Cesare Segre (Italia,
1928-2014) fue catedrático de Filología Románica en la Universidad de Pavía, a
donde había llegado tras ocupar la titularidad de la materia en la Universidad
de Trieste. Si bien sus obras principales se ubican en el terreno de los estudios filológicos y la historia de la literatura de su país, no fue ajeno a los avatares contemporáneos de la teoría de la
literatura. A raíz de la difusión del formalismo ruso y el estructuralismo de
la escuela de Praga, en particular de Jan Mukarovsky, sin soslayar los escritos
de Roman Jakobson y Claude Lévy-Strauss, comienza a publicar toda una serie de
trabajos críticos que buscaban abrir el debate, de manera crítica, sobre el
estructuralismo y la semiótica.
En este sentido, y como
prueba también del continuo enriquecimiento de ideas y la propia evolución de
los planteamientos teóricos del autor, hay que resaltar sus trabajos Lingua,
stile e società (1963), I segni e la critica (1969), Le strutture e il tempo (1974),
Semiotica, storia e cultura (1977).
En 2001 en el número
ocho de los Cuadernos de Filología Italiana publicó el muy interesante ensayo “La
teoría de la recepción de Mukarovsky y la estética del fragmento”. Allí señala:
La Teoría de la
Recepción, que desde 1967 ha gozado y continúa gozando de considerable éxito en
Alemania, fue anticipada en sus rasgos más generales por Mukarovsky y Vodicka,
según ha reconocido, entre otros, Klöpfer. La teoría se caracteriza en su
versión de Praga por un claro entramado semiótico. Mukarovsky en Esteticka
funkce, norma a hodnota jako sociální fakty (Función, normas y valor estéticos
como hechos sociales, 1939) pone de manifiesto cómo la función estética que
atribuimos a un producto artístico dado puede ser dominante o bien subordinada
dependiendo del gusto, que es el que a lo largo del tiempo modifica las
jerarquías funcionales. Una norma estética debe, por tanto, ser estudiada como
hecho histórico, siendo el punto de partida su variabilidad en el tiempo.
Resulta así axiomático que una obra de arte siempre oscilará entre los estados
presente y futuro de la norma. Por tanto, «una obra de arte no es en modo
alguno una magnitud constante: cualquier alteración en el tiempo, en el
espacio, o en el medio social supondrá un cambio en la tradición artística del
momento a través de cuyo prisma se percibe la obra. Como resultado de tales
alteraciones, también tendrá lugar un cambio en el objeto estético que en la
conciencia de una determinada colectividad corresponde al artefacto material,
al objeto creado por el artista».
El relativismo estético
se puede evitar por medio de un enfoque semiótico que contemple la obra de arte
como una estructura cuyos componentes están en su totalidad dotados de
significado, una estructura, pues, en la cual los valores extra-estéticos
desempeñarán también su propio papel. Es la totalidad de ese conjunto la que
entra en una relación activa con el sistema de valores que guía la actividad y
comportamiento humanos. Mukarovsky llega a la siguiente conclusión: «Se puede
suponer que el valor independiente del artefacto material será tanto más
marcado cuanto más conspicuo sea el conjunto total de valores extra-estéticos
que el artefacto haya sido capaz de abarcar, cuanto más consiga dinamizar estas
relaciones: todo ello al margen de cualquier cambio cualitativo de una época a
otra. Comúnmente se sostiene que el principal criterio de juicio de valor
estético está en la impresión de unidad dada por la obra. Dicha unidad, sin
embargo, no se debe entender estáticamente como una armonía perfecta; se debería
ver dinámicamente, como una tarea que la obra de arte impone a aquellos que
quieren disfrutar de ella» (…)
El escrito completo
puede consultarse en su versión castellana aquí.