El estructuralismo
El antropólogo nacido en Bruselas en
1908 Claude Lévi-Strauss publicó en 1949 “Las estructuras elementales del
parentesco”; el ensayo es considerado una referencia fundamental de la
corriente estructuralista, al menos en lo que respecta al área de las ciencias
sociales que es aquella donde tuvo verdadero desarrollo. El trabajo de
Lévi-Strauss llevaba hasta las últimas consecuencias, y fuera de su marco
original de elaboración, las consideraciones que había acuñado para darle
carácter científico y moderno a la fonología el ruso Nicolai Trubetzkoy
(1890-1938); sus Principios de fonología, precisamente, son uno de
los aportes centrales del llamado Círculo de Praga a la lingüística
contemporánea. Según indican algunos historiadores en realidad el señalamiento
de Lévi-Strauss es un poco anterior al mencionado, remite a 1945, año en el que
publicó en la revista estadounidense Word un artículo que
luego sería recogido en su libro Antropología estructural, y que
llevaba el por demás significativo nombre de “El análisis estructural en
lingüística y en antropología”.
A partir de entonces, y por lo menos
por dos décadas, el estructuralismo de raíz europea conoció un fuerte
desarrollo de larga influencia en el conjunto de las ciencias humanas, a través
de figuras como las de Roman Jakobson y Émile Benveniste en la lingüística,
Louis Althusser y Lucien Goldmann (a éste se debe el concepto de “estructura
significativa”, particularmente desarrollado en su libro Le Dieu caché)
dentro de la tradición marxista, Jacques Lacan en el psicoanálisis, el
mencionado Lévi-Strauss en el campo de la antropología, Roland Barthes,
Argildas Greimas, Gerard Genette y Tzvetan Todorov dentro de los territorios de
la semiología y la crítica literaria, Michel Foucault en la filosofía y otros
autores para los cuales, si bien no suelen ser enlistados bajo la denominación
de “estructuralistas”, resulta evidente la deuda que su teoría tiene con tal
corriente (como, para dar un único ejemplo, ocurre con el sociólogo francés
Pierre Bourdieu y su teoría de los “campos”).
El estructuralismo, que en muchos de
sus desarrollos se toca y confunde con la corriente funcionalista, supo llevar
adelante un eficiente trabajo en la construcción de modelos explicativos que
posibilitan dar cuenta de los elementos básicos que constituyen los diversos
niveles de la realidad social, el modo en que éstos se relacionan y el pequeño
número de leyes generales, a las que se llega de una manera inductiva o a
través de hipótesis deductivas, que determinan su funcionamiento. Así, y para
sintetizarlo con trazo grueso, el estructuralismo se fijó metas epistemológicas
de simplificación, metodológica y expositiva, con el fin explícito de dar
cuenta de esos esquemas primeros y simples que, una vez descubiertos, permiten
-según su presupuesto básico- explicar las diversas zonas en que se organiza la
experiencia social. Un conjunto finito de componentes, un repertorio de
relaciones fácilmente reconocibles y pequeño número de normas y leyes, tal el
objetivo descriptivo elemental que alimentaba las investigaciones
estructuralistas.
La búsqueda apuntaba, en última
instancia, hacia un “fondo”, un componente de profundidad (el sistema, la
estructura, el código), en relación con el cual los objetos concretamente
analizados -un mito, una novela, ciertas formas actuales de la moda, etcétera-
no son más que un medio que se disuelve por la vía del descubrimiento del
modelo oculto de las complementariedades diferenciales que enhebran sus
componentes según la forma de universales invariantes. Precisamente en esta
meta final radicaba parte de la fascinación que el estructuralismo supo
ejercer, puesto que ofrecía la posibilidad de encontrar por debajo de una
maraña compleja y heterogénea de objetos sociales -la “superficie”- un modelo
que pudiera ordenarlos y explicarlos con unos pocos trazos.
Por eso es que Tzvetan Todorov hizo
la bien útil e iluminadora indicación de que, siguiendo la inspiración de los
formalistas rusos, centrar el estudio en la literaturidad significaba
obligadamente olvidarse de la literatura viva y real (Poética, Buenos
Aires, Losada, 1977). Una esquematización que muchos de los críticos iniciales
del estructuralismo no tardaron en llamar “neopositivismo”, mientras que otros
prefirieron ligar de manera más amplia a cierta metáfora que el filósofo alemán
Georg W. F. Hegel utilizó de manera emblemática para definir la fatalidad de
cualquier abstracción científica cuando escribió que toda teoría era
necesariamente gris y sólo podía estar lleno de vivos colores el árbol de la
vida.
Como se puede observar por sus
resultados en el campo que aquí interesa, el de la teoría y el análisis
literario, la exigencia descriptiva se vio precisada de apartar o minimizar las
cuestiones propias del sentido. De alguna manera, se puede conjeturar que los
estructuralistas entendieron que hasta aquel entonces había reinado en este
campo un “exceso” de sentido, entendido el mismo en los términos de una
liviandad interpretativas; por lo tanto la reacción, que se consideraba
imprescindible para dar a estas investigaciones un verdadero espíritu riguroso
y científico, se vio obligado a poner entre paréntesis el afán de la rápida
atribución de significados.
Inmediatamente después del período
inicial de deslumbramiento no fueron pocos los críticos del estructuralismo que
señalaron que el “traslado” que los miembros de esta corriente en el territorio
de la literatura y el arte hacían de conceptos provenientes de la lingüística,
el psicoanálisis o el ideario marxista poco conservaban de su definición y
operatividad original cuando se los utilizaba para el análisis de otro tipo de
fenómeno social en lugar de aquel para el cual habían sido elaborados en un
principio. Así, decía la crítica, la ambición científica de los
estructuralistas terminaba en la acumulación de una serie de metáforas que
daban cuenta, con mayor o menor felicidad, de un cierto objeto social con una
imprecisión que se mostraba en las antípodas de la pretensión de cientificidad
explícitamente postulada.
De cualquier manera, los
estructuralistas (Roland Barthes en primer lugar) hicieron el señalamiento
desde muy temprano que el estudio de los sistemas de signos debía romper el
supuesto equilibrio heredado de Ferdinand de Saussure acerca de cierta simetría
y homología entre el plano del significante y el del significado, la necesidad
de contemplar los dos planos por igual, para indicar que la clave del análisis
estaba en centrarse en las operaciones del plano del significante. El
posestructuralismo sabrá nutrirse de esta idea, y extremarla.
Pasados los años muchos de los
propios investigadores que formaron parte de la corriente estructuralista
volvieron con afán autocrítico sobre las posibilidades verdaderamente
“científicas”, en el sentido más amplio y a la vez más tradicional del término,
alguna vez enunciadas. Barthes, por ejemplo, en reportajes y textos como “La
aventura semiológica”, casi lo hizo para mofarse de sus propias y
grandilocuentes ilusiones de juventud al respecto.
Así fue desapareciendo el
estructuralismo que alguna vez se había mostrado como un programa de
investigación y fueron quedando de lado, cuestionados, los modelos universales,
el acotado repertorio de componentes invariantes, incluso el diseño de
metodologías rigurosas. Lo que dejó como herencia innegable, y de utilidad
fortísima en el ámbito de los estudios literarios en particular, es la
necesidad de detenimiento para la consideración minuciosa de los componentes
formales (esa “demora” de la que sabrá hablar Jacques Derrida), sepultando para
siempre su estimación sumaria o secundaria como acceso rápido a las cuestiones
del tema y el “contenido”. Una lección que la teoría y el análisis literario
aprenderían para siempre.
Es particularmente significativo, en
este sentido, la fértil descendencia con que el estructuralismo ha impregnado,
en su despliegue y difusión, las prácticas pedagógicas de la lengua y la
literatura sobre todo en la escuela media. Ocurre que los modelos
analítico-descriptivos ofrecen herramientas sólidas y eficaces para la práctica
en el aula tanto para el reconocimiento de los diversos componentes que forman
parte de, por ejemplo, una oración o un cuento, como para estimar los modos del
entrelazamiento de esas unidades en otras mayores y, extensivamente,
proporcionar, todo lo simplificada que se quiera, una buena guía para la
comprensión y la producción de textos.
El
posestructuralismo
El término posestructuralismo presenta
una serie de dificultades. Se puede afirmar que esto es así porque, en primer
lugar porque no parece haber surgido de la boca y la letra de los propios
investigadores que habitualmente se mencionan como referentes de esta corriente
(como Julia Kristeva, Jacques Derrida o Gilles Deleuze, para citar algunos de
los ejemplos más célebres), sino que fue utilizado “desde afuera” con respecto
a tales autores y sus obras, como una denominación que rápidamente se mostró
fértil en su designación clasificatoria en el interior de las universidades
anglosajonas y que rápidamente se fue extendiendo, y encontró eco y aceptación
en ámbitos similares de otras tradiciones nacionales.
Ese tipo de operación de designación,
y los problemas que trae asociados para la comprensión y el análisis, nada
tienen de nuevo por otra parte, puesto que ya se conocen desde larga data
dentro de los la literatura y los estudios literarios, en particular en lo que
respecta a su desarrollo a lo largo del siglo veinte como lo ilustra claramente
lo ocurrido con el formalismo ruso y el estructuralismo.
En relación a este último sustantivo, vale la pena señalar la paradoja que
envuelve el hecho de que varios de los autores a los que aquí se hace
referencia dedicaron un buen esfuerzo para despegarse de su alcance y cuando
creían haber resuelto la cuestión pasaron automáticamente, como si hubieran
atravesado una aduana, a formar parte del posestructuralismo, es
decir que fueron recogidos por el capítulo siguiente del manual y de la
historia de la crítica literaria, y posibilitaron, de paso, que los suplementos
culturales de los diarios pudieran preparar ya una nueva nota central.
Quede claro que aquí posestructuralismo interesa
simplemente a los fines prácticos de “ponerse de acuerdo” sin demasiados
preámbulos en relación a un cierto universo del discurso a partir del término
con que más comúnmente se lo designa en los ámbitos universitarios y también
fuera de ellos, en artículos periodísticos, bibliotecas y librerías. Pero por
su naturaleza es también obligado señalar el presupuesto de que se trata de una
calificación en el más alto grado de generalidad, lo cual supone necesariamente
que el análisis concreto de conceptos, obras, artículos y autores tiene entre
sus cometidos básicos obligatorios precisar los predicaciones que en cada caso
encierra (y quizás obtura) tal designación.
Entre las virtudes, si puede usarse
tal sustantivo, que pueden enlistarse a favor de su antecesora, la corriente
estructuralista, está la de haber generado, incluso antes de que fuera
percibida como una escuela fuerte y definible, un sinnúmero de críticas y
polémicas, casi todas ellas bien interesantes y de rica proyección conceptual
en los años posteriores.
El rótulo posestructuralismo tiene,
de esta manera, la particularidad de recoger un singular fenómeno que ocurrió
con la corriente que se considera como su inmediata antecesora, una de esas
paradojas que Jacques Derrida solía denominar “escándalo”. Porque el
estructuralismo se desplazó desde su origen francés hacia otras zonas del mundo
con la característica de que prácticamente en todas partes su arribo coincidió
con las duras críticas que recibía. De tal modo ocurrió en Buenos Aires, por
ejemplo. Así, los universitarios y especialistas al mismo tiempo que actualizaban
aquellos conocimientos sobre lingüística y fonología que les posibilitarían
penetrar el vocabulario que el estructuralismo traía consigo, entraban en
contacto con artículos y obras de otros lingüistas, filósofos, psicólogos,
sociólogos y marxistas que se dedicaban a demoler el dogma de la
estructura.
Por lo general lo hacían de una
manera muy especial. Es decir, en el sentido de que pretendían volver ese
combate productivo desde una perspectiva metodológica y teórica, pero incluso
también política, razón por la cual la crítica, por lo general quedaba claro,
más o menos implícitamente, suponía el rescate de aquellos componentes que se
consideraban valiosos y que el estructuralismo traía consigo; como si entre
ortodoxos y heterodoxos existiera un acuerdo o consenso explícito determinado
por la certidumbre de que, cualquiera fuera su resolución, se asistía a un
capítulo fundamental en la modernización y consolidación de las ciencias
sociales. Este fenómeno de crítica y recuperación es particularmente notorio en
un libro como La estructura ausente. Introducción a la semiótica del
italiano Umberto Eco, una obra clásica de su época y a la vez bien emblemática
de lo que se acaba de afirmar.
La struttura ausente es de 1968
(aquí la citamos según la versión española traducida por Francisco Serra
Cantarell, Barcelona, Lumen, 1978). En uno de sus últimos apartados y a modo de
balance crítico el autor italiano realizaba el simple señalamiento
epistemológico de que una cosa es que la noción de estructura fuera juzgada
como presupuesto ontológico, y por lo tanto estimada como una suerte de esencia
oculta propia del objeto que se pretende estudiar, y muy otra que se la tomara
como una necesidad metodológica, de carácter inevitable y fatal a juzgar por
los dichos de algunos investigadores, pero, como toda herramienta, revisable y
cuestionable en cuanto a sus verdaderos alcances; un medio como otros, no
una meta a alcanzar.
Así, Eco concluye:
Al estar ausente, la estructura no puede ser considerada como el término
objetivo de una investigación definitiva, sino como un instrumento hipotético
para ensayar fenómenos y trasladarlos a correlaciones más amplias. (página 452)
Una estructura, entonces, debía ser
entendida básicamente en consonancia a los componentes de un modelo explicativo:
Estos modelos pueden ser teóricos, en el sentido de que han de ser
postulados como los más cómodos y “elegantes” anticipándose así una recensión
empírica y una reconstrucción inductiva que en otro caso serían utópicas dadas
las dimensiones del territorio y su diacronicidad. (página 460)
El punto que Jacques Derrida pone en
discusión alrededor de la idea de estructura tiene otra dimensión y dirección
que la planteada por el autor del Tratado de semiótica general,
tanto en lo que respecta a su fundamento filosófico como, si puede decirse así,
a sus alcances en el territorio de la cognición, pero no es necesariamente
contrario a ellas. Y es así si se tiene en cuenta la sencilla pero definitiva
observación de Eco en relación al salto epistemológico -que es también
ideológico y político- que supone postular “de contrabando” algo que no se ha
demostrado y se pretende aceptar sin más (una esencia) a partir de la
demostración de la eficacia de unos ciertos procedimientos para detectar y
aislar unidades mínimas y enunciar a partir de ellas las normas que determinan
los modos de sus relaciones prototípicas (una metodología, orientada por
algunos postulados heurísticos).
Quizás el estructuralista haya
querido argumentar que tales postulados metafísicos se desprendían como
presupuesto obligatorio para cimentar el conjunto de su arquitectura teórica y
operativa, y que si se los tacha de poco serviría una metodología tan ciega y
de corto alcance, en otras palabras buscaba fundamentar ciertas decisiones
arbitrarias de inicio como necesidades lógico-epistemológicas, pero para los
investigadores que seguían atentamente aunque a prudente distancia sus pasos
fue evidente desde el vamos que aceptar una operación de tal tipo involucraba
de manera extensiva aceptar un mundo a imagen y semejanza de los requerimientos
de un conjunto de metáforas constructivistas y funcionales que decían
“postergar” los problemas del sentido cuando en realidad los auspiciaban y los
volvían urgentes.
El pensamiento básico de Derrida
sobre este punto comienza a plasmarse de una manera clara en una conferencia
dictada originalmente en la Universidad de Yale, en los Estados Unidos, y que,
a juzgar por los historiadores y la leyenda, abrió para el pensador francés las
puertas que posibilitarían el avasallador despliegue de la teoría de la
deconstrucción en el sistema académico norteamericano, y de allí al mundo.
Convertido en artículo con el título
de “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”
integró L’Ecriture et la Différence, publicado originalmente en
1967 por la editorial Gallimard (y que aquí citaremos en la versión española de
Patricio Perisher, Barcelona, Anthropos, 1989, pp. 383-400). En él, Derrida
busca develar el procedimiento por medio del cual debajo del concepto de
estructura en realidad se hace pasar un principio de ordenamiento de sentido
único y estático. De tal modo, la estructura, en lugar de abrir una vía
novedosa para el análisis y la comprensión de los fenómenos sociales, no hace
sino segar nuevamente esa posibilidad en su encarnación contemporánea y
remozada por la lingüística, y lo hace en función de un cierto principio
vertebrador del orden de lo metafísico.
Los estructuralistas buscaban leer
“por debajo” de los fenómenos sociales para encontrar esa estructura única,
simple y universal que los explica en su funcionamiento y también en su
reproducción. Tal la novedad que el estructuralismo traía consigo. En una
suerte de reduplicación irónica Derrida copia el gesto de los estructuralistas
y lee “por debajo” de la noción de estructura para enunciar también un par de
postulados sencillos y definitivos: uno reza que la noción de estructura nada
tiene de nuevo, el otro que desde siempre la noción de estructura ha estado
encadenada a una norma de organización que es externo a la estructura misma y
la cierra de manera definitiva.
En las palabras del autor:
(…) el concepto de estructura, e incluso la palabra estructura tienen la
edad de la episteme, es decir, el mismo tiempo de la ciencia y la
filosofía occidentales, (…) hunden sus raíces en el suelo del lenguaje
ordinario, al fondo del cual va la episteme a recogerlas para
traerlas hacia sí en un desplazamiento metafórico. Sin embargo, hasta el
acontecimiento al que quisiera referirme, la estructura, o más bien, la
estructuralidad de la estructura, aunque siempre haya estado funcionando, se ha
encontrado siempre neutralizada, reducida: mediante un gesto consistente en
darle un centro, en referirla a un punto de presencia, a un origen fijo. (página 383)
Como ya casi forma parte del mito,
cuando con el andar de la década del sesenta del siglo pasado el
estructuralismo se convirtió en un tema interesante para el debate a juicio de
las universidades de los Estados Unidos, una de ellas, John Hopkins, se
apresuró a organizar una conferencia que se dictó finalmente en el año 1966. El
encargado de darla fue Jacques Derrida y sus dichos, como se dijo, fueron
recogidos en el artículo “La estructura, el signo y el juego en el discurso de
las ciencias humanas”. El impacto que produjo fue profundo, entre otras cosas
por el escándalo que suponía, como se desprende evidentemente de la lectura de
la cita anterior que corresponde a la introducción del artículo, que
alguien que se esperaba que hablara más o menos celebratoriamente de una
corriente en realidad expuso una crítica fuerte a los fundamentos conceptuales
de la misma.
La exposición de Derrida se organiza
básicamente en dos cuerpos. En el primero el autor de De la
gramatología se dedica a revisar los orígenes del concepto de estructura
y el modo en que fue usado y abusado a lo largo de la historia occidental,
desde cuando se sometía a dicho concepto a una cierta máxima metafísica que lo
congelaba y detenía, pasando por una utilización similar en la Edad Media bajo
la hegemonía de la idea de un dios-centro hasta llegar a la contemporaneidad
donde otras dominancias -una cierta consideración acerca del hombre, alguna
cosmovisión moral o política- cumplieron el mismo papel enajenante y
cosificador.
El cuerpo segundo está dedicado a la
elaboración y el uso de ciertos conceptos por parte de Claude Lévi–Strauss. Es
importante destacar, sobre todo para que se perciba el carácter simbólico de
aquella conferencia derridiana, que Lévi-Strauss, fundamentalmente a través de
su artículo “Las estructura elementales del parentesco” y sus libros Antropología estructural, El
pensamiento salvaje y Tristes trópicos, se había
convertido en la principal figura de referencia del pensamiento
estructuralista. Esto es así, principalmente, porque el resto de los autores
fundamentales que aparecen relacionados a esta corriente -Jacques Lacan, Michel
Foucault, y Roland Barthes- nunca terminaron de sentirse cómodos dentro de los
límites del estructuralismo y con extraordinaria rapidez se despojaron de lo
que consideraban que era un ropaje demasiado pesado como para transitar el
camino que habían prefigurado. Frente a esos vaivenes Lévi-Strauss aparecía
como el más sólido representante del estructuralismo, e incluso de su
encarnación más ortodoxa (es decir, no de aquellos investigadores que pueden
haber recurrido ocasionalmente a la idea de estructura de una manera más
alegórica y general, sino de quien la piensa a partir del modelo de la
fonología de Trubetzkoi) y es por ello que no puede considerarse casual la
elección de Derrida.
Sin embargo, incluso si se tienen
como referencia y medida otros intercambios polémicos que Derrida ha
desarrollado, el modo en que trata a Lévi-Strauss es excesivamente amable. No
se cansa de, más o menos explícitamente, ponderar la “honestidad intelectual”
de Lévi-Strauss sobre todo en lo que se relaciona con la sinceridad que este
desconfía de las herramientas metodológicas y los conceptos por él mismo
utilizados y cada tanto subraya la imperfección de los mismos. En ciertas zonas
de De la gramatología Derrida va a retomar la figura de
Lévi-Strauss, así como las de Ferdinand de Saussure y Jean-Jacques Rousseau con
un cierto giro dramático, en tanto los pinta como pensadores que ya aceptan
ciertas determinaciones de lo que Derrida denomina el “logocentrismo” propio de
la episteme occidental ya desconfían y se alejan de tales certidumbres con ademán
de constructivo; es ese vaivén, pues, el que puede caracterizarse como digno de
drama.
De alguna manera las conclusiones con
que Derrida cierra su artículo, esa especie de “final abierto” al que lo somete
y que se nutre de la constatación de que los conceptos que se “deconstruyen” no
por ello dejan de ser los únicos que tenemos, en tanto y en cuanto son aquellos
que la historia y la cultura han dejado como herencia y son por lo tanto una
necesidad del entendimiento, una conclusión de tal tipo supone una vacilación
en cuanto al camino a seguir (algo que Derrida explicita).
El posestructuralismo carga con esa
tensión y el debate que subyace, puede decirse para cerrar, supone como
consecuencia una liberación de la noción de estructura, habilita su variada utilización
como herramienta de análisis y posibilita pensar las complejas relaciones que
sostienen la significación pero siempre alentando la posibilidad de la
multiplicación, el uso “táctico” de la herramienta orientado hacia los
desplazamientos horizontales y más o menos fugaces antes que hacia la
profundidad y la certeza de los universales del sentido.
El posestructuralismo y la teoría de
la deconstrucción
1.
Posestructuralismo es una
denominación a la vez, y quizás necesariamente, útil e imprecisa.
Más allá de cualquier discusión sobre
el mencionado término lo cierto es que bajo su superficie se amontona una
problemática a la vez extensa y compleja, pero que se juzga indispensable en su
tratamiento para relevar, evaluar y aprovechar algunos de los conceptos,
presupuestos teóricos y metodológicos, debates ideológicos y hasta políticos
más interesantes que han sacudido la arquitectura de la crítica literaria en
las últimas cuatro décadas.
Se trata de un espacio disciplinario
que, desde comienzos del siglo veinte y hasta la expansión de la escuela
estructuralista, apuntalada por las certidumbres y herramientas que le fue
procurando una lingüística epistemológicamente bien asentada, pareció atreverse
a tocar el cielo de la ciencia con las manos, para que, unos años más tarde
viera nacer de su propia entraña a aquellos investigadores y pensadores que con
ánimo parricida se empeñaron en devolver el total de la problemática del arte y
la literatura a las incomodidades e incertidumbres de la vida sobre la tierra,
dicho sea esto en los términos generales de unas ciencias sociales reconocibles
en las formas de la comprensión y la interpretación.
Quizás haya quien todavía mencione con
nostalgia aquel intento de cientificidad como vía de fortalecimiento para los
estudios estéticos, aquí se parte más bien de la presunción contraria. Que
quede en entredicho el estatus científico de la disciplina, por otra parte, no
supone necesariamente que se disipe todo anhelo de rigor; de que sus límites y
los contornos del objeto a estudiar se hayan difuminado tampoco se sigue de
manera lógica que se haya abandonado toda necesidad metodológica. El
enfrentamiento con el estructuralismo, se podría agregar y como lo permite
entrever el simple juego de palabras que encierran las denominaciones
clasificatorias, no es tan fuerte como para que no puedan anotarse ciertas
persistencias.
Por ejemplo la de aquella muletilla de
Ferdinand de Saussure, que luego tomaron en herencia Émile Benveniste y los
semiólogos europeos de “primera generación”, que porfiaba en que una de las
primeras tareas que le competía a la naciente ciencia de la lingüística era la
de autodefinirse como ciencia y en las proporciones de su objeto de estudio y
su metodología; la diferencia estriba en que Saussure estimaba que se trataba
de una labor que debía llevarse a cabo una vez y para siempre, mientras que los
posestructuralistas más bien han subrayado la productividad que encierra volver
permanentemente al espacio y el tiempo que contiene dicha interrogación; una suerte
de eterno retorno a un pensamiento que se fortalece y complejiza cada vez que
se pone en frente del mismo problema.
En fin, se lo piense en los términos de
una mayor o menor demarcación, lo cierto es que los territorios del
posestructuralismo son amplios y están atravesados por versiones y definiciones
en muchos casos antitéticas; aquí se ha privilegiado cierta homogeneidad, una
suerte de “superficie de igualación”, necesaria incluso a los fines de que el
trabajo se vuelva materialmente posible.
Una observación obligada, en el medio
de la proliferación de los “pos”, es que si bien en cierto registro amplio
-para la descripción y la impugnación- hay quienes asocian al
posestructuralismo con el posmodernismo, en realidad no hay ninguna razón
evidente para hacerlo, más allá de la intencionalidad de aquel que realiza la
identificación, y en muchos casos más bien debe entendérselas como
denominaciones antitéticas. Más allá de la acotación, es cierto que si Woody
Allen bautizó a su película de 1997 Deconstructing Harry, se
utiliza la palabra “deconstructiva” para adjetivar ciertas tendencias de la
moda, la arquitectura o la gastronomía, y hasta es posible advertir en el
suplemento juvenil de algún diario que se valora a cierto grupo de rock por el
modo en que “deconstruye” las formas tradicionales de la canción pop, pues se
vuelve evidente que es posible registrar una “inflación” del término -hasta
podría hablarse de una popularización a través de cierto registro de
divulgación- que excede lo que aquí se intenta.
En tal campo, pues, todo recorte supone
y coloca en evidencia la arbitrariedad. Bienvenida sea. El primer tramo a
recorrer es aquel que encierra la obra de Jacques Derrida y su teoría de la
deconstrucción.
2.
Jonathan Culler ubica a la
deconstrucción como “la tendencia mayor” del posestructuralismo (Sobre la
deconstrucción, Madrid, Cátedra, 1984). Obliga de tal manera a pensar a esa
corriente difusa y de tan dificultosa demarcación, como ya se dijo, que se
reúne bajo la denominación de “posestructuralismo” a partir de las obras y la
teoría de Jacques Derrida. El autor de De la gramatología se
convierte en un principio de ordenamiento, en un clave para acceder a una
cierta arquitectura teórica y metodológica. Un prólogo y quizás también un
epílogo, puntos entre los cuales conviven las polémicas más fértiles y
diversas.
El argumento más o menos explícito que
conduce a Culler hacia tal afirmación es la solidez teórica de Derrida; lo cual
no deja de ser una paradoja, puesto que si bien tal aseveración puede surgir de
la confrontación con otros autores, como por ejemplo Julia Kristeva y el
“último” Roland Barthes que quizás no se pueden reconocer en el calco de un
dogma tan claro e influyente como el derridiano, es cierto también que el
propio Derrida se ha opuesto a que se identifique al deconstrucconismo, a
contrapelo de lo que la elección de Culler podría sugerir, con un conjunto de
ideas enunciables y fijas.
Resulta difícil saber a ciencia
cierta si Culler tiene o no razón, lo suyo es, en definitiva, una
jerarquización que esconde, aunque no mucho, una cierta opinión, un punto de
vista. Si se acuerda con él, ¿se lo hace desde el convencimiento que supone la
opción de una determinada perspectiva teórica o más bien se está cediendo a los
brillos de un cierto “estrellato” académico, un derramamiento de prestigio?
Es preciso anotar que la obra de
Derrida no fue únicamente saludada con alabatorios fuegos artificiales, sino
también muy cuestionada, y desde perspectivas diferentes, como fue
particularmente notable en los textos de “balance” teórico de su obra
aparecidos en el momento de su muerte. Según apunta Peter Krieger (“La
deconstrucción de Jacques Derrida”, en Anales del Instituto de
Investigaciones Estéticas, n. 84, Universidad Nacional Autónoma
de México, 2004, pp. 179-188):
Su marca registrada en el mercado de los pensamientos filosóficos se
llamó “deconstructivismo”, un instrumento controvertido de lectura de textos,
que según la evaluación irónica de George Steiner, un año antes de la muerte de
Derrida, se caracterizó por el bluff (la patraña) y el absurdo
del movimiento vanguardista Dada (“Der ganze Poststrukturalismus und die
Dekonstruktion kommt vom Dadaismus her, von Hugo Ball und seinen
Unsinn-Gedichten. Es ist ein dadaistisches Spiel”. Cita de George Steiner en
una entrevista del periódico Süddeutsche Zeitung, edición del 18 de
mayo de 2003; traducida del alemán al español por Peter Krieger).
De hecho, uno de los obituarios, en
un órgano de central importancia para los educados estadounidenses, el New
York Times (Jonathan Kandell, “Jacques Derrida, Abstruse Theorist,
Dies at 74”, en New York Times, 10 de octubre de 2004) descalificó
al filósofo muerto con el título como “teórico abstruso”. El autor de ese
obituario -uno entre cientos en la prensa mundial- reduce el alcance del método
deconstructivista al demostrar que “toda escritura estuvo llena de confusión y
contradicción”.
Al respecto Jorge Panesi escribió
para la revista de la Universidad de Buenos Aires unos meses después de
ocurrida la muerte de Derrida y como para demostrar que la polémica es cierta:
Jacques Derrida fue un filósofo de la afirmación y no -como una
superficial mirada miope de uso corriente en ciertos ámbitos periodísticos
anglosajones quieren creer- un “relativista” o un “nihilista”. Su combate
contra la “metafísica occidental”, al igual que Heidegger, tuvo en cuenta que
todo lo que pensamos y hemos pensado pertenece a este dominio, y que revolucionar
un sistema no es solamente invertirlo (esta operación favorece al sistema que
quiere atacar), sino efectivamente transmutarlo; por lo tanto, la
deconstrucción (su invento) prefiere desplazar internamente el pensamiento
metafísico sin el cual nada podría ser pensado.
(“Jacques Derrida (1930-2004). El deconstructor”, en Uba:
Encrucijadas. Revista de la Universidad de Buenos Aires, 30, marzo de 2005,
pp. 68-70)
Jacques Derrida nació en 1930 en
El-Biar, Argelia, hijo de una familia judía, y murió en un hospital de París en
octubre de 2004.
Forma parte de un conjunto de
pensadores europeos, especialmente franceses, cuyos artículos y libros tuvieron
una fuerte influencia en la segunda mitad del siglo veinte. Esa importancia se
nota, en primera instancia, en el lugar destacado que, por lo menos, debe
asignarse a tres libros de su autoría como son De la gramatología, Márgenes
de la filosofía y La escritura y la diferencia. Por otro
lado, son también ya de referencia obligada dentro de las ciencias sociales contemporáneas
algunos de los debates y polémicas que supo llevar a delante con (contra)
Michel Foucault, Jacques Lacan o John Searle, para destacar los más
“publicitados”.
A veces resulta bien difícil de
explicar que la perspectiva marcadamente antiinstitucionalista de sus escritos
terminara catapultándolo hacia el “estrellato” académico, uno más de ese
exclusivo “mandarinato” intelectual del que forman parte un selecto grupo de
habitantes de las más destacadas universidades europeas y, en primer lugar, de
los Estados Unidos.
Participó originalmente de la ya
clásica revista Tel Quel, cuyas páginas compartió con figuras como
Julia Kristeva, Roland Barthes, Gilles Deleuze y Philippe Sollers (director de
la publicación y quien prologó De la gramatología), donde,
sintetizando, se puede decir que nació y tomó fuerza el posestructuralismo que
Derrida traduciría a los términos de una teoría de la deconstrucción.
Tel Quel (el mismo
nombre que el poeta Paul Valéry le dedicó a sus volúmenes de ensayos breves de
1941 y 1943) nació en 1960 capitaneada por Sollers y Jean-Edem Hallier para la
editorial Seuil y se extendió hasta comienzos de la década del ochenta
(cerró en 1982).
Se trataba de una revista trimestral de escritores, que surgió en 1960 y
que participó activamente en lo que acontecía en el terreno cultural francés de
su época. Era un período menos conformista que el actual y Tel Quel ayudó
en la transformación de muchos aspectos. Fue una especie de unión entre la
literatura, la filosofía y el psicoanálisis,
según sintetizó el propio Sollers en
un reportaje que le concedió a Abraham de Amézaga (Pérgola, n. 11,
Bilbao, diciembre de 2003).
Un tiempo “menos conformista”, define
informalmente y en trazo grueso Sollers; la observación no puede dejar de
subrayarse en tanto y en cuanto en buena medida, de manera más o menos directa,
parte del prestigio del posestructuralismo es producto de la asociación que
puede establecerse entre su génesis, el Mayo francés y las grandes
movilizaciones que en esos años sacudieron a Francia, Europa y buena parte del
mundo, y fue visualizado (en algún punto todavía lo es) como un modo renovado
de practicar la protesta y reflexionar sobre la transformación y el cambio sin
caer en las formas “tradicionales” de la política.
Por este camino hay que pensar
también la asociación, si bien difusa, con el “discurso” marxista antes que con
su práctica (que históricamente está orientada por la forma del partido
revolucionario). En los escritos de los posestructuralistas, Derrida entre
ellos, y siguiendo de alguna manera las indicaciones de Louis Althusser o, más
atrás, Theodor Adorno, puede detectarse el armado de una antología de textos
marxistas según un criterio que impone, como no podría ser de otra manera,
presencias y ausencias, premios y castigos, amigos y enemigos, flexiones
filosóficas antes que programáticas o “práctico-políticas”.
Tal contexto biográfico y epocal ha
sido tomado, un tanto unilateralmente es cierto, por algunos críticos para
identificar las raíces que nutrieron la empresa de la deconstrucción:
Esta figura del pensamiento indudablemente contiene una dimensión
política, es la lucha contra todas las instancias que centralizan el poder y
excluyen la contradicción. Durante su adolescencia en Argelia, cuando el
régimen derechista de Vichy en 1942 impuso una política antisemita, Jackie
(posteriormente Jackie Derrida afrancesó su nombre: “Jacques”) Derrida experimentó
la brutalidad de un sistema político que pretendió erradicar la diversidad
étnico-religiosa a favor de un poder totalitario: por su procedencia judía tuvo
que salir de la preparatoria temporalmente. Con esta experiencia, Derrida
aprendió una lección sobre la unidimensionalidad del autoritarismo, lo que hace
entendible que posteriormente, en varias ocasiones, el filósofo se comprometió
con los derechos humanos, apoyó a Nelson Mandela en Sudáfrica con un comité
anti-apartheid a partir de 1983 y, en uno de sus últimos ensayos,
criticó la desastrosa y antidemocrática monopolización del poder en Estados
Unidos bajo la administración de George W. Bush (Jacques Derrida, Voyous,
París, Galilée, 2003).
La condición del argelino exiliado en Francia, país de la represión
colonialista hasta los 60, además de su diferencia religiosa frente a la
mayoría cristiana, casi otorgaron una dimensión teológica al pensamiento
deconstructivista. Jürgen Habermas, en la necrológica de su colega, constató
que “bajo su mirada intransigente se fragmenta cualquier coherencia”, lo que en
consecuencia revela la inhabitabilidad del mundo: un mensaje religioso de un
exiliado permanente,
escribió el ya mencionado Krieger
(ob.cit., pág. 180).
Todas las observaciones anteriores se
tensan y potencian cuando llega el momento de hacer mención al “estilo”
derridiano. En la cita que se hizo de su reportaje Sollers destacó también esa
mixtura de literatura más filosofía y psicoanálisis que conformó la lengua de
quienes aparecieron en las páginas de Tel Quel: gran parte de las
“dificultades” de lectura (y los malos entendidos) de los textos de autores
como Derrida proviene en parte de estos cruces y mixturas.
En el artículo denominado “El cartero
de la verdad” (en La tarjeta postal. De Sócrates a Freud y más allá,
México, Siglo XXI, 1986, pág. 396), que dedica a polemizar con el famoso Seminario
sobre “La carta robada” de Jacques Lacan, Derrida dice sobre los
dichos del psicoanalista:
La lógica del significante interrumpe el semantismo ingenuo. Y el
“estilo” de Lacan estaba hecho para frustrar mucho tiempo todo acceso a un
contenido aislable, a un sentido unívoco, determinable más allá de la
escritura,
donde hablando en apariencia sobre el
estilo del otro en realidad Derrida parece estar refiriéndose al propio, o al
menos así se puede interpretar.
Más allá del ensayo y a un cierto
“saber filosófico”, en el sentido habitual del término, el “estilo” derridiano
convoca reiteradamente, en su intento por exasperar los protocolos de la
escritura y la lectura tradicionales, procedimientos propios casi de las
experiencias de vanguardia.
Al respecto se puede convocar como
caso extremo a Glas (París, Denoël/Gonthier, 1974), texto
concebido para poner en cuestión la forma “libro” y las formas de producción,
propiedad y lectura que encierra. Glas es un bricolaje, una
mezcla incesante de fragmentos, de recortes, de columnas y de columnas de
columnas donde a la voz propia se suma la voz que habla de otros, que se
desdibuja tras las pistas de Hegel en diálogo polémico con Jean Genet en cuanto
a las problemáticas asociadas a la lengua y la literatura. Así Derrida intenta
deslizarse en equilibrio provocador en el filo que separa (y une, como ocurre
ancestralmente, porque de manera oculta o a los ojos de todos siempre ha sido
así) al discurso filosófico y el discurso literario. La idea, siempre, está
orientada más hacia la dirección de una apertura máxima (de desborde de sentido,
de interpretación, de incomodidad…) antes que a la clausura.
Ese gesto diferente marca bien la
distancia que separa a Derrida de la búsqueda estructuralista con la que a
veces algunos manuales lo confunden. En la marcada exageración del gesto reside
también la imposibilidad de la identificación, allí está el obstáculo que
impide convertirse en “derridiano”: de hecho quienes lo han intentado y lo
intentan por lo general se han condenado a una extrema pobreza teórica y de
análisis, como si la única manera de la copia fuera la de la inmediata
precipitación en la aplicación bastarda, vulgarizada.
En relación a una manera de la escritura
que aquí se está denominando globalmente como “estilo” Derrida dedica parte
de Pasiones a reflexionar sobre los modos en que intenta
llevar adelante su práctica hermeneútica, dice:
¿En lugar de ahondar la cuestión o el problema de frente, directamente
-lo que sin duda sería imposible, inapropiado o ilegítimo-, deberíamos proceder
oblicuamente? Lo he hecho a menudo, y he llegado a reivindicar la oblicuidad
bajo este nombre, incluso confesándola, pensarían algunos, como una falta de
deber, puesto que se suele asociar la figura de lo oblicuo a la falta de
franqueza o de rectitud. Pensando sin duda en esta fatalidad, una tradición de
lo oblicuo en la que, de alguna manera, me encuentro inscripto, David Wood para
invitarme, incitarme u obligarme a participar en este volumen, me ofrece
titular estas páginas “La ofrenda oblicua”…
(Passions, París, Galilée, 1993, traducción de Jorge Panesi para
material pedagógico utilizado en la Universidad de Buenos Aires)
Así, se trata de un “estilo” pero
también de un “método”, o mejor un discurrir que responde a ciertos
presupuestos ideológico-filosóficos que pretenden no sedimentar ni dejar
simiente. Si se utilizó la palabra “método” para de inmediato corregirla es con
el fin de tratar de definir la práctica derridiana a partir de aproximaciones;
en ese sentido “método” algo dice pero lo dice de manera insuficiente en tanto
se derrama más allá de su definición en el ámbito de la ciencia que, por su
misma naturaleza, ronda la pretensión de una objetividad, de un asordinamiento
de la indeseable intromisión subjetiva, que en el pensamiento de Derrida poco
interesa. Insiste en Pasiones:
A la reflexión, lo oblicuo no parece ofrecerle la mejor de las figuras
para los recorridos que traté de calificar de esa manera. Siempre me sentí
incómodo con esta palabra que, sin embargo, tanto utilicé. Aun cuando la haya
empleado siempre de manera negativa, para romper y no tanto para prescribir,
para evitar o decir que se debería evitar, para decir que, por otra parte, no
se podía no evitar la confrontación directa, el abordaje inmediato.
“Para romper y no tanto para
prescribir”, escribió Derrida para que quedara claro el porqué de las
dificultades de pensar al deconstruccionismo como un método y por lo tanto como
una descendencia.
Es en ese sentido que tanto Derrida
como el conjunto de los posestructuralistas parecen haber sacado una lección
del devenir estructuralista y su obsesión técnico-científica. El desafío se
orienta en otra dirección que alimentan los vientos de la filosofía y el
psicoanálisis, principalmente, y, en todo caso, aires lingüísticos alejados del
estructuralismo (en su debate con John Searle puede advertirse bien hasta qué
punto Derrida se muestra decidido a echar mano según sus necesidades a la
pragmática lingüística sin alterarse en lo más mínimo frente a la indicación de
que no respeta la acuñación originaria de los conceptos que toma “prestados”).
En la elección de esa suerte de “a-metodismo” pueden encontrarse también las
razones de muchas de las impugnaciones que la teoría derridiana ha padecido y
todavía padece.
Panesi subraya la intencionalidad con
que el propio Derrida supo insistir acerca del carácter “no prescriptivo” de
sus análisis, pero indica que no necesariamente tal elección debe ser leída
como la carencia absoluta de metodicidad (vacío, por lo demás, impensable al
calor de cualquier teoría):
La deconstrucción no es un método (nos lo ha repetido siempre), pero
algo tiene de camino, un camino de lectura que pone al texto del otro no tanto
para destruirlo o demorarlo, sino para integrarlo selectivamente a una tarea
infinita y futura, luego de apartar lo que tiene de connivencia con la
metafísica. El tiempo de la deconstrucción no es el tiempo del derruir, sino la
preparación del oído para hacer posible el discurso de una melodía futura. Una
tarea previa y necesaria, o también, un diálogo de lectura textual donde el
pasado se redime.
(ob. cit., página 69)
En el ya mencionado artículo sobre
Lacan, a la hora de reconocerle méritos al psicoanalista francés Derrida
escribió:
Si la crítica de cierto semantismo constituye una fase indispensable en
la elaboración de una teoría del texto, se puede entonces reconocer en el
Seminario ya un avance muy nítido en relación con toda una crítica
psicoanalítica posfreudiana.
El deconstruccionismo abreva en la
vertiente más radical que el llamado giro lingüístico imprimió a las ciencias
en general y a las ciencias sociales en particular casi desde los inicios del
siglo veinte.
La “consigna” derridiana que sostiene
la imposibilidad de que el hombre pueda concebir el universo por fuera de los
signos que él mismo ha creado y reproduce de manera enajenada, se toca con las
proposiciones surgidas de las tres categorías y las formas de los
signos-pensamientos de Charles Peirce, con el Ludwig Wittgenstein que sostuvo
que los límites del lenguaje son necesariamente los límites del mundo o con
Jacques Lacan y su ordenamiento de lo simbólico y la “tiranía” del
significante.
La deconstrucción, según reza ya la
leyenda, nació la conferencia dictada por Derrida en 1966 en la universidad
Johns Hopkins, en los Estados Unidos, con el nombre “La estructura, el signo y
el juego en el discurso de las ciencias humanas”. En dicha conferencia Derrida
supo poner en tela de juicio al estructuralismo cuando esta escuela se
encontraba en su punto más fuerte, y lo hizo asociándola, si bien con matices,
con las tradiciones de manipulación y sometimiento del sentido que han sido
desde siempre hegemónicas en la cultura occidental.
A partir de ese momento el
desconstruccionismo irradió sobre el conjunto de la vida académica y logró una
fuerte descendencia en el ámbito norteamericano, particularmente a través de
figuras como Hillis Miller, Geoffrey Hartman y, en primer lugar, Paul De Man.
En ese contexto los límites precisos de la prédica deconstructiva fueron
difuminándose. Se entrelazaron, más acá o más allá de las intenciones y la
letra de Derrida y De Man, por izquierda y derecha, con parte de los estudios
culturales, con los escritos de la posmodernidad, los “pensamientos de la
diferencia” o “débiles”, con las neohermenéuticas… En fin, un complejo
territorio que le valió a esta corriente evaluaciones muy diversas, que en
muchos casos se alimentaron primariamente de las simpatías nazis de De
Man en su juventud o en la sospecha que proporcionan un devenir tan exitoso
dentro del mundo académico más cerrado.
Afirma Panesi:
…quizás el mayor malentendido de la deconstrucción haya sido su
enclaustramiento y generalización en el mundo universitario norteamericano, en
esa empresa de reproducción académico-comercial que el mismo Derrida llamó la
“deconstrucción en América”. Malentendido porque su amigo Paul De Man, el
cabeza de las filas de constructivistas americanas, había celosamente ocultado
el pasado colaboracionista en la Bélgica natal ocupada. Malentendido que
Derrida no logró aclarar del todo, enredado a la fidelidad que le debía a su
amigo.
(ob. cit., página 69)
Aquí nos interesa más describir y
evaluar, aprovechar el posestructuralismo y la teoría de la deconstrucción en
los términos de una “manera” del análisis textual, antes que en las dimensiones
más discutibles de una filosofía o, si se quiere, una visión política.
En tal sentido interesa subrayar en el
comienzo la particular atención que Derrida y los posestructuralistas de
conjunto prestaron al problema del nacimiento de las disciplinas y los
discursos. La influencia, en esta dirección, proviene de la renovadora
tradición que en el siglo veinte lanzaron las especulaciones fenomenológicas de
Edmund Husserl y su descendencia “existencialista” en la obra de Martin
Heidegger. Muchos de los textos de Michel Foucault apuntan en este sentido.
En lo que respecta a Derrida, y para
que se observe el complejo entramado que está detrás de tales elecciones, se
puede citar también que el propio Louis Althusser lo impulsó para que
investigara sobre los “orígenes materiales y sociales de saberes y
conocimiento”.
La obsesión derridiana por el “origen”,
es decir, por la necesidad de todo discurso de postular de manera espectacular
o camuflada un punto de nacimiento, es directamente proporcional a su
advertencia acerca de hasta dónde dicha operación ha teñido el conjunto de las
prácticas críticas en el área de las ciencias sociales y, más allá de ella, es
reconocible también en las formas de la religión, de la ciencia y de la
política. Instituir un origen “de sangre”, natural, es imponer un sentido y una
cierta manera de pensar y de actuar; al contrario, el quehacer deconstructivo
-que estima en una dimensión amplia se toca con la búsqueda de otros autores
que se suelen englobar en el posestructuralismo, en primer lugar Foucault-
apunta a denunciar esa impostura, a desbrozar los afeites que tiñen lo que no
es más que una imposición para que se advierta su carácter histórico y
cultural. Remontándose por esta senda se comprende su interés y relectura de la
noción de “genealogía” acuñada por Friedrich Nietzsche.
3.
Al comienzo de
su libro De la gramatología, Derrida analiza y critica aquello que
él llama logocentrismo, y que explica en los términos de una
metafísica de la escritura fonética que, a su vez, está enraizada en la
tradición de Occidente, desde los griegos de la época clásica hasta nuestros
días, con una cierta manera de concebir al hombre, la razón, la sociedad, el
conocimiento y el arte. Pese a las diferencias y vaivenes de los diversos
modelos -es obvio quizás destacar que tal imperatívo cobra diversas formas, por
ejemplo, en la Edad Mdia cristiana y en el capitalismo tardío-, la metafísica
occidental siempre se las arregló para encontrar en el logos el
origen de la verdad en general.
El
logocentrismo, explica Derrida, dirige:
a) El concepto
de escritura;
b) la historia
de la metafísica que, como se dijo, siempre asignó al logos el origen de la
verdad;
c) el concepto
de ciencia o de los presupuestos que posibilitan estimar la “cientificidad” de
la ciencia.
Así la escritura
se ve encerrada (y su poder “diferido”) por una consideración de la lengua que
coloca en primer plano la oralidad en tanto y en cuanto la realización de la
misma supone el encadenamiento existencial e inevitable de las palabras a una
cierta idea de sujeto. Para Derrida, la fonetización de la escritura ha sido la
condición de la episteme, el elemento que otorgó orden y sentido a
la estructura del pensamiento filosófico en Occidente.
Según explica en
el artículo compilado en La escritura y la diferencia que ya
se mencionó, “La estructura, el signo y el juego en el discurso
de las ciencias humanas”, siempre se
neutralizó la estructura mediante la operación de otorgarle un centro,
cuya función era organizar y limitar el juego de dicha estructura. El
pensamiento clásico entiende que el centro, si bien rige y determina la
estructura, escapa a la misma, por lo tanto de alguna manera la sobredetermina,
se convierte en su causa y a la vez la explica. El centro se constituye en una
certeza tranquilizadora: nada puede ser pensado más allá del límite impuesto,
el juego de las articulaciones posibles se desarrolla siempre dentro de unas
fronteras pautadas -fijas- por ese punto central. Esta reducción de la
estructura es concebida a partir de una presencia plena y
fuera del juego, la presencia del centro que, mediante tal operación
asignativa, se convierte en origen y fin.
A lo largo de lo
que habitualmente se denomina historia del pensamiento occidental, el centro ha
tenido nombres alternativos: logos, razón, Dios, hombre, etc., pero tamaña
variedad remite a una función única y homogénea cuando se advierte que se
relaciona con una misma estructura fija de pensamiento. Entonces es posible
advertir también que se orienta en todos los casos hacia el mismo fin:
delimitar las fronteras del conocer, establecer los límites epistemológicos de
la actividad filosófica, tranquilizar limitando las posibilidades de recreación
del sentido.
La filosofía,
según explica Jonathan Culler parafraseando a Derrida en Sobre la
deconstrucción (Madrid, Cátedra, 1992), ha sido siempre una “metafísica
de la presencia”: los distintos nombres del centro siempre designan una
presencia. Cada uno de los conceptos mencionados en esa posición central ha
figurado entre los intentos filosóficos de describir lo que es fundamental y ha
sido tratado como centro, fuerza, base o principio ordenador. En oposiciones
como significado y forma, alma y cuerpo, intuición y expresión, inteligible y
perceptible, etc., “el término superior pertenece al logos y el término
inferior señala la caída”, resume Culler. El logocentrismo asume la prioridad
del primer término y concibe el segundo en relación con éste, como
complicación, negación o desborde.
Producto directo
del pensamiento logocéntrico es el fonocentrismo que impone la
primacía del habla y relega a la escritura a un segundo plano. La filosofía,
señala Culler, trata a la escritura como un medio de expresión, que en el mejor
de los casos es irrelevante para el pensamiento que expresa y en el peor una
barrera. Según este mismo autor,
la filosofía se define a sí
misma como la [disciplina] que trasciende la escritura, e intenta dejarla de
lado, considerándola un mero sustituto del habla. El fonocentrismo, que supone
una relación directa -natural- con el sentido, reposa sobre esta premisa.
La primacía del
habla parte de una concepción dualista que divide el ser en cuerpo y alma (y de
allí otras dicotomías como las que se señalaron antes: forma/expresión,
sensible/inteligible, etcétera).
Así, frente a lo
que ligaría indisolublemente la voz al alma o pensamiento del sentido significado
-la cosa misma-, todo significante escrito sería derivado. Siempre, sigue
Derrida, sería técnico y representativo. En el habla hay mediación, pero los
significantes desaparecen tan pronto como se acaban de emitir. Derrida explica
que, de este modo, la época del logos rebaja la escritura, “pensada como
mediación de mediación y caída en la exterioridad del sentido”. Es en la
escritura donde los aspectos negativos de toda mediación se hacen visibles: la
escritura presenta al lenguaje como una serie de marcas físicas que operan en
ausencia del hablante. La amenaza de opacidad es constante: la materialidad de
la palabra escrita puede oscurecer la claridad de un pensamiento.
A la época del
logos pertenece también la distinción entre significado y significante.
Recordemos que el fundador de la lingüística moderna, Ferdinand de Saussure,
propone como unidad de análisis al signo y aclara que éste no es la unión de
una cosa y un nombre sino de una idea (significado) y una imagen acústica
(significante; no el sonido material, físico, sino la huella psíquica de ese
sonido). A su vez, el signo no tiene un valor positivo, sino que se define en
función de los demás elementos del sistema: un signo es aquello que no son los
otros signos. Esto significa que la lengua es un sistema cerrado de puras
diferencias, un sistema de valores puros.
Derrida le
reconoce al ginebrino dos aportes fundamentales para el estudio del lenguaje.
Primero, que demostró que el significado era inseparable del significante;
posibilitó cuestionar de esta manera la consideración clásica de la tradición
metafísica occidental, para la cual el significado (lo inteligible: ideas,
pensamiento, contenido) es anterior al significante (lo sensible: la forma, las
letras, los fonemas). Éste, el plano de la expresión fonética, no sería más que
una herramienta para expresar a aquél, una mera traducción. En otras palabras,
para la concepción clásica la escritura es una traducción del habla y ésta del
pensamiento. Por el contrario, para Saussure no son dos entidades
paralelas sino las “dos caras de un único fenómeno”, el signo lingüístico:
Muchas veces se ha comparado
esta unidad de dos caras con la unidad de la persona humana, compuesta de
cuerpo y alma. La comparación es poco satisfactoria. Más acertadamente se
podría pensar en un compuesto químico, el agua, por ejemplo: es una combinación
de hidrógeno y de oxígeno; tomado aparte, ninguno de estos dos elementos tiene
las propiedades del agua.
(Curso de lingüística
general, Buenos Aires, Losada, 1945, edición y traducción de Amado Alonso,
página 122)
En segundo
lugar, Derrida indica la importancia que revista el hecho de que, al enfatizar
el carácter diferencial y formal del sistema de la lengua, Saussure
des-sustancializa tanto el contenido significado como la “sustancia de
expresión”. La lengua no es ni contenido ni sonidos materiales, sino únicamente
un sistema de diferencias. La lengua es una forma se convirtió
desde Saussure en el eslogan fundante de la lingüística como ciencia.
Sin embargo,
Derrida le crítica a Saussure el hecho de no que no hubiera desarrollado todas
las consecuencias que encierran sus tesis, que se mostrara impotente de llevar
sus conclusiones hasta las últimas consecuencias, y que, de ese modo, hubiera
terminado ratificando la tradición metafísica.
La primera
crítica que Derrida lanza sobre la teoría saussureana es que al mantener la
distinción entre significante y significado, al trabajar con un cierto concepto
de signo, Saussure abra la puerta a que pueda especularse acerca de la
existencia de un “significado trascendental” (Dios, logos, hombre...). Esto es,
un significado que se basta a sí mismo, que ya no remite a ningún otro
significante y que, por lo tanto, sería independiente de la lengua (sistema de
significantes). Este significado trascendental se convierte, de tal modo, en el
centro de la estructura, la base que determina todos los elementos y que, al
mismo tiempo, se mantiene fuera de la misma porque no funciona como
significante, esto es, no participa del juego de sustituciones, de alguna
manera se las ha ingeniado para quedar fuera de las reglas del sistema.
La segunda
crítica se orienta hacia la identificación que realiza Saussure entre lengua y
lengua oral. Aunque Saussure -como ya vimos- reconoció que el carácter fónico
del signo no era lo esencial de la lengua, al recurrir concepto metafísico de
signo debió privilegiar la palabra hablada. Saussure le otorga preeminencia a
la substancia fónica (habla, voz):
Así, aunque la
escritura sea por sí misma extraña al sistema interno, es imposible hacer
abstracción de un procedimiento utilizado sin cesar para representar la lengua;
es necesario conocer su utilidad, sus defectos y sus peligros.
(ob. cit., página 51; el
resaltado es nuestro)
(…) la imagen gráfica de las
palabras nos impresiona como un objeto permanente y sólido, más propio que el
sonido para constituir la unidad de la lengua a través del tiempo. Ya puede ese
vínculo ser todo lo superficial que se quiera y crear una unidad puramente
ficticia: siempre será mucho más fácil de comprender que el vínculo
natural, el único verdadero, el del sonido.
(ob. cit., página 53; el
resaltado es nuestro)
Y, al hacerlo,
relega la escritura a un papel secundario, la condena a convertirse en un
simple mediador:
Lengua y escritura son dos
sistemas de signos distintos; la única razón de ser del segundo es la
de representar al primero; el objeto lingüístico no queda definido por la
combinación de la palabra escrita y la palabra hablada; esta última es la que
constituye por sí sola el objeto de la lingüística.
(ob. cit., página 51; el
resaltado es nuestro)
Por este camino
de derivación especulativa la voz finalmente aparece como una sustancia que
remite a la conciencia misma, sin mediación alguna: “un significante que oigo
tan pronto como emito, que parece no exigir el uso de ningún instrumento”,
sintetiza Derrida. De este modo, el significante termina por ser borrado -se
hace transparente- para posibilitar que el concepto se presente a sí mismo, se
convierta en su sola presencia y no remita a nada fuera de él, nada que le sea
externo.
Para Derrida,
esta reducción de la exterioridad del significante es una ilusión en la que se
apoyan los presupuestos de la metafísica occidental. Justamente, el filósofo
deconstructivista busca hacer pie y desplegar las consecuencias lógicas de la
teoría lingüística moderna que Saussure no completó, y para ello comienza por
cuestionar el concepto mismo de signo, aunque advierte que no se puede
abandonarlo por el gran arraigo que tiene.
Uno de los
conceptos clave y fundante de la teoría de la deconstrucción es el de différance,
un neologismo creado a partir de dos palabras francesas que le posibilitan a
Derrida fusionar las ideas de “diferenciar” y “diferir”.
El principio de
la diferencia elaborado por Saussure permite inferir que no hay por qué
privilegiar una sustancia -fónica- y excluir a otra -gráfica-, sino que
el punto está en considerar el proceso de significación como un juego formal de
diferencias (Derrida habla de “huellas”). Este juego supone que en ningún
momento un elemento está presente en sí mismo y que no remite más que a sí
mismo: siempre remitirá otro elemento, tal la definición “natural” y necesaria
de cada uno de los elementos que forma parte de un sistema de valores. Este
encadenamiento hace que cada elemento -fonema o grafema- se constituya a partir
de la huella que han dejado en él otros elementos del sistema.
No hay nada presente o ausente, sino sólo diferencias, huellas y huellas de
huellas.
Es así que
Derrida propone la noción de grama como el concepto más
general de la semiología y señala que su ventaja es que neutraliza la tendencia
fonologista del signo. El grama como différance es, a la vez,
una estructura y un movimiento que no se dejan pensar desde la oposición
presencia/ausencia. La différance es el juego sistemático de
las huellas de las diferencias, del espaciamiento por el que los elementos se
relacionan unos con otros. Las diferencias no se inscriben en un sistema
cerrado, en una estructura estática, sino que son los efectos de las
transformaciones.
La consecuencia
de este planteo es que la lengua -y los códigos semióticos- son efectos que no
tienen por causa un sujeto, una sustancia o una presencia que puedan escapar al
movimiento de la différance. Nada precede a la différance (sistema
de diferencias): la relación con el presente y la referencia a una realidad
actual están siempre diferidas. El principio de la diferencia implica que un
elemento no significa ni funciona más que remitiendo a otros elementos pasados
y/o futuros que se ensamblan en cadenas infinitas, la estimación de cuyos
límites suman una problemática que Derrida también ha contemplado en otros
escritos. Por el contrario, todas las oposiciones metafísicas
(significado/significante, inteligible/sensible, palabra/escritura,
lengua/palabra, actividad/pasividad, etc.) subordinan el movimiento de la différance a
la presencia de un valor o de un sentido que sería anterior a tal diseminación
y la dirigiría.
El
posestructuralismo implicó una radicalización de los postulados
estructuralistas. La teoría de la decontsrucción ocupa un lugar de privilegio
dentro de esta corriente. Si Saussure separaba la palabra de la cosa -el signo
del referente-, el posestructuralismo escinde el significado del significante y
abre nuevas posibilidades para la consideración semiótica de los
“significantes” como cadenas y desplazamientos y los “significados” como
producción de sentidos. Las consecuencias de tal reorientación conceptual y
metodológica se hacen sentir hasta el día de hoy en el campo de la teórica y el
análisis literarios. Como ya se dijo, los territorios diversos que ocupa la
corriente posestructuralista exceden -y a veces hasta enfrenta- los planteos de
Derrida; aquí, por razones pedagógicas y expositivas, hemos optado casi por yuxtaponer
unos y otros.
Digamos, como final, que en cierta
medida, la guía implícita que sigue esta exposición toma al pie de la letra el
“consejo” tantas veces repetido en sus textos por Gilles Deleuze en el sentido
de orientar el quehacer intelectual en los términos de una máxima pragmática
que reza que se debe tomar lo que se quiera (y lo que se pueda) según se lo
requiera. De alguna manera, el uso es el único significado real de la
comprensión.
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