El cerebro musical.
Él corresponde sometiéndose a un tercer grado: "Lo hago porque me siento culpable
con los editores. No soy buen negocio para ellos".
-¿Qué le parece tener
una biblioteca con su nombre?
-Está bien. Me da
prestigio, me pone a la altura de qué sé yo? Saramago [ríe]. Me hincho de
orgullo.
-La biblioteca coincide
con su libro Sobre el arte contemporáneo. ¿Qué puede aprender un escritor de un
artista como Marcel Duchamp?
-La fascinación por
Duchamp me viene de que su obra es de interpretación inagotable. También de su
juego de ideas.
-¿Cuál sería el
equivalente literario de Duchamp?
-Podría ser Borges,
aunque no tenía ese costado dadaísta. El suyo es un juego de la inteligencia
transparente.
-¿Cómo establece el
recorrido argumental de una idea? Algunas podrían dar de sí el doble o la
mitad.
-El relato tiene que
tener un marco, y el mío es de alrededor de 100 páginas. El argumento se va
armando solo. A veces, cuando paso a la computadora lo que escribo, voy mirando
el contador. Con 20.000 palabras ya sale un librito.
-El arte ha asumido la
revolución de Duchamp, pero la literatura sigue siendo muy tradicional.
-Si uno ve los
experimentos que se hacen en las artes plásticas o en la música se da cuenta de
que la literatura tiene un sustento tradicional del que no puede salir sin
volverse otra cosa.
-¿La literatura tiene
alguna utilidad social?
-Si es literatura como
arte, no. La literatura no te enseña nada más que el placer, el mismo placer
que mirar Las meninas. Uno no aprende nada sobre Velázquez.
-Alguna vez ha dicho
que le interesa más lo nuevo que lo bueno. ¿Lo nuevo no caduca?
-Había trampa: lo nuevo
también tiene que ser bueno. La apuesta del escritor es que lo que hace cambie
algo. Hay mucha industria literaria pero poca historia de la literatura. Nada
cambia, todo es marcar el paso. Se siguen escribiendo buenas novelas, incluso
buenísimas, ¿y qué? Todo se estancó. Se estancó en lo bueno.
-En El congreso de
literatura se propone clonar a un genio y elige a Carlos Fuentes. ¿A quién
clonaría hoy?
-A Vargas Llosa. ¡Un
ejército de Vargas para conquistar el mundo! Lo de Fuentes lo hice con cariño,
era buen amigo. Me devolvió la broma haciendo que me dieran el Premio Nobel en
una novela suya.
-Si se lo dieran...
-Lo aceptaría por la
plata. Este año fui finalista en un premio y empecé a gastar imaginariamente.
Cuando no lo gané me sentí tan pobre... Pero entiendo que no me los den. Los
que los dan tienen que justificar que los conceden porque el autor trabaja por
los derechos humanos. ¿Qué iban a decir de mí? ¿Que me lo dan porque soy bueno?
Eso no se hizo nunca.
Consignas de trabajo: -¿Qué
significa que Jorge Luis Borges es un “artista conceptual”, una calificación
habitual para la obra de Marcel Duchamp? Antes de contestar es .imprescindible
investigar brevemente esa denominación.
-Aira sostiene en esta entrevista que la literatura de Borges es “un juego de la
inteligencia transparente”. ¿Está de acuerdo o no? Explicar las razones de su
respuesta. Justifíquela, además, con una o más referencias concretas a los
textos de Ficciones o El Aleph.
Para agregar al debate sobre "arte conceptual" y labor pedagógica:
La impostura del arte
contemporáneo
(Por Mario Vargas Llosa,
desde Madrid. La Nación, “Opinión”,
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, lunes 25 de julio de 2016)- DRID.- Para
olvidarme del Brexit, fui a conocer el nuevo edificio de la Tate Modern en
Londres y, como esperaba, me encontré con la apoteosis de la civilización del
espectáculo. Tenía mucho éxito, pues, pese a ser un día ordinario, estaba
repleto de gente; muchos turistas, pero, me parece, la mayoría de los
visitantes eran ingleses y, sobre todo, jóvenes.
En el tercer piso, en
una de las grandes y luminosas salas de exposición había un palo cilíndrico,
probablemente de escoba, al que el artista había despojado de los alambres o
las pajas que debieron de volverlo funcional en el pasado -un objeto del
quehacer doméstico-, y lo había pintado minuciosamente de colores verdes,
azules, amarillos, rojos y negros, series que en ese orden -más o menos- lo
cubrían de principio a fin. Una cuerda formaba a su alrededor un rectángulo que
impedía a los espectadores acercarse demasiado a él y tocarlo. Estaba contemplándolo
cuando me vi rodeado de un grupo escolar, niños y niñas uniformados de azul,
sin duda pituquitos de buenas familias y colegio privado a los que una joven
profesora había conducido hasta allá para familiarizarlos con el arte moderno.
Lo hacía con
entusiasmo, inteligencia y convicción. Era delgada, de ojos muy vivos y hablaba
un inglés muy claro, magisterial. Me quedé allí, en medio del corro, simulando
estar embebido en la contemplación del palo de escoba, pero, en verdad, escuchándola.
Se ayudaba con notas que, a todas luces, había preparado concienzudamente. Dijo
a los escolares que esta escultura, u objeto estético, había que situarlo, a
fin de apreciarlo debidamente, dentro del llamado arte conceptual. ¿Qué era
eso? Un arte hecho de conceptos, de ideas, es decir de obras que debían
estimular la inteligencia y la imaginación del espectador antes que su
sensibilidad pudiera gozar de veras de aquella pintura, escultura o instalación
que tenía ante sus ojos. En otras palabras, lo que veían allí, apoyado en esa
pared, no era un palo de escoba pintado de colores sino un punto de partida, un
trampolín, para llegar a algo que, ahora, ellos mismos, debían ir construyendo
-o, acaso, mejor decir escudriñando, desenterrando, revelando- gracias a su
fantasía e invención. A ver, veamos ¿a quién de ellos aquel objeto le sugería
algo?
Chicos y chicas, que la
escuchaban con atención, intercambiaron miradas y risitas. El silencio,
prolongado, lo rompió un pecosito pelirrojo con cara de pícaro: "¿Los
colores del arcoíris, tal vez, Miss?". "Bueno, por qué no",
repuso la Miss, prudentemente. "¿Alguna otra sugerencia u
observación?" Nuevo silencio, risitas y codazos. "Harry Potter volaba
en un palo de escoba que se parecía a éste", susurró una chiquilla,
enrojeciendo como un camarón. Hubo carcajadas, pero la profesora, amable y
pertinaz, los reconvino: "Todo es posible, no se rían. El artista se
inspiró tal vez en los libros de Harry Potter, quién sabe. No inventen por
inventar, concéntrense en el objeto estético que tienen delante y pregúntense
qué esconde en su interior, qué ideas o sugestiones hay en él que ustedes
puedan asociar con cosas que recuerdan, que vienen a su memoria gracias a
él".
Poco a poco los
chiquillos fueron animándose a improvisar y, en tanto que algunos parecían
seguir las instrucciones de la Miss y proponían interpretaciones que tenían
alguna relación con el palo de escoba pintado, otros jugaban o querían divertir
a sus compañeros diciendo cosas disparatadas e insólitas. Un gordito muy serio
aseguró que ese palo de escoba le recordaba a su abuela, una anciana que, en
sus últimos años, se arrastraba siempre con la ayuda de un bastón para no
tropezar y caerse. A medida que pasaban los minutos mi admiración por la
profesora aumentaba. Nunca desfalleció, nunca se burló ni se enojó al oír las
tonterías que le decían. Se daba cuenta muy bien de que, si no todos, la
mayoría de sus alumnos se habían olvidado ya del palo de escoba y del arte
conceptual, y estaban distrayendo su aburrimiento con un jueguecito del que
ella misma, sin quererlo, les había dado la clave. Una y otra vez, con una
tenacidad heroica, mostrando interés en todo lo que oía, por burlón y
descabellado que fuera, los volvía a traer al ?objeto estético' que tenían al frente,
explicándoles que ahora sí, por todo lo que estaba ocurriendo, comprendían sin
duda cómo aquel cilindro de madera decorado con aquellos intensos colores,
había abierto en todos ellos una compuerta mental por la que salían ideas,
conceptos, que los regresaban al pasado y los retrotraían al presente, y
activaban su creatividad y los volvían más permeables y sensibles al arte de
nuestros días. Ese arte que es diametralmente distinto de lo que era bello y
feo para los artistas que pintaron los cuadros de los clásicos que habían visto
hacía unos meses en la visita que hicieron a la National Gallery.
Cuando la perseverante
y simpática Miss se llevó a sus alumnos a explorar, en esa misma sala del nuevo
edificio de la Tate Modern, un laberinto de petates de Cristina Iglesias, yo me
quedé todavía un rato frente a este "objeto estético", el palo de
escoba pintado por un artista cuyo nombre decidí no averiguar; tampoco quise
saber el título con que había bautizado a su "escultura conceptual".
Pensaba en la difícil empresa de esa profesora: convencer a esos niños de que
aquello representaba el arte de nuestro tiempo, que había en ese palo pintado
toda esa suma de que consta una obra de arte genuina: artesanía, destreza,
invención, originalidad, audacia, ideas, intuiciones, belleza. Ella estaba
convencida de que era así, porque, en caso contrario, hubiera sido imposible
que asumiera con tanto empeño lo que hacía, con esa alegría y seguridad con la
que hablaba a sus alumnos y escuchaba sus reacciones.
¿No hubiera sido una
crueldad hacerle saber que lo que hacía, en el fondo, con tanta entrega,
ilusión e inocencia, no era otra cosa que contribuir a un embauque monumental,
a una sutilísima conjura poco menos que planetaria en la que galerías, museos,
críticos ilustrísimos, revistas especializadas, coleccionistas, profesores,
mecenas y negociantes caraduras, se habían ido poniendo de acuerdo para
engañarse, engañar a medio mundo y, de paso, permitir que algunos pocos se
llenaran los bolsillos gracias a semejante impostura? Una extraordinaria
conspiración de la que nadie habla y que, sin embargo, ha triunfado en toda la
línea, al extremo de ser irreversible: en el arte de nuestro tiempo el
verdadero talento y la picardía más cínica coexisten y se entremezclan de tal
manera que ya no es posible separar ni diferenciar una de la otra. Esas cosas
ocurrieron siempre, sin duda, pero, entonces, además de ellas, había ciertas
ciudades, ciertas instituciones, ciertos artistas y ciertos críticos, que
resistían, se enfrentaban a la picardía y la mentira, y las denunciaban y
vencían. Integraban esa demonizada élite que la corrección política de nuestra
época ha mandado al paredón. ¿Qué ganamos? Esto que tengo en frente: un palo de
escoba con los colores del arcoíris que se parece a aquel con el que Harry
Potter vuela entre las nubes.
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