Figuras de escritor, figuraciones de literatura
La selección de ejemplos que se
agrupan en este apartado tiene como meta primordial acercar una serie de
ilustraciones generales para que se observe de qué manera la teoría y la
crítica literaria han utilizado algunas de sus nociones principales. Esto es
así, aun cuando los diversos autores que engrosan las corrientes
estructuralista y posestructuralista insisten hasta la actualidad acerca de los
peligros que suponen las traslaciones rápidas y las “adaptaciones” con fines
pedagógicos del tipo de las que aquí se brindan.
En fin, que en este caso al menos el
fin justifique los medios.
1.
La “biografía literaria” de Felisberto
Hernández
A continuación se transcribe un
párrafo particularmente significativo de la “Biografía literaria” del escritor
Felisberto Hernández (Montevideo, Uruguay, 20 de octubre de 1902 - 13 de enero
de 1964) que reproduce el Centro Virtual Cervantes sin hacer mención de autor.
Ya el título es de por sí sugestivo
en relación con el tema central que se desarrolla en esta publicación; sobre
todo porque parece existir en él la voluntad de crear o delimitar una suerte de
“género” particular. Como puede verse a través de la cita, la mezcla de los
datos propios de la vida de Hernández se articulan y fusionan de tal manera con
la mención de sus obras que es casi imposible distinguir cuándo se está
brindando a los lectores cierta información biográfica general y cuándo se
vuelca un determinado acercamiento crítico a sus relatos. Dice esta “Biografía
literaria”:
Por lo regular, se da por sentado que los escritos del autor uruguayo
pueden ordenarse de acuerdo a su cronología personal. Sin lugar a dudas, los
hechos de su biografía forman parte de ese mundo ficticio, si bien tamizado por
la dialéctica de los afectos que suele imponer la memoria. Aludiendo a esta
identidad en juego, dice Enriqueta Morillas que “en ese estar mal situado opera
uno de sus recursos más llamativos: Felisberto imbrica selectivamente hilos de
su propia biografía en sus relatos. Es el pianista itinerante, o el escritor que
lee su creación a un auditorio, o bien quien recibe una narración que luego
habrá de contar el protagonista reconocible de sus historias” (Introducción
a Nadie encendía las lámparas, Madrid, Cátedra, 1993, p. 24). Por
todo ello, es muy comprensible que la obra Hernández, justamente por indagar en
los mecanismos del recuerdo, adquiera su pleno sentido cuando se reinterpreta a
la luz de ciertos datos de su vida. Y aunque con ello no se discute la
soberanía de sus creaciones, puede que interrogar esos impulsos resuelva
algunos problemas en nuestro análisis.
Como puede leerse sería la decisión
del propio autor, Felisberto Hernández, de tomar “episodios” y “hechos” de su
biografía para construir su poderoso “mundo ficticio”, la que habilitaría la
necesidad de “comprender” la obra a partir de la reconstrucción biográfica:
porque para que “adquiera su pleno sentido” la obra del cuentista uruguayo “se
reinterpreta” (¿?) “a la luz de ciertos datos de su vida”. La tarea crítica y
hermenéutica, en consecuencia, se cierra en el trabajo del biógrafo. (El texto
completo tomado como referencia se puede leer en: http://cvc.cervantes.es/actcult/fhernandez/biografia.htm.)
2.
Oscar Wilde y la vida propia como fundamento y
quehacer estético
En su artículo “Retrato de un mundo
nuevo” (ADNCultura, 29 de marzo de 2008, pág. 12), Daniel Molina
presenta al escritor irlandés Oscar Wilde (Dublin, Irlanda, 16 de octubre de
1854 - París, Francia, 30 de noviembre de 1900) como “primer y solitario
artista pop radical”, quien “sentó las bases de la sensibilidad contemporánea”.
Para afirmar su juicio, Molina
argumenta que Wilde intuyó con décadas de anterioridad a las vanguardias
históricas la transformación existencial vertiginosa que estaba sufriendo el
hombre contemporáneo, comulgó con la certidumbre de que el arte moderno “debía
ampliar radicalmente las potencialidades de cada individuo” y “reinventar el
mundo a cada instante”. Si bien en las aseveraciones parece haber alguna
exageración tomada del filme Velvet Goldmine (escrita
y dirigida por Todd Haynes; EEUU - Gran Bretaña, 1998), es por demás
interesante el señalamiento con que cierra su estimación:
Este proyecto artístico (…) tuvo su
primer manifiesto en uno de los ensayos centrales de Wilde: El crítico
como artista, libro en el que -décadas antes de que Marcel Duchamp
estableciera las bases de la línea conceptualista de la cultura moderna- ya se
traza el itinerario del arte como práctica mental que deconstruye y, a la vez,
establece, el sentido del mundo.
El juicio sobre Oscar Wilde como
primer artista conceptual no agota por cierto la heterogeneidad y tensiones que
habitaron las obras y las ideas del autor de El retrato de Dorian Gray,
quien en muchos de sus escritos se muestra como un heredero decadente y tardío
de la concepción romántica del artista trazada por las escuelas romántica y
simbolista. Así -y en contrapunto a las afirmaciones que realiza Molina y para
observar el juego crítico-interpretativo múltiple que se abre alrededor de las
obras de las figuras artísticas fuertes- se puede constatar en el fragmento que
sigue, el cual ilustra desde una perspectiva particular la excepcionalidad del
artista y la obra de arte como natural producto de su expresividad original.
En La tragedia de mi vida (Carta
a Lord Alfred Douglas) (Buenos Aires, Centro editor de América Latina,
Biblioteca total/30, 1977) se puede leer:
Pocos son los hombres quienes el Destino indica para ocupar durante su
vida una posición semejante, y a pocos se las ratifica. Por lo general son el
historiador y el crítico, quienes, largo tiempo más tarde, efectúan esta
ratificación, si llegan a efectuarla alguna vez, cuando tanto el hombre como su
época ya han desaparecido. Muy distinto fue conmigo. Personalmente sentí la
altura de mi posición, y personalmente se la hice sentir a los demás. Fue
también Byron una encarnación, pero reflejaba la pasión, y la fatiga de la
pasión de su época. Representaba yo algo más noble, más perenne, algo que
poseía una importancia más vital y un significado más dilatado. (…)
Novela, drama, prosa poética y poesía en verso, diálogo espiritual o
fantástico, todo lo que yo toqué quedó revestido con una nueva belleza. Y hasta
a la verdad le impuse el artificio y le concedí su carácter natural, y de ambos
hice su imperio legítimo. (…)
El arte para mí fue una realidad superior y una forma de la ficción la
vida; desperté de mi siglo la imaginación, haciendo que me envolviera en mitos
y leyendas. (…)
Mi propio genio derroché y hallé una especial alegría en arruinar una
juventud que habría tenido que ser eterna. Harto de pasearme por las cumbres,
descendí desde los caminos de libertad a los abismos y en ellos me precipité,
explorador de nuevas sensaciones. (…)
Comprendo ahora que el dolor, la emoción más noble de la que es el
hombre capaz, es al mismo tiempo el modelo original y la piedra de toque del
gran arte. (…)
Consiste la verdad, en arte, en la concordancia que guarda un objeto
consigo mismo; en que se convierte lo exterior en expresión de lo interior, en
carne el alma, y que en el cuerpo está animado por el espíritu. Y por ello no
existe verdad comparable al dolor.
Se trata de un texto escrito en un
muy particular momento de la vida del escritor; y donde, quizás por tal
circunstancia, casi funde aquello que rememora como el devenir de la propia
vida con el camino que traza el gran arte. A su manera, Wilde retoma el tópico
romántico tradicional del artista como “genio”, y ve al arte como la natural
expresión de la interioridad de un ser excepcional.
3.
El affaire Onetti-Los adioses
En su Teoría de la vanguardia (Barcelona,
Península, 1995), Peter Bürger señala que los movimientos artísticos llamados
“vanguardias históricas” cumplen el rol histórico de volver evidente y, además,
motivo de denuncia y escándalo, el carácter “construido”, arbitrario y
convencional de todo fenómeno estético. Si bien el ensayo de Bürger se ocupa
de la Europa de comienzos del siglo veinte, también es útil para ser
extendido a otras geografías, como el Río de la Plata, y a otros momentos
históricos.
Desde esta perspectiva, se puede
analizar el desfile publicitario, por ejemplo, que Oliverio Girondo organizó
para la “promoción y venta” de su libro Espantapájaros (al alcance de
todos), allá en la década del veinte. Girondo pretendía volver transparente
y a la vez objeto de parodia y sarcasmo, el evidente carácter de mercancía que
los libros y las obras de arte en general toman necesariamente en la era
capitalista.
Esta tarea de develamiento cubre,
de manera extensiva, no sólo a las obras de arte en tanto objetos sino que se
derrama también sobre el conjunto de las instituciones por las que el arte
circula, así como a sus figuras más representativas: el artista y el crítico en
primerísimo lugar. Tal labor, además, no parte únicamente de los propios textos
literarios, de artículos periodísticos o largos ensayos que toman la cuestión
como tema central, sino que es producto incluso de “puestas en escena” que los
años van convirtiendo en verdaderas leyendas y, por lo tanto en discursos. Se
vuelve, entonces, impertinente la respuesta al interrogante de si alguna vez
ocurrieron o no, si sucedieron de esa manera o de otra, si se trató de acciones
calculadas y premeditadas desde la ironía crítica o de espontáneos estallidos
del inconsciente (individual y cultural).
Creemos que en ese sentido apunta el
“caso teórico” que involucra al narrador uruguayo Juan Carlos (Montevideo,
Uruguay, 1 de julio 1909 - Madrid, España, 30 de mayo 1994) y una de sus
novelas más célebres y leídas. Las interpretaciones diversas de lo acontecido por
parte de la crítica engordan con la potencialidad de su incertidumbre el
carácter irónico del evento. A partir de la publicación de Los adioses (1954),
la crítica se sintió provocada y se mostró afanosa en ‘encontrar’ la solución
al enigma que planteaba la obra.
En esta novela breve se narra cómo un
ex deportista, enfermo de tuberculosis, se hospeda en un sanatorio en las
sierras de Cosquín, sin mucha convicción de curarse. Allí recibe las visitas,
en primer lugar, de una señora y su niño (supuesta esposa e hijo del
deportista) y, después, la de una joven muchacha (supuesta amante o hija);
finalmente coinciden ambas mujeres en el sanatorio. Las dudas sobre la
verdadera relación que une a estos personajes escandalizan a los habitantes del
pueblo y constituye el eje de esta novela.
La historia, narrada según la técnica
de la ambigüedad, nos llega a través de la mirada del almacenero, quien la
construye a partir de los dichos de diversos “informantes”, cada uno de los
cuales sostiene una versión distinta. En este sentido, la novela no arroja
ninguna certeza, y las diferentes interpretaciones permanecen abiertas; no
existe ninguna explicación que ‘cierre’ el relato.
Desde la publicación de la novela el
silencio acerca de la verdadera relación entre el deportista y las mujeres ha
suscitado las más variadas respuestas de la crítica. Los críticos (Ruffinelli,
Ludmer, etc.) entendieron que el enigma era una provocación del autor,
una adivinanza, y recogieron el guante. Uno de ellos, el más
ferviente exegeta, es el alemán Wolfgang Luchting, quien se ha empeñado en
develar el secreto de Los adioses.
En un artículo publicado en el
semanario uruguayo Marcha, en junio de 1970, “El lector como
protagonista de la novela”, Luchting propone la solución definitiva: la muchacha
no sería hija del deportista, sino su amante:
El detalle es éste -y con mencionarlo devuelvo la novela a los lectores,
doy la última “turn of the screw” [vuelta de tuerca], revelo lo que considero
la última y culminante ambigüedad de Onetti-: ¿Qué pasa si la muchacha no es
la hija del hombre? ¿Si éste le ha mentido a la mujer, aunque fuese sólo para
tener su tranquilidad y, por supuesto, para mantener sus amores con las dos?
Esta posible solución provocó una
respuesta por parte “autor”, titulada ‘Media vuelta’ de tuerca, que
se publicó a partir de 1973 junto con la novela. En ella, Onetti aumenta el
misterio al considerar insuficiente la interpretación de Luchting:
Luego de leer inevitables interpretaciones críticas y escuchar en
silencio numerosas opiniones sobre “Los adioses”, comprendí que había omitido
una vuelta de tuerca, tal vez indispensable. Para mejor comprensión o para que
todo quedara flotando y dudoso. Ahora surge desde Lisboa Herr Wolfgang
Luchting, escribe sobre el libro con una gracia de profundidad que nada tiene
de teutona y al final del estudio aventura, sorprendentemente, una media vuelta
de tuerca que nos aproxima a la verdad, a la interpretación definitiva. Pero
sigue faltando una media vuelta de tuerca, en apariencia fácil pero riesgosa, y
que no me corresponde hacerla girar. Lo importante es que gracias a Herr
Luchting, mi amigo y cofrade, nos vamos acercando.
J.
C. O.
Las palabras de Onetti pueden ser
entendidas en varios sentidos. Si bien la intención paródica e irónica respecto
de la labor crítica aparece en primer plano, aun cuando Onetti parece jugar y
divertirse con las diferentes interpretaciones a su adivinaza, hay críticos que
no lo entienden así. El crítico argentino Jorge Panesi señala que el uruguayo
cae en la “estética de la expresión” (ya analizada en la primera parte de este
cuadernillo), que encuentra en la subjetividad del autor el sentido último del
texto:
Onetti (...) no renuncia al poder ilusorio de controlar los sentidos de
su texto, abiertos ahora a la imprevisibilidad de las lecturas. Vuelve a firmar
el texto en un apéndice equívoco que, declarando no cerrada la interpretación,
interviene para hacer valer la índole autoral de origen y fin del sentido.
Es decir, para Panesi el carácter
irónico de las palabras de Onetti se ve neutralizado con una acaso impensada
reivindicación del lugar del autor como garante del sentido. No obstante, el
epílogo de Onetti no hubiese tenido mayor trascendencia si el crítico alemán no
hubiera tomado a rajatabla la autoridad del novelista. Al aceptar la
provocación, al buscar esa otra media vuelta de tuerca, Luchting comete un
equívoco crítico: cree en las palabras del autor y reemprende el camino
interpretativo, sólo que esta vez bajo la tutela de aquél: en una visita
personal al novelista no puede contenerse y le pregunta cuál es esa ‘media
vuelta de tuerca’ que aún falta:
Poco tiempo después de la primera publicación de mi estudio en forma de
epílogo a una reedición de Los adioses (...) tuve la suerte de
ser invitado a la casa de Onetti una noche en Montevideo, invitación en cuyo
curso mi curiosidad me indujo a preguntarle cuál era esa ‘media vuelta de
tuerca’ final, cuál aquella ‘interpretación definitiva’. La respuesta fue
brevísima y, en efecto, riesgosa: ‘Incesto’, dijo Onetti.
(En “¿Esse acaso ya no est percipi?”, Texto
crítico, año VI, Nº 18-19 (Onetti en Xalapa), julio-diciembre de
1980, pp. 241-248.)
Luchting, sabedor de la debilidad de
esta afirmación basada en un dato oral, se apresura a mencionar los testigos de
ocasión: “Estuvieron presentes, como testigos, por decirlo así, Jorge
Ruffinelli, la esposa de Onetti y el editor Oreggioni”.
Al fin de cuentas, la anécdota
anterior revela dos operaciones que vienen a legitimar el lugar del autor como
depositario final del sentido de la obra. La primera, según sostiene Panesi, la
del mismo Onetti, cuando se arroga la facultad de resolver el enigma, de
clausurar la lectura (aunque, como señalamos, la carta de Onetti también
encierra un sentido paródico y burlón respecto de la labor crítica). La
segunda, la más importante, cuando Luchting ratifica esta pretensión del autor
en su artículo “¿Esse acaso ya no est percipi?”. Ahora
bien, el equívoco metodológico del crítico consiste en que nunca desconfía de
la palabra de Onetti, premisa del análisis literario ‘científico’, es decir,
sujeto a un método de análisis.
Sin embargo, no hay inocencia por
parte del alemán, sino más bien todo lo contrario, ya que Luchting, al adherir
sin reparos a la versión del autor, sabe que en el mismo movimiento se legitima
a sí mismo como exegeta privilegiado de Onetti. En este sentido, vale repetir
las citadas palabras de Barthes:
Darle a un texto un Autor es
imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura.
Esta concepción le viene muy bien a la crítica, que entonces pretende dedicarse
a la importante tarea de descubrir al Autor (o a sus hipóstasis: la sociedad,
la historia, la psique, la libertad) bajo la obra: una vez hallado el Autor, el
texto se “explica”, el crítico ha alcanzado la victoria.
Este procedimiento de Luchting, que
encuentra la validación de la palabra crítica en la persona del autor, ya había
sido parodiado por Borges. En su “Pierre Menard, autor del Quijote” (1939), el
narrador es un crítico que defiende sus afirmaciones por haber sido amigo del
autor. Es decir, en un paroxismo de la estética de la expresión, sólo aquéllos
que frecuentaron a Menard, que lo conocieron en su intimidad, a quienes el
escritor les explicó su obra, son los que poseen la voz
autor(izada) para interpretar sus textos. Quienes estén fuera del círculo
íntimo, tienen vedada la opinión.
Se puede observar así, para concluir,
hasta qué punto la ironía vanguardista (e insistimos en que se utiliza aquí el
concepto en una dimensión bien amplia que pretende englobar lo mejor de la
literatura y el arte del siglo veinte y, a la vez, dar cuenta de su naturaleza
profunda) cumple el papel de fiscal acusador de la ideología
subjetivo-expresiva aplicada al arte y su necesidad patológica por encontrarle
orígenes y garantías a los sentidos que se interpretan en la lectura. Como se
indicó antes, se trata de esa vocación trascendentalista e idealista para la
que Jorge Luis Borges supo escribir con “Pierre Menard” su epitafio.
4.
Edgar Morisoli y su “vida-obra”
La obra de Edgar Morisoli (Acebal, Santa Fe,
5 de noviembre de 1930) se desarrolla en La Pampa a partir de la
década de 1950. Desde entonces ha publicado trece poemarios y numerosos textos
producto de sus lecturas públicas (conferencias, paneles, congresos, etc.).
Muchos de sus poemas fueron musicalizados y han alcanzado amplia difusión. La
obra de Morisoli interesa aquí, y así será considerada, no tanto desde una
perspectiva poética o estética, sino desde la de su intervención
estético-ideológica. Es en ese sentido que se buscan subrayar los modos en que
tal intervención anuda una geografía y una biografía que se corresponden. Una y
otra, el espacio (simbólico) y la vida de quien lo canta son inseparables, y se
encuentran fundidos, incluso por la forma de una paradoja: son esas tierras (las
propias de la “pampeanidad”) las que alimentan y dan vida al sujeto que les
brinda inteligibilidad, las celebra, padece con ellas y las defiende en su
andar; pero a la vez, y a la inversa, puede juzgarse que es el decir de ese
sujeto el punto de origen y de creación, y es en consecuencia de él de quien
parte la necesidad de existencia de ese territorio y su carácter trascendente.
Así, sus escritos poseen
características interesantes porque enlazan fuertemente los planos de la
ficción (poesía) y de la no ficción (ensayo). Este doble trabajo intelectual
persigue un mismo fin para Morisoli: dar a conocer un espacio vivido, revelar
una cultura y un paisaje singular, y con ello “crear” la identidad de una
región. Vale recordar aquí que “región”, entre otras acepciones, significa una
localización geográfica específica en la que se recrea la memoria de una
colectividad.
Ambos planos de la escritura parecen
comunicarse a través de un sujeto enunciador que se adueña de la representación
de un contexto determinado. Un sujeto polígrafo que se ubica más allá de los
textos en sí, por fuera de ellos, constituyendo la fuerza expresiva que los
junta y amalgama como partes de un proyecto único que se despliega a lo largo
de medio siglo. Si esto es así, se puede conjeturar en consecuencia que los
géneros en sí constituyen un dato menor, importante sí pero secundario en la
medida de la tarea que, como Atlas, el sujeto en cuestión carga sobre sus
espaldas. Una tarea legendaria, épica.
Si el sujeto que escribe y dice se
encuentra más allá de los textos y sus formas, se mueve y vive por fuera de sus
límites, pues entonces esto significa que en su devenir es más que un mero
efecto de enunciación, se derrama sobre las formas de la vida misma.
Desde una perspectiva tradicional, se
podría estudiar la obra de Morisoli en estrecha relación con su biografía (su
trabajo, sus estudios, sus experiencias personales). Sería un modo de darle
relieve a la “fuerza expresiva” de su literatura, en la que el tono enunciativo
pone de manifiesto un subjetividad que desborda la escritura misma y busca
representar una experiencia de vida y identidad regional-literaria.
Desde una tendencia crítica más
moderna, se busca recortar la presencia del “autor” Morisoli y se privilegia el
análisis del enunciado cuya realidad no es otra que la producida por el mismo
lenguaje del enunciado, aun cuando se muestre como un efecto que lo trasciende.
Es la indicación propuesta por Roland Barthes, por ejemplo, cuando afirma que
en la escritura se pierde toda identificación con el autor, que éste es
exterior al discurso y que en todo caso tiene otro tipo de entidad o estatus.
En este tal caso se percibe al texto como un espacio donde se mezcla una gran
variedad de significados, ninguno de ellos originales, “escritos por primera
vez”. Dicho de otro modo, la misma escritura de Morisoli construye desde una
determinada estrategia estética, ideológica y política, un enunciador y una
serie de conceptos que pretenden modelar una idea de cultura regional. La
pluralidad de los textos devela la naturaleza múltiple de la procedencia de los
materiales (discursos) con los que obligada y necesariamente se construye.
Precisamente esta lectura de los
escritos de Morisoli se orienta hacia la figura del enunciador y sus esfuerzos
por fundar los motivos de su obra, que se cifran, como se dijo, en una
ideología: su concepción del artista y de la región con la cual se lo
identifica. Una poética de la expresividad que abreva, por un lado y como
clásicamente puede esperarse, de la instancia del yo poético propio de la
lírica, pero que extiende esas características expresivas y retóricas hacia las
formas denuncistas de sus ensayos y conferencias, atraviesa los prólogos que ha
escrito para las obras de otros autores en donde toma las formas del crítico
estético y cultural, actividad que incluso vuelve sobre sí mismo cuando a
través de los reportajes se convierte en interpretador de sus propios versos.
El
ensayista como intérprete
Una muestra del estilo de Morisoli, y
también de su forma de pensar una identidad a partir de la cual desplegar la
creatividad poética, lo hallamos en su definición y caracterización de la
“pampeanidad”:
Una manera de ser y de sentir, hecha de llaneza y hondura, amasada con
mucho silencio y una serena voluntad de afirmación creadora: cordial en la
doble vertiente del vocablo. Una cosmovisión, en fin, que la matriz bravía
del Mamüll Mapú [Tierra del Monte], fue
troquelando, lenta pero firmemente, sobre el alma de los hombres venidos de
tantos rumbos y cuya progenie de confluencia encarnó en definitiva al pampeano
actual. Pampeanidad: un diálogo con la tierra que no cesa jamás,
que no se agota nunca; una metafísica de la planicie, tejida en sentimiento y
reflexión, cuyo “tempo” lo marca tal vez el pausado ofertorio, la rueda
fraterna del mate, y cuya trascendencia debe filiarse, en suma, a esa corriente
imperecedera de sabiduría-en-la-sangre (las “mesmas aguas de la vida”, como
decía Teresa de Ávila), que vela y custodia la memoria del pueblo.
(En “Umbral”, prólogo al libro de poemas de Juan R. Nervi Rastro
en la sal, Santa Rosa, La Arena, 1979)
Al ensayar su idea sobre la identidad
regional Morisoli evoca puntos de contacto con el romanticismo. Este amplio
movimiento de ideas, cultural y literario europeo, gestado a fines del siglo
XVIII, se ha caracterizado por la exaltación del individualismo, por otorgarle
relevancia a los denominados valores autóctonos, populares y diferenciales, es
decir, los que fueron tramando los espacios geoculturales con identidad propia.
En este ambiente se desarrollaron y consolidaron las literaturas de lengua
“nacional”, y se vertebró la necesidad de existencia de poetas, intelectuales y
artistas en general que con esa lengua fundaran mítica (y realmente) el espacio
que los contenía.
Morisoli se interesa por representar
con su literatura valores de un espacio más acotado aunque no menos
trascendente, como es su idea de región. Tal concepción es entendida como
propia y representativa de una época, de una generación. Una matriz de
pensamiento y sentimientos que tiene siglos de existencia, necesariamente
emerge en cada etapa con diversas modificaciones, que a la vez que marcan las
diferencias posibilitan su continuidad. El mismo Morisoli, en una conferencia,
se refiere a un “espíritu de época”, una representación que sitúa entre las
décadas del 50 y del 90 del siglo pasado:
Particularmente hablaré de algunos [poetas] (porque son muchos más), de
aquellos en quienes percibo más vivo el diálogo secreto con la tierra, por cuyo
medio mito y realidad expresan no sólo la peripecia espiritual del poeta como
individuo sensible, sino también ráfagas mayores del acontecer humano, que lo abarcan
pero lo superan como persona, para hacerlo cauce y voz de emociones, memorias,
sueños o visiones colectivas.
(“Mito y realidad en la poesía de La Pampa”, conferencia. Buenos Aires,
Biblioteca Nacional, 1993).
Allí también puede leerse la función del
poeta según el pensamiento de Morisoli: la creatividad artística encadenada a
una responsabilidad política e ideológica.
En esta misma dirección apunta el
prefacio a Solar del viento (Buenos Aires, Stilcograf, 1966),
en el que expone su poética: la realidad se funde con el “deber” del artista.
Por un lado, los postulados (el prefacio), por el otro la interpretación de
tales postulados (los poemas). En el caso específico de este libro, la
composición del poema implicará desarrollar una triple voz, de características
similares a la tragedia griega. El enunciador del prefacio indica cómo debe
leerse su poesía y lo que ella tiene de representativa de acuerdo a la región
que motiva el “canto”. Las indicaciones de lectura parecen tan estrictas que
presuponen un lector pasivo, lo contrario del rol que suelen asignar diversos
críticos al lector moderno. En este sentido el poeta debe ser considerado
también un disertador, un pedagogo, un formador, en una tradición que puede
remontarse a la antigüedad más lejana y el origen mismo de la práctica de la
poesía.
El prefacio primero plantea una
especie de contrapunto entre dos voces del poema que, si volvemos a recordar lo
apuntado en el texto de Ernst Cassirer citado en el cuerpo inicial de esta
publicación, cada una por su lado, componen las emociones (subjetividad) y la
realidad (objetividad):
…En el pecho del poeta se da un día en que luchan dos voces entre
tantas, dos ademanes para aprehender el mundo. Uno, que trata de asumir la
realidad de sus momentos mejores, de sus experiencias más hondas y más fieles:
es, en fin, una memoria-que-elige, una memoria-que-combina, seleccionando los
destellos de su tránsito vital, integrándose tan sólo en lo que ama. La otra
voz, en cambio, plantea y exige una asunción total de lo vivo, con relámpagos y
sombras, con hojarascas y cumplidos frutos: una militancia sin retaceos, un
destino que busque su sazón en la pulpa dramática de lo cotidiano.
La tercera voz, el coro, se arroga
una representación amplia y de fondo, que parece responder a la “voz del
pueblo”. Es la significación mayor dentro de la concepción del poema.
Frente a las dos voces que dialogan,
se interpenetran y se oponen en busca de su confluencia dialéctica -porque
ambas son el poeta, y de allí ese vislumbre de correspondencia profunda que
gravita, simbólicamente, en ciertos claroscuros formales-, junto a las dos
voces se alza el Coro. Como siempre en la poesía, el Coro es la memoria de la
tierra, el pueblo en lo que tiene de limo germinal, infinito: pasión y
sentimiento que son la sangre de la historia, y estremecedora presencia -casi
corpórea- del mito.
En realidad lo que parece surgir con
nitidez de las citas es la intención de Morisoli de construir un yo poético
fuerte con el fin de lograr una representación de los valores esenciales y
propios de una comunidad. Hacia el final del prefacio, las palabras vuelven a
definir la misión del poeta. Tanta insistencia no hace más que evocar la otra
imagen, la romántica, la que mezcla subjetivismo y realidad:
Pero el Coro es ciego. Nombra o conjura, crea por la palabra, pero no
explica poéticamente los elementos del doloroso ámbito, la desgarrada belleza
de ese Oeste de olvidos. Por eso la Segunda Voz, que es el amor
combatiente, acerca la lucidez, señala netamente los protagonistas, sus roles,
cómo y quiénes forjaron la “patria del castigo”.
(…)
A través de ese paisaje y su polvoriento grito, por la urgida presencia
de esta pena, se replantea en el pecho del poeta -desde su latido más íntimo y
más prójimo-, los interrogantes esenciales de la creación: la permanencia o la
fugacidad del canto, la legitimidad de su tono provincial, la razón misma del
quehacer poético.
El origen
del poema
Nos queda por echar un vistazo sobre
el modo en que la figura de Morisoli ha sido captada por el periodismo. En este
ámbito también el poeta es visto como el intérprete necesario de un espacio
regional definido. Lejos de hacer retroceder la figura del autor, en las
entrevistas y reseñas periodísticas de su obra reaparece el rol social del
poeta ligado estrechamente a la enunciación de su propia obra. Tal
circunstancia nos remite a una cita del profesor y crítico literario Walter
Mignolo cuando caracteriza la poesía de cuño romántico y modernista:
La lírica estrecha la distancia entre enunciación y enunciado o, en
términos de Hamburger, entre el polo del sujeto y el polo del objeto. De esta
manera, la figura o la imagen textual del poeta no solo se confunde con su
imagen social (por ejemplo, el autor), sino que no hay distinción tan clara
entre la imagen del poeta que enuncia y el que actúa.
(“La figura del poeta en la lírica de vanguardia”, en Revista
Iberoamericana, Nº 118-119, enero-junio de 1982).
Esto parece sostenerse en las propias
palabras de Morisoli cuando reflexiona sobre la labor del artista. En una
entrevista, ante la pregunta sobre cuál es la misión del escritor, no se
despega de la idea de compromiso social y su traslado al campo de la invención
poética:
ningún escritor ha sido ajeno a su tierra y a su tiempo, a las
inquietudes y demandas de su pueblo y de su época, así se expresen en forma
directa o alegórica, en lenguaje llano o claves más o menos herméticas.
(Revista La Lechuza, 1, Santa Rosa, agosto de 2008;
entrevista realizada por Emigdio Fragassi: “Morisoli: ‘El talento creador, la
calidad literaria logran, tarde o temprano, la legítima trascendencia’.)
Y en la misma entrevista, más
adelante, parece que Morisoli sigue construyendo una idea tradicional del
artista que ya forma parte del imaginario de una sociedad:
El escritor no postula la región, no la asume apriorísticamente, sino
que la vive, la padece, la celebra, cuando ello es propio de su espíritu y como
cualquier poblador de ese ámbito (…) En síntesis: si la región constituye, para
determinado escritor, un valor entrañable, una verdad del corazón, ésa será la
verdad, la argamasa visible o secreta de su obra.
En otra entrevista se le vuelve a
preguntar sobre las motivaciones de su escritura:
en las cosas que he escrito no hay fundamentalmente imaginación,
fantasía... puede haberla de manera complementaria. En los relatos de “Última
rosa...” puede haber un complemento de imaginación, pero la base es el hecho,
sea vivido por mi -protagonizado o escuchado- o descubierto en lecturas de
viejos expedientes. En “Tabla del náufrago” hay datos que le ofrezco al lector
como un complemento que pueden ser útiles. De todos modos el poema, como la
fotografía, no tiene que andar explicándose en otro papel, tiene que hablar por
sí solo.
(“La poesía como facultad”, El Diario, Santa Rosa, 11 de
septiembre de 2008)
Es notable que el poeta reflexione
sobre su arte como lo hace, es decir, sin establecer la mediación del lenguaje,
dejando librado el acto creativo a la impregnación directa de lo vivido, ya sea
a través de la experiencia personal o de lo “descubierto” en la lectura.
No parece existir, lo decimos una vez más, separación entre la vida del
autor y el sujeto lírico como un efecto de la escritura.
A manera de
conclusión, y para cerrar la cuestión en torno al tema central de este escrito, vale la pena
subrayar la siguiente evidencia que surgió de buscar y analizar el material
periodístico-crítico que desde los diarios y las revistas locales ha acompañado
la salida periódica de cada uno de los libros de Morisoli.
Cuando se leen los recortes guardados
con mínimo detenimiento se advierte de inmediato el siguiente (curioso y
significativo) fenómeno: difícilmente alguno de ellos se refiera a la obra en
sí, es decir aquella que, supuestamente y siguiendo la inercia obvia de la
práctica periodística, constituye el motivo inmediato del artículo, por lo
general breve.
En lugar de reseñar aunque sea de
manera somera el contenido, los temas y ciertas líneas de su tratamiento
formal, aunque sólo fuera a través de un esbozo general, los supuestos
comentarios se dirigen invariablemente a destacar la figura del escritor,
a confirmarla.
Se trata de manera evidente, y
siguiendo los protocolos de un rito cíclico, de un modo de confirmar
conservadoramente lo ya sabido antes que arriesgar de manera mínima la
posibilidad de lo diverso o diferente. Queda así delineado un funcionamiento
“crítico” que se alimenta estacionalmente de la paradoja de que la figura del
autor termina sepultando con una pesada loza toda riqueza estilística y el
desafío de la heterogeneidad que la obra misma (que, en el fondo, en la
víscera, nunca puede ser la misma aunque el autor lo proclame e intente) trae
consigo, para hacer migrar la apreciación sobre una hacia la preocupación sobre
el otro; así, el juicio estético se convierte en una afirmación moral.
Repasar los datos biográficos y
apuntar los títulos de sus libros anteriores, ensalzar la seriedad y la
consistencia de su “proyecto” estético, la coherencia del compromiso con las
tradiciones y los intereses culturales de la región, éstos son algunos de los
datos que por lo común llenan el espacio tipográfico y se enfatizan, pero
siempre al costo de no decir casi palabra sobre la obra nueva que acaba de ser
editada. En varias ocasiones la “opinión” queda subsumida por las líneas del
reportaje al propio Morisoli; el movimiento de traslación es lógico y
explicable, puesto que queda claro que en este contexto es el propio autor
mejor que nadie el encargado de resumir la naturaleza y dirección de su
intencionalidad expresiva. ¿Quién podría agregar algo a la contundencia de
tamaño sentido común?