Esta clase está dedicada a repasar una serie de conceptos que se juzgan
centrales en relación a la reconsideración de la literatura y el arte como
“expresión” a partir de las ideas vertidas por la escuelas estructuralista y
posestructuralista europeas, en particular a partir de dos de sus autores
principales: Roland Barthes y Michel Foucault. A éste se debe el sintagma “tema
de la expresión” que se ha utilizado para el título general y sobre el que se
vuelve una y otra vez a lo largo de las páginas que siguen.
También, a modo de ilustración, incluimos “Pierre Menard, autor del
Quijote”, ficción clásica de Jorge Luis Borges que en las clases iniciales les
habíamos pedido que tuvieran bien leída.
Se ha obviado en este caso subrayar el cambio profundo que, desde
comienzos del siglo veinte, introdujo la llamada escuela de los formalistas
rusos al atacar las estéticas y estimaciones de cuño biografista. Los
formalistas pusieron el foco de los estudios literarios en aquello que
bautizaron “literaturidad”, y cuya primera función estratégica (y definitiva en
el plano teórico y metodológico) fue la de hacer retroceder las nociones de
sujeto, época y geografía a las que los fenómenos estéticos se encontraban
subordinados a la hora de su análisis y valoración empobrecedores.
Para no abundar más al respecto,
basta señalar aquí que en su célebre artículo “Lingüística y poética”, el ruso
Roman Jakobson (Moscú, Rusia, 1896 - Boston, Estados Unidos, 1982) traza el
mapa de las funciones del lenguaje. Su objetivo era liberar a la función poética
(aquella que coloca en el primer plano el predominio de las estructuras del
propio mensaje) de las funciones expresiva y referencial (correspondientes a
los componentes comunicativos del emisor y el referente o mundo,
respectivamente). Basta recorrer los “debates” estéticos reproducidos por los
medios masivos comerciales -y no sólo ellos- para observar hasta qué punto la
lección de Jakobson sigue sin ser bien aprendida. Aún se insiste en juzgar a
los productos del arte y la literatura en relación a su “fuerza expresiva” o su
capacidad de dar “testimonio de su época”.
El “cruce” que se establece entre las
ideas de los investigadores franceses con las del filósofo alemán Ernst
Cassirer, anterior a ellos, busca demostrar hasta qué punto se trata de una
problemática extendida en el tiempo: los acentos disciplinarios y las múltiples
resonancias continúan vivas y “actuantes”. Esta continuidad se puede observar
en ese reportaje televisivo que se emitió anoche, en la página cultural del
diario que se ha leído hace un rato o en el enfoque elegido por un manual
escolar que quizás sea el único acceso “crítico” a la literatura que tendrán en
su vida cientos de miles de estudiantes de la escuela primaria y media.
Robándole ahora las palabras a
Barthes, podría decirse que, precisamente porque se trata de una cuestión
ideológica, un modo de percibir el mundo, se trata también de una pelea que
enfrenta conceptos, metodologías y programas completos (literarios, estéticos,
culturales, políticos).
El tema de la expresión
Durante décadas los comentarios sobre
las obras de arte encontraron en su carácter “expresivo” la naturaleza misma de
aquello que juzgaban. Como suele ocurrir en casos similares, los diversos
autores que recurrieron al término no lo hicieron siempre de la misma manera, y
en la heterogeneidad y las variantes se mezclan observaciones absolutamente
pueriles con otras que se muestran mucho más profundas e interesantes. En
cualquier caso, lo que aquí interesa es el problema en su conjunto, aunque vale
la pena alertar desde el comienzo que con el afán de postular un eje integrador
inevitablemente se simplifica y pulen las variaciones de una problemática
heterogénea que bien podrá seguir siendo analizada en trabajos futuros.
Interesa, además, en la certidumbre
de que la centralidad del aspecto “expresivo” de la obra de arte se relaciona
con otra serie de conceptos ya habituales (obra, autor, estilo, emoción,
talento, etc.) que constituyen, de una manera muchas veces imprecisa, una ideología.
Y no se trata de una cosmovisión menor, sino de una ideología cuyo nacimiento
puede encontrarse en la Europa de hace más de dos siglos y cuyas
huellas firmes y evidentes llegan hasta hoy.
La expansión de una teoría literaria
renovada y con afán de rigor a lo largo del siglo XX, en el seno del conjunto
de unas ciencias sociales en transformación, ha atacado con fuerza tales ideas
y ha levantado el combate contra la “ideología de la expresión” como uno de los
puntos centrales de su programa de investigación. No obstante, a veces -con
intención o sin ella- ha sabido (o debido) también alimentarse de ese cúmulo de
apreciaciones.
Siguiendo esta indicación sería
interesante historizar y contextualizar las diferentes apropiaciones y usos que
se han hecho del término “estilística”. Por ejemplo, desde Charles Bally
-discípulo de Ferdinand de Saussure- y el formalismo ruso, hasta llegar a su
versión estructuralista, pasando antes por figuras centrales dentro de los
modernos estudios literarios de tradición española como Amado y Dámaso Alonso.
De acuerdo a cómo se la mire, se
trata de una pelea ya concluida o en pleno desarrollo. Esto es así según dónde
se fije la perspectiva. Por un lado, en la opinión dominante dentro de los
ámbitos académicos y especializados. Por otro, en los amplios territorios que
ocupan los medios de la comunicación masiva y la industria cultural, que
parecen ser los herederos del conjunto de tópicos que alguna vez emergieron con
el Romanticismo rodeados de brillos revolucionarios.
En su célebre artículo, originalmente
una ponencia de congreso, denominado “¿Qué es un autor?”, el pensador francés
Michel Foucault (Poitiers, 15 de octubre de 1926 - París, 25 de junio de 1984)
enfatiza en su introducción:
En primer lugar se puede decir que la escritura de hoy se ha liberado
del tema de la expresión:
no se refiere más que a sí misma, y sin embargo ella no está atrapada en la
forma de la interioridad, se identifica con su propia exterioridad desplegada.
Y agrega un poco después:
En la escritura no se trata de la manifestación o de la exaltación del
gesto de escribir, no se trata de prender a un sujeto con alfileres en un
lenguaje, se trata de la abertura de un espacio en el que el sujeto que escribe
no cesa de desaparecer.
Con estas afirmaciones, Foucault
sintetiza uno de los esfuerzos centrales que ha caracterizado a los estudios
sobre el arte y la literatura a lo largo del siglo veinte, y que se fueron
afianzando con posterioridad a la extensión de los conceptos básicos acuñados
por los formalitas rusos, la lingüística y la irrupción de las corrientes
estructuralista y posestructuralista. Sintéticamente: el desplazamiento de la
idea del sujeto creador como origen y fundamento del fenómeno artístico o
literario. Se trata, sin duda, de una verdadera revolución copernicana, más
allá de los agregados que puedan (y deban) hacerse a esta primera conclusión.
Es imposible y errado aseverar que
tal noción de sujeto, incluso en su formulación más crudamente ideológica, ha
desaparecido del mundo el arte y de la literatura. Sin embargo, sin duda sí lo
ha hecho en el campo del análisis y la crítica, al menos en relación a aquellos
autores y obras que desde comienzos del siglo XX se desempeñan con cierto rigor
metodológico y verdadero afán comprensivo. Dicho en otras palabras: es posible
que puedan anotarse todavía en la columna del “tema de la expresión” una cierta
cantidad de escritos sobre la literatura y el arte producidos en el interior de
las universidades de todo el planeta. Pero, sin duda, los mismos ocupan hoy una
zona no hegemónica y carente de atractivo e interés, menospreciada por la
mayoría de los estudiantes avanzados, profesores e investigadores.
Si las ideas de “creador” y “genio”
no terminaron de evaporarse (a veces incluso se muestran robustecidas) es
porque su descendencia desde la cuna romántica ha prendido de una manera
devaluada, aunque todavía fuertemente operativa, a través de los medios de
comunicación masiva y la industria cultural. Esto es así, aunque los
territorios que los medios comerciales reservan al arte y la “cultura” hace
tiempo que también han sido permeados por las convicciones que habitan las
aulas universitarias. Un solo ejemplo sirve como ilustración general:
Patricia Somoza: Ya que hablamos de autores,
y volviendo a la escena actual, ¿qué está pasando con la noción de autor?
Porque con las posibilidades técnicas que ofrecen Internet y los nuevos medios
(la facilidad del “corto y pego”, la disponibilidad de los textos), la idea de
autor parece estar en cuestión, al menos en lo que se refiere a la propiedad
intelectual.
Ricardo Piglia: Yo veo ahí un punto de
transformación posible. Porque esta nueva situación pone en escena una
contradicción que está presente pero que apenas percibimos, que es el hecho de
que en el lenguaje no hay propiedad privada. Es la sociedad la que luego define
la propiedad, y define también la literatura, que es un uso privado del
lenguaje. La escritura está ligada a esa cuestión desde su origen. Son las
relaciones de propiedad las que están ahora en cuestión y parecen entrar en una
nueva etapa.
(Tomado del reportaje publicado en ADNCultura, revista del
diario La Nación, en la ciudad de Buenos Aires el sábado 19 de
abril de 2008.)
Foucault indica que se trata de un
sujeto que “no cesa de desaparecer”, con lo cual, dándole continuidad al
proceso, enfatiza de alguna manera su permanencia o, como prefiere demostrarlo
el propio Foucault en el desarrollo del artículo mencionado, su transformación.
El corolario obtenido como moraleja
de “¿Qué es un autor?” es que el espacio de la subjetividad en la escritura, al
parecer, no puede ser desterrado de manera radical, porque se trata de una
necesidad de la escritura misma. El sujeto se vuelve entonces función,
efecto de escritura. Se convierte en un recurso o una suma de operatividades
que la literatura puede tomar, engordar o abandonar según le convenga
“estratégicamente”, de acuerdo al género, el modo y el punto de vista de la
narración, la corriente o escuela literaria que se integre, etcétera.
La problemática que rodea al “tema de
la expresión” tiene para Foucault un cierto contexto histórico natural, que lo
ata principalmente a las ideas de autor y propiedad (intelectual):
En nuestra civilización, no son
siempre los mismos textos los que han pedido recibir una atribución. Hubo un
tiempo en que esos textos que hoy llamaríamos “literarios” (relatos, cuentos,
epopeyas, tragedias, comedias) eran recibidos, puestos en circulación,
valorizados, sin que se planteara la cuestión de su autor; su anonimato no
ocasionaba dificultades, su antigüedad, verdadera o supuesta, era suficiente
garantía para ellos.
Con el discurso científico sucedía lo
opuesto de lo que pasaba con la “literatura” de aquellos tiempos. En la
Edad Media, las necesarias fórmulas del tipo “Plinio cuenta” o “Hipócrates
dijo”, más allá de constituir figuras de autoridad, eran indicios que
certificaban que los conocimientos divulgados en tales escritos, a través del
nombre de su autor, estaban debidamente “probados”. Así, sostiene Foucault:
En el siglo XVII o en el XVIII se produjo un quiasmo: los discursos
científicos comenzaron a ser recibidos por ellos mismos, en el anonimato de una
verdad establecida o siempre nuevamente demostrable; están garantizados por su
pertenencia a un conjunto sistemático, y no por referencia al individuo que los
ha producido. La función autor se borra (…);
en cambio
Los discursos “literarios” sólo pueden recibirse dotados de la función
autor; a todo texto de poesía o de ficción se le preguntará de dónde viene,
quién lo escribió, cuándo, en qué circunstancias o a partir de qué proyecto. El
sentido que se le otorga, el estatuto o el valor que se le reconozca dependen
de la manera en que se responda a estas preguntas. (…)
El anonimato literario nos resulta insoportable, sólo lo aceptamos como
enigma.
Queda claro, en consecuencia, que
Foucault describe una mutación -la de las nociones de “autor” y “sujeto”- en
términos histórico-culturales. Se trata de “necesidades” de los discursos que
caracterizan momentos específicos de la historia humana y por ella son
determinados social y culturalmente, aunque no de un modo directo e inmediato.
Roland Barthes (Cherburgo, Francia,
12 de noviembre de 1915 - París, 25 de marzo de 1980), en el artículo “La
muerte del autor” (en El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós,
1987, pp. 65-71), publicado originalmente en la revista Manteia en
1968, examina estas mismas nociones desde una perspectiva similar a la de
Foucault. No obstante, hay algunas acotaciones interesantes y necesarias para
realizar. Lo primero para resaltar es que Barthes no da por “terminada” la
guerra contra la figura del autor e indica la importancia que tiene este
concepto en las estimaciones más populares y generalizadas de la literatura y
el arte:
Aún impera el autor en los manuales de historia literaria, las
biografías de escritores, las entrevistas de revista, y hasta en la misma
conciencia de los literatos, que tienen buen cuidado de reunir su persona con
su obra gracias al diario íntimo; la imagen de la literatura que es posible
encontrar en la cultura común tiene su centro, tiránicamente, en el autor.
No podría ser de otra forma. De
acuerdo con Barthes, el autor es esencialmente un “personaje moderno”,
Producto indudablemente de nuestra sociedad, en la medida en que ésta,
al salir de la Edad Media y gracias al empirismo inglés, el
racionalismo francés y la fe personal de la Reforma, descubre el prestigio
del individuo o, dicho de otra manera más noble, de la “persona humana”. Es
lógico por lo tanto que en materia de literatura sea el positivismo, resumen y
resultado de la ideología capitalista, el que haya concedido la máxima
importancia a la “persona” del autor.
Como puede juzgarse en la cita, la
fusión histórico-cultural que nutre las raíces del “autor” de la que habla
Barthes se vincula directamente con el recorrido indicado por Foucault. De
cualquier modo, aquí interesa resaltar que, en tanto la figura del autor y el
“tema de la expresión” ligado a él siguen vivos y además ciertas corrientes de
la teoría literaria y la lingüística han decretado ya su muerte, queda
planteado un combate ideológico (y práctico) en torno a dichos conceptos. El
término “práctico” refiere a que la pelea no es una mera abstracción, sino que
se desarrolla en las formas en que se enseña a leer (qué, cómo hacerlo): en los
diversos niveles educativos, en las revistas, los suplementos culturales de los
diarios comerciales y el conjunto de los medios de comunicación de masas, la
oferta editorial...
Al igual que Foucault, Barthes indica
el carácter “moderno” (su necesidad) del autor, como un movimiento antinatural
en el sentido en que opera contra la “esencia” misma (su materialidad) de la
actividad de la escritura. Ésta constituye una acción que, ni bien se realiza,
determina que “la voz pierda su origen” y, en consecuencia, “el autor entra en
su propia muerte”. El “origen” de la escritura marca extensivamente la muerte
del autor.
Barthes indica que en las sociedades antiguas
aquel que recitaba o narraba era un mediador, de quien se podía admirar su
capacidad técnica o escénica, pero jamás describir en términos de su
“genialidad”. La Edad Moderna se ha movido en el sentido contrario y
ha acuñado la imagen del “autor” en consonancia con el desarrollo de las ideas
de “sujeto” y “propiedad”.
Buena parte de la literatura
contemporánea, sigue Barthes, de Stephane Mallarmé a los surrealistas y Bertolt
Brecht, denuncia el carácter arbitrario y artificial de tal construcción, y
muestra hasta qué punto “el escritor se limita a imitar un gesto siempre
anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las
escrituras”.
Jorge Luis Borges (escritor valorado
por los estructuralistas por su capacidad para exponer esta problemática)
recorre este tópico en muchos de sus relatos, poemas y ensayos. “Pierre Menard,
autor del Quijote”, perteneciente al volumen Ficciones, es una
pieza clave y magistral en ese sentido.
La imposición moderna que hace un
siglo comenzó a derrumbarse es la de, en apariencia, la dupla Obra-Autor, que
Barthes describe en términos de una tríada precisamente por el rol fundamental
que juega el Crítico en la tarea de levantar y apuntalar los términos
anteriores. Barthes concluye:
Una vez alejado el Autor, se vuelve inútil la pretensión de “descifrar”
un texto. Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un
significado último, cerrar la escritura: esta concepción le viene muy bien a la
crítica (…);
entonces:
No hay nada asombroso en el hecho de que, históricamente, el imperio del
Autor haya sido también el del Crítico, ni tampoco en el hecho de que la
crítica (por nueva que sea) caiga desmantelada a la vez que el Autor.
Barthes sostiene, finalmente, que la
muerte del autor es también la de la crítica y la de la obra. Este último
concepto será reemplazado por la noción de “texto”, con sus resonancias
múltiples, y un nuevo rol le tocará ocupar al Lector. Ya no se trata de un
lector-reproductor, pasivo, atado a la servidumbre del autor, y cuya sola tarea
consiste en “entender” aquello que el autor “quiso decir” y que el Crítico -par
del Autor- se ocupa de “traducir” cuando se presentan dificultades. Es el turno
ahora de un lector-productor, activo. Habría que decir también un lector
hipotético, virtual, deseable antes que real, que podrá al fin
nacer y proyectarse en un futuro por hacer.
En el final, el artículo de Barthes
toma las formas de intervención de un verdadero manifiesto. El texto, la
escritura, son términos que adquieren para Barthes una dimensión
“revolucionaria” en tanto y en cuanto liberan al sentido de dios, la razón, la
ciencia y la ley. En todo caso, si del derrumbe puede ser salvada, la crítica
lo hará deviniendo trabajo crítico, es decir una práctica intensiva y
entusiasta de la infinita capacidad de la lectura.
El filósofo germano adscrito a la
corriente neokantiana, Ernst Cassirer (Breslau, Alemania, 1874 - Princeton,
Nueva York, 1945), entre 1919 y 1923 dio a conocer su obra principal
llamada Filosofía de las formas simbólicas. Más tarde, cuando
obligadamente debió exiliarse en Inglaterra a comienzos de los años cuarenta,
fue resumida bajo el título de Antropología filosófica (México,
Fondo de Cultura Económica, 1977). En ese volumen Cassirer dedica un capítulo
especial, “El arte”, a reseñar las particularidades del símbolo artístico.
Comienza estableciendo que se debe a
Immanuel Kant, a través de su Crítica del juicio, la primera
aportación de una prueba clara y concluyente acerca de la autonomía del arte.
Cassirer sostiene que todos los intentos anteriores, en primer lugar el de
Alejandro Baumgarten, se quedaron a mitad del camino que Kant se atrevería
finalmente a recorrer por completo. Con anterioridad a Kant, los juicios sobre
las obras de arte en realidad no eran tales, puesto que en última instancia
siempre se apoyaban sobre cuestiones del orden de la moral o del conocimiento
práctico del mundo. Por lo tanto, estaban destinados a sobrevivir de una manera
subordinada.
Cassirer sostiene que las teorías
sobre el origen del lenguaje se reducen en última instancia a dos, que él
denomina onomatopéyica y expresiva. Si se sigue la primera, se obtiene como
resultado que el género humano habría desarrollado la capacidad de lenguaje
copiando los sonidos del mundo. Así, al imitar el viento, el correr del agua,
los aullidos, refunfuños y gorjeos de los animales, el hombre habría ido
desarrollando su capacidad de articular sonidos.
Si se sigue la segunda, lo propio del
hombre sería su capacidad de emoción, de asombro, de que en su interior se
generen estados de alma que, de tan intensos, fueron obligando al propio cuerpo
a “generar” los instrumentos que hicieran manifiesta esa rica interioridad. El
lenguaje habría encontrado su nacimiento en formulaciones cercanas a las
interjecciones. Pues bien, sostiene Cassirer, esa doble vía es la que también
ha desarrollado la filosofía del arte:
El lenguaje y el arte oscilan, constantemente, entre dos polos opuestos,
uno objetivo y otro subjetivo. Ninguna teoría del lenguaje o del arte puede
olvidar o suprimir uno de estos polos, aunque puede hacer hincapié en uno o en
otro.
El denominado polo objetivo se apoya,
en un sentido general y más allá de los matices, en la categoría de imitación (mimesis).
Como tal fue conceptualizada por Aristóteles y así llega hasta la actualidad:
el fin del arte es la copia de todo aquello que nos rodea, mejor arte será el
que desenvuelva una capacidad más fina y acabada de la imitación.
De acuerdo con Cassirer, “la teoría
general de la imitación pareció mantenerse firme y resistir todos los ataques
hasta la primera mitad del siglo XVIII”. Vale la pena subrayar la cercanía de
las fechas propuestas por Cassirer y aquellas citadas de Foucault en cuanto a
la inversión de la categoría de “autor” en lo que respecta a las series
científica y estética. La figura donde puede verse el quiebre es el pensador
francés Jean-Jacques Rousseau, para quien “el arte no es una descripción o
reproducción del mundo empírico sino una superabundancia de emociones y
pasiones”.
De inmediato suma al de Rousseau los
apellidos de Herder y el Goethe de 1773, “el de su juvenil período de Sturm
und Drang”; un poco después otros nombres y obras se agregarán a este
listado: Benedetto Croce, Wordsworth, Fichte, Schelling, Nietzsche y las
concepciones románticas en general.
Cassirer condensa en una serie de
citas la perspectiva subjetiva que enhebra a un conjunto de pensadores a veces
muy alejados en el tiempo y la geografía. Los ejemplos centrales que Cassirer
acerca giran en torno a las teorías románticas; la explicación estaría dada por
la necesidad histórica de enfrentar las teorías intelectualistas y
racionalistas del arte de las cuales el neoclasicismo europeo ofrece su mejor
ilustración. Frente a quienes pretendieron convertir a “la obra de arte en un
problema aritmético, que tiene que ser resuelto por una especie de regla de
tres”, la reacción romántica no puede caracterizarse sino como un impulso justo
y benéfico, razona Cassirer; sin embargo, la reacción rápidamente fue capturada
por un error similar que la llevó pasarse al otro extremo.
Para ilustrar su punto de vista,
Cassirer hace referencia a los escritos del romántico alemán Friedrich Schlegel:
El comienzo de toda poesía consiste en abolir la ley y el método de la
razón, que procede racionalmente, y en sumergirnos, una vez más, en la
arrebatadora confusión de la fantasía, en el caos original de la naturaleza
humana.
Tratando de apuntalar esa misma
aseveración, cita también a continuación al filósofo “vitalista” Henri Bergson:
El sentimiento de lo bello no es un sentimiento específico… todo
sentimiento experimentado por nosotros asumirá un carácter estético siempre que
haya sido sugerido y no causado… Así pues, tenemos distintas fases en el
progreso de un sentimiento estético como en el estado de hipnotismo…
Sin embargo, la idea central que
Cassirer abona y sobre la que insiste es la imposibilidad de un pensamiento
puro y ortodoxamente subjetivista, puesto que siempre se muestran como
partícipes del fenómeno artístico otros componentes (el mundo, el material con
el que se trabaja…) que tensan la experiencia estética en el sentido contrario
y obligan a pensar en términos de síntesis. Porque “el arte es expresivo, mas
no puede ser expresivo sin ser formativo, y este proceso formativo se lleva a
cabo en un determinado medio físico”, argumenta Cassirer. De igual modo, el
arte es la expresión de una cierta racionalidad, pero este principio de razón
se muestra de una forma específica: se trata de una racionalidad de la
forma.
A manera de resumen y conclusión,
habría que señalar que el subjetivismo, y el conjunto de ideas que
esta denominación arrastra consigo, del mismo modo que el objetivismo aplicado
al arte, sólo acercan al pensamiento verdades parciales, modos mutilados de la
comprensión del fenómeno estético. Por esta razón, Cassirer ofrece su teoría
del símbolo a la manera de una síntesis que permitiría reunir de modo superador
los aciertos e iluminaciones de cada uno de esos dos polos en la amalgama de la
forma.
En uno de los textos que podrán
leerse a continuación, el perteneciente a Oscar Wilde, puede encontrarse una
definición del arte como “la natural expresión de la interioridad de un ser
excepcional”, que se ajusta de manera plena a la ideología estética descrita
como constitutiva de la esfera del arte moderno. Sin embargo, habría que
agregar como conclusión y cierre, que el “sujeto artista” no sólo es
“excepcional” por sus características de genio que lo apartan del común de los
mortales, por la intuición de la forma cuya sutil apreciación le pertenece por
naturaleza, sino también porque hace a su excepcionalidad la de ser el
encargado de sintetizar la cultura de un pueblo.
Durante el Romanticismo, los grandes
pensadores y artistas alemanes y franceses no sólo cantaron loas al genio y la
trascendental espiritualidad. Además, también rastrearon en los orígenes mismos
de la historia humana los modos en que la sabiduría y los sentimientos de las
naciones, las regiones y los pueblos encontraron la vía para su plasmación
simbólica en la voz de los cantores y las palabras de los poetas, en los
colores y las líneas que traman los pintores y en los sonidos armónicos que
hilvanan los músicos.
Así, el “tema de la expresión” excede
los límites del sujeto para dar cuenta de la subjetividad en un plano y una
proporción mayor para que la ideología se vuelva “idiosincracia”, modo de ser
comunitario del cual el artista se convierte en testigo, depositario y
revelador (tal el modo en que se descubre su ser creador), fusión simbólica de
tiempo y espacio, mitología.
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