miércoles, 29 de abril de 2020

Séptima clase teórica


Esta clase está dedicada a repasar una serie de conceptos que se juzgan centrales en relación a la reconsideración de la literatura y el arte como “expresión” a partir de las ideas vertidas por la escuelas estructuralista y posestructuralista europeas, en particular a partir de dos de sus autores principales: Roland Barthes y Michel Foucault. A éste se debe el sintagma “tema de la expresión” que se ha utilizado para el título general y sobre el que se vuelve una y otra vez a lo largo de las páginas que siguen.
También, a modo de ilustración, incluimos “Pierre Menard, autor del Quijote”, ficción clásica de Jorge Luis Borges que en las clases iniciales les habíamos pedido que tuvieran bien leída.
Se ha obviado en este caso subrayar el cambio profundo que, desde comienzos del siglo veinte, introdujo la llamada escuela de los formalistas rusos al atacar las estéticas y estimaciones de cuño biografista. Los formalistas pusieron el foco de los estudios literarios en aquello que bautizaron “literaturidad”, y cuya primera función estratégica (y definitiva en el plano teórico y metodológico) fue la de hacer retroceder las nociones de sujeto, época y geografía a las que los fenómenos estéticos se encontraban subordinados a la hora de su análisis y valoración empobrecedores.
Para no abundar más al respecto, basta señalar aquí que en su célebre artículo “Lingüística y poética”, el ruso Roman Jakobson (Moscú, Rusia, 1896 - Boston, Estados Unidos, 1982) traza el mapa de las funciones del lenguaje. Su objetivo era liberar a la función poética (aquella que coloca en el primer plano el predominio de las estructuras del propio mensaje) de las funciones expresiva y referencial (correspondientes a los componentes comunicativos del emisor y el referente o mundo, respectivamente). Basta recorrer los “debates” estéticos reproducidos por los medios masivos comerciales -y no sólo ellos- para observar hasta qué punto la lección de Jakobson sigue sin ser bien aprendida. Aún se insiste en juzgar a los productos del arte y la literatura en relación a su “fuerza expresiva” o su capacidad de dar “testimonio de su época”.

El “cruce” que se establece entre las ideas de los investigadores franceses con las del filósofo alemán Ernst Cassirer, anterior a ellos, busca demostrar hasta qué punto se trata de una problemática extendida en el tiempo: los acentos disciplinarios y las múltiples resonancias continúan vivas y “actuantes”. Esta continuidad se puede observar en ese reportaje televisivo que se emitió anoche, en la página cultural del diario que se ha leído hace un rato o en el enfoque elegido por un manual escolar que quizás sea el único acceso “crítico” a la literatura que tendrán en su vida cientos de miles de estudiantes de la escuela primaria y media.

Robándole ahora las palabras a Barthes, podría decirse que, precisamente porque se trata de una cuestión ideológica, un modo de percibir el mundo, se trata también de una pelea que enfrenta conceptos, metodologías y programas completos (literarios, estéticos, culturales, políticos).

El tema de la expresión

Durante décadas los comentarios sobre las obras de arte encontraron en su carácter “expresivo” la naturaleza misma de aquello que juzgaban. Como suele ocurrir en casos similares, los diversos autores que recurrieron al término no lo hicieron siempre de la misma manera, y en la heterogeneidad y las variantes se mezclan observaciones absolutamente pueriles con otras que se muestran mucho más profundas e interesantes. En cualquier caso, lo que aquí interesa es el problema en su conjunto, aunque vale la pena alertar desde el comienzo que con el afán de postular un eje integrador inevitablemente se simplifica y pulen las variaciones de una problemática heterogénea que bien podrá seguir siendo analizada en trabajos futuros.

Interesa, además, en la certidumbre de que la centralidad del aspecto “expresivo” de la obra de arte se relaciona con otra serie de conceptos ya habituales (obra, autor, estilo, emoción, talento, etc.) que constituyen, de una manera muchas veces imprecisa, una ideología. Y no se trata de una cosmovisión menor, sino de una ideología cuyo nacimiento puede encontrarse en la Europa de hace más de dos siglos y cuyas huellas firmes y evidentes llegan hasta hoy.

La expansión de una teoría literaria renovada y con afán de rigor a lo largo del siglo XX, en el seno del conjunto de unas ciencias sociales en transformación, ha atacado con fuerza tales ideas y ha levantado el combate contra la “ideología de la expresión” como uno de los puntos centrales de su programa de investigación. No obstante, a veces -con intención o sin ella- ha sabido (o debido) también alimentarse de ese cúmulo de apreciaciones.

Siguiendo esta indicación sería interesante historizar y contextualizar las diferentes apropiaciones y usos que se han hecho del término “estilística”. Por ejemplo, desde Charles Bally -discípulo de Ferdinand de Saussure- y el formalismo ruso, hasta llegar a su versión estructuralista, pasando antes por figuras centrales dentro de los modernos estudios literarios de tradición española como Amado y Dámaso Alonso.

De acuerdo a cómo se la mire, se trata de una pelea ya concluida o en pleno desarrollo. Esto es así según dónde se fije la perspectiva. Por un lado, en la opinión dominante dentro de los ámbitos académicos y especializados. Por otro, en los amplios territorios que ocupan los medios de la comunicación masiva y la industria cultural, que parecen ser los herederos del conjunto de tópicos que alguna vez emergieron con el Romanticismo rodeados de brillos revolucionarios.

En su célebre artículo, originalmente una ponencia de congreso, denominado “¿Qué es un autor?”, el pensador francés Michel Foucault (Poitiers, 15 de octubre de 1926 - París, 25 de junio de 1984) enfatiza en su introducción:

En primer lugar se puede decir que la escritura de hoy se ha liberado del tema de la expresión: no se refiere más que a sí misma, y sin embargo ella no está atrapada en la forma de la interioridad, se identifica con su propia exterioridad desplegada.

Y agrega un poco después: 

En la escritura no se trata de la manifestación o de la exaltación del gesto de escribir, no se trata de prender a un sujeto con alfileres en un lenguaje, se trata de la abertura de un espacio en el que el sujeto que escribe no cesa de desaparecer.

Con estas afirmaciones, Foucault sintetiza uno de los esfuerzos centrales que ha caracterizado a los estudios sobre el arte y la literatura a lo largo del siglo veinte, y que se fueron afianzando con posterioridad a la extensión de los conceptos básicos acuñados por los formalitas rusos, la lingüística y la irrupción de las corrientes estructuralista y posestructuralista. Sintéticamente: el desplazamiento de la idea del sujeto creador como origen y fundamento del fenómeno artístico o literario. Se trata, sin duda, de una verdadera revolución copernicana, más allá de los agregados que puedan (y deban) hacerse a esta primera conclusión.

Es imposible y errado aseverar que tal noción de sujeto, incluso en su formulación más crudamente ideológica, ha desaparecido del mundo el arte y de la literatura. Sin embargo, sin duda sí lo ha hecho en el campo del análisis y la crítica, al menos en relación a aquellos autores y obras que desde comienzos del siglo XX se desempeñan con cierto rigor metodológico y verdadero afán comprensivo. Dicho en otras palabras: es posible que puedan anotarse todavía en la columna del “tema de la expresión” una cierta cantidad de escritos sobre la literatura y el arte producidos en el interior de las universidades de todo el planeta. Pero, sin duda, los mismos ocupan hoy una zona no hegemónica y carente de atractivo e interés, menospreciada por la mayoría de los estudiantes avanzados, profesores e investigadores.

Si las ideas de “creador” y “genio” no terminaron de evaporarse (a veces incluso se muestran robustecidas) es porque su descendencia desde la cuna romántica ha prendido de una manera devaluada, aunque todavía fuertemente operativa, a través de los medios de comunicación masiva y la industria cultural. Esto es así, aunque los territorios que los medios comerciales reservan al arte y la “cultura” hace tiempo que también han sido permeados por las convicciones que habitan las aulas universitarias. Un solo ejemplo sirve como ilustración general:

Patricia SomozaYa que hablamos de autores, y volviendo a la escena actual, ¿qué está pasando con la noción de autor? Porque con las posibilidades técnicas que ofrecen Internet y los nuevos medios (la facilidad del “corto y pego”, la disponibilidad de los textos), la idea de autor parece estar en cuestión, al menos en lo que se refiere a la propiedad intelectual.

Ricardo Piglia: Yo veo ahí un punto de transformación posible. Porque esta nueva situación pone en escena una contradicción que está presente pero que apenas percibimos, que es el hecho de que en el lenguaje no hay propiedad privada. Es la sociedad la que luego define la propiedad, y define también la literatura, que es un uso privado del lenguaje. La escritura está ligada a esa cuestión desde su origen. Son las relaciones de propiedad las que están ahora en cuestión y parecen entrar en una nueva etapa.

(Tomado del reportaje publicado en ADNCultura, revista del diario La Nación, en la ciudad de Buenos Aires el sábado 19 de abril de 2008.)

Foucault indica que se trata de un sujeto que “no cesa de desaparecer”, con lo cual, dándole continuidad al proceso, enfatiza de alguna manera su permanencia o, como prefiere demostrarlo el propio Foucault en el desarrollo del artículo mencionado, su transformación.

El corolario obtenido como moraleja de “¿Qué es un autor?” es que el espacio de la subjetividad en la escritura, al parecer, no puede ser desterrado de manera radical, porque se trata de una necesidad de la escritura misma. El sujeto se vuelve entonces función, efecto de escritura. Se convierte en un recurso o una suma de operatividades que la literatura puede tomar, engordar o abandonar según le convenga “estratégicamente”, de acuerdo al género, el modo y el punto de vista de la narración, la corriente o escuela literaria que se integre, etcétera.

La problemática que rodea al “tema de la expresión” tiene para Foucault un cierto contexto histórico natural, que lo ata principalmente a las ideas de autor y propiedad (intelectual):

En nuestra civilización, no son siempre los mismos textos los que han pedido recibir una atribución. Hubo un tiempo en que esos textos que hoy llamaríamos “literarios” (relatos, cuentos, epopeyas, tragedias, comedias) eran recibidos, puestos en circulación, valorizados, sin que se planteara la cuestión de su autor; su anonimato no ocasionaba dificultades, su antigüedad, verdadera o supuesta, era suficiente garantía para ellos.

Con el discurso científico sucedía lo opuesto de lo que pasaba con la “literatura” de aquellos tiempos. En la Edad Media, las necesarias fórmulas del tipo “Plinio cuenta” o “Hipócrates dijo”, más allá de constituir figuras de autoridad, eran indicios que certificaban que los conocimientos divulgados en tales escritos, a través del nombre de su autor, estaban debidamente “probados”. Así, sostiene Foucault:

En el siglo XVII o en el XVIII se produjo un quiasmo: los discursos científicos comenzaron a ser recibidos por ellos mismos, en el anonimato de una verdad establecida o siempre nuevamente demostrable; están garantizados por su pertenencia a un conjunto sistemático, y no por referencia al individuo que los ha producido. La función autor se borra (…);

en cambio

Los discursos “literarios” sólo pueden recibirse dotados de la función autor; a todo texto de poesía o de ficción se le preguntará de dónde viene, quién lo escribió, cuándo, en qué circunstancias o a partir de qué proyecto. El sentido que se le otorga, el estatuto o el valor que se le reconozca dependen de la manera en que se responda a estas preguntas. (…)

El anonimato literario nos resulta insoportable, sólo lo aceptamos como enigma.

Queda claro, en consecuencia, que Foucault describe una mutación -la de las nociones de “autor” y “sujeto”- en términos histórico-culturales. Se trata de “necesidades” de los discursos que caracterizan momentos específicos de la historia humana y por ella son determinados social y culturalmente, aunque no de un modo directo e inmediato.

Roland Barthes (Cherburgo, Francia, 12 de noviembre de 1915 - París, 25 de marzo de 1980), en el artículo “La muerte del autor” (en El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós, 1987, pp. 65-71), publicado originalmente en la revista Manteia en 1968, examina estas mismas nociones desde una perspectiva similar a la de Foucault. No obstante, hay algunas acotaciones interesantes y necesarias para realizar. Lo primero para resaltar es que Barthes no da por “terminada” la guerra contra la figura del autor e indica la importancia que tiene este concepto en las estimaciones más populares y generalizadas de la literatura y el arte:

Aún impera el autor en los manuales de historia literaria, las biografías de escritores, las entrevistas de revista, y hasta en la misma conciencia de los literatos, que tienen buen cuidado de reunir su persona con su obra gracias al diario íntimo; la imagen de la literatura que es posible encontrar en la cultura común tiene su centro, tiránicamente, en el autor.

No podría ser de otra forma. De acuerdo con Barthes, el autor es esencialmente un “personaje moderno”,

Producto indudablemente de nuestra sociedad, en la medida en que ésta, al salir de la Edad Media y gracias al empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de la Reforma, descubre el prestigio del individuo o, dicho de otra manera más noble, de la “persona humana”. Es lógico por lo tanto que en materia de literatura sea el positivismo, resumen y resultado de la ideología capitalista, el que haya concedido la máxima importancia a la “persona” del autor.

Como puede juzgarse en la cita, la fusión histórico-cultural que nutre las raíces del “autor” de la que habla Barthes se vincula directamente con el recorrido indicado por Foucault. De cualquier modo, aquí interesa resaltar que, en tanto la figura del autor y el “tema de la expresión” ligado a él siguen vivos y además ciertas corrientes de la teoría literaria y la lingüística han decretado ya su muerte, queda planteado un combate ideológico (y práctico) en torno a dichos conceptos. El término “práctico” refiere a que la pelea no es una mera abstracción, sino que se desarrolla en las formas en que se enseña a leer (qué, cómo hacerlo): en los diversos niveles educativos, en las revistas, los suplementos culturales de los diarios comerciales y el conjunto de los medios de comunicación de masas, la oferta editorial...

Al igual que Foucault, Barthes indica el carácter “moderno” (su necesidad) del autor, como un movimiento antinatural en el sentido en que opera contra la “esencia” misma (su materialidad) de la actividad de la escritura. Ésta constituye una acción que, ni bien se realiza, determina que “la voz pierda su origen” y, en consecuencia, “el autor entra en su propia muerte”. El “origen” de la escritura marca extensivamente la muerte del autor.
 Barthes indica que en las sociedades antiguas aquel que recitaba o narraba era un mediador, de quien se podía admirar su capacidad técnica o escénica, pero jamás describir en términos de su “genialidad”. La Edad Moderna se ha movido en el sentido contrario y ha acuñado la imagen del “autor” en consonancia con el desarrollo de las ideas de “sujeto” y “propiedad”.

Buena parte de la literatura contemporánea, sigue Barthes, de Stephane Mallarmé a los surrealistas y Bertolt Brecht, denuncia el carácter arbitrario y artificial de tal construcción, y muestra hasta qué punto “el escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las escrituras”.

Jorge Luis Borges (escritor valorado por los estructuralistas por su capacidad para exponer esta problemática) recorre este tópico en muchos de sus relatos, poemas y ensayos. “Pierre Menard, autor del Quijote”, perteneciente al volumen Ficciones, es una pieza clave y magistral en ese sentido.

La imposición moderna que hace un siglo comenzó a derrumbarse es la de, en apariencia, la dupla Obra-Autor, que Barthes describe en términos de una tríada precisamente por el rol fundamental que juega el Crítico en la tarea de levantar y apuntalar los términos anteriores. Barthes concluye:

Una vez alejado el Autor, se vuelve inútil la pretensión de “descifrar” un texto. Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura: esta concepción le viene muy bien a la crítica (…);

entonces:

No hay nada asombroso en el hecho de que, históricamente, el imperio del Autor haya sido también el del Crítico, ni tampoco en el hecho de que la crítica (por nueva que sea) caiga desmantelada a la vez que el Autor.

Barthes sostiene, finalmente, que la muerte del autor es también la de la crítica y la de la obra. Este último concepto será reemplazado por la noción de “texto”, con sus resonancias múltiples, y un nuevo rol le tocará ocupar al Lector. Ya no se trata de un lector-reproductor, pasivo, atado a la servidumbre del autor, y cuya sola tarea consiste en “entender” aquello que el autor “quiso decir” y que el Crítico -par del Autor- se ocupa de “traducir” cuando se presentan dificultades. Es el turno ahora de un lector-productor, activo. Habría que decir también un lector hipotético, virtual, deseable antes que real, que podrá al fin nacer y proyectarse en un futuro por hacer.

En el final, el artículo de Barthes toma las formas de intervención de un verdadero manifiesto. El texto, la escritura, son términos que adquieren para Barthes una dimensión “revolucionaria” en tanto y en cuanto liberan al sentido de dios, la razón, la ciencia y la ley. En todo caso, si del derrumbe puede ser salvada, la crítica lo hará deviniendo trabajo crítico, es decir una práctica intensiva y entusiasta de la infinita capacidad de la lectura.

El filósofo germano adscrito a la corriente neokantiana, Ernst Cassirer (Breslau, Alemania, 1874 - Princeton, Nueva York, 1945), entre 1919 y 1923 dio a conocer su obra principal llamada Filosofía de las formas simbólicas. Más tarde, cuando obligadamente debió exiliarse en Inglaterra a comienzos de los años cuarenta, fue resumida bajo el título de Antropología filosófica (México, Fondo de Cultura Económica, 1977). En ese volumen Cassirer dedica un capítulo especial, “El arte”, a reseñar las particularidades del símbolo artístico.

Comienza estableciendo que se debe a Immanuel Kant, a través de su Crítica del juicio, la primera aportación de una prueba clara y concluyente acerca de la autonomía del arte. Cassirer sostiene que todos los intentos anteriores, en primer lugar el de Alejandro Baumgarten, se quedaron a mitad del camino que Kant se atrevería finalmente a recorrer por completo. Con anterioridad a Kant, los juicios sobre las obras de arte en realidad no eran tales, puesto que en última instancia siempre se apoyaban sobre cuestiones del orden de la moral o del conocimiento práctico del mundo. Por lo tanto, estaban destinados a sobrevivir de una manera subordinada.

Cassirer sostiene que las teorías sobre el origen del lenguaje se reducen en última instancia a dos, que él denomina onomatopéyica y expresiva. Si se sigue la primera, se obtiene como resultado que el género humano habría desarrollado la capacidad de lenguaje copiando los sonidos del mundo. Así, al imitar el viento, el correr del agua, los aullidos, refunfuños y gorjeos de los animales, el hombre habría ido desarrollando su capacidad de articular sonidos.

Si se sigue la segunda, lo propio del hombre sería su capacidad de emoción, de asombro, de que en su interior se generen estados de alma que, de tan intensos, fueron obligando al propio cuerpo a “generar” los instrumentos que hicieran manifiesta esa rica interioridad. El lenguaje habría encontrado su nacimiento en formulaciones cercanas a las interjecciones. Pues bien, sostiene Cassirer, esa doble vía es la que también ha desarrollado la filosofía del arte:

El lenguaje y el arte oscilan, constantemente, entre dos polos opuestos, uno objetivo y otro subjetivo. Ninguna teoría del lenguaje o del arte puede olvidar o suprimir uno de estos polos, aunque puede hacer hincapié en uno o en otro.

El denominado polo objetivo se apoya, en un sentido general y más allá de los matices, en la categoría de imitación (mimesis). Como tal fue conceptualizada por Aristóteles y así llega hasta la actualidad: el fin del arte es la copia de todo aquello que nos rodea, mejor arte será el que desenvuelva una capacidad más fina y acabada de la imitación.

De acuerdo con Cassirer, “la teoría general de la imitación pareció mantenerse firme y resistir todos los ataques hasta la primera mitad del siglo XVIII”. Vale la pena subrayar la cercanía de las fechas propuestas por Cassirer y aquellas citadas de Foucault en cuanto a la inversión de la categoría de “autor” en lo que respecta a las series científica y estética. La figura donde puede verse el quiebre es el pensador francés Jean-Jacques Rousseau, para quien “el arte no es una descripción o reproducción del mundo empírico sino una superabundancia de emociones y pasiones”.

De inmediato suma al de Rousseau los apellidos de Herder y el Goethe de 1773, “el de su juvenil período de Sturm und Drang”; un poco después otros nombres y obras se agregarán a este listado: Benedetto Croce, Wordsworth, Fichte, Schelling, Nietzsche y  las concepciones románticas en general.

Cassirer condensa en una serie de citas la perspectiva subjetiva que enhebra a un conjunto de pensadores a veces muy alejados en el tiempo y la geografía. Los ejemplos centrales que Cassirer acerca giran en torno a las teorías románticas; la explicación estaría dada por la necesidad histórica de enfrentar las teorías intelectualistas y racionalistas del arte de las cuales el neoclasicismo europeo ofrece su mejor ilustración. Frente a quienes pretendieron convertir a “la obra de arte en un problema aritmético, que tiene que ser resuelto por una especie de regla de tres”, la reacción romántica no puede caracterizarse sino como un impulso justo y benéfico, razona Cassirer; sin embargo, la reacción rápidamente fue capturada por un error similar que la llevó pasarse al otro extremo.

Para ilustrar su punto de vista, Cassirer hace referencia a los escritos del romántico alemán Friedrich Schlegel:

El comienzo de toda poesía consiste en abolir la ley y el método de la razón, que procede racionalmente, y en sumergirnos, una vez más, en la arrebatadora confusión de la fantasía, en el caos original de la naturaleza humana.

Tratando de apuntalar esa misma aseveración, cita también a continuación al filósofo “vitalista” Henri Bergson:

El sentimiento de lo bello no es un sentimiento específico… todo sentimiento experimentado por nosotros asumirá un carácter estético siempre que haya sido sugerido y no causado… Así pues, tenemos distintas fases en el progreso de un sentimiento estético como en el estado de hipnotismo…

Sin embargo, la idea central que Cassirer abona y sobre la que insiste es la imposibilidad de un pensamiento puro y ortodoxamente subjetivista, puesto que siempre se muestran como partícipes del fenómeno artístico otros componentes (el mundo, el material con el que se trabaja…) que tensan la experiencia estética en el sentido contrario y obligan a pensar en términos de síntesis. Porque “el arte es expresivo, mas no puede ser expresivo sin ser formativo, y este proceso formativo se lleva a cabo en un determinado medio físico”, argumenta Cassirer. De igual modo, el arte es la expresión de una cierta racionalidad, pero este principio de razón se muestra de una forma específica: se trata de una racionalidad de la forma.

A manera de resumen y conclusión, habría que señalar que el subjetivismo, y el conjunto de ideas que esta denominación arrastra consigo, del mismo modo que el objetivismo aplicado al arte, sólo acercan al pensamiento verdades parciales, modos mutilados de la comprensión del fenómeno estético. Por esta razón, Cassirer ofrece su teoría del símbolo a la manera de una síntesis que permitiría reunir de modo superador los aciertos e iluminaciones de cada uno de esos dos polos en la amalgama de la forma.

En uno de los textos que podrán leerse a continuación, el perteneciente a Oscar Wilde, puede encontrarse una definición del arte como “la natural expresión de la interioridad de un ser excepcional”, que se ajusta de manera plena a la ideología estética descrita como constitutiva de la esfera del arte moderno. Sin embargo, habría que agregar como conclusión y cierre, que el “sujeto artista” no sólo es “excepcional” por sus características de genio que lo apartan del común de los mortales, por la intuición de la forma cuya sutil apreciación le pertenece por naturaleza, sino también porque hace a su excepcionalidad la de ser el encargado de sintetizar la cultura de un pueblo.

Durante el Romanticismo, los grandes pensadores y artistas alemanes y franceses no sólo cantaron loas al genio y la trascendental espiritualidad. Además, también rastrearon en los orígenes mismos de la historia humana los modos en que la sabiduría y los sentimientos de las naciones, las regiones y los pueblos encontraron la vía para su plasmación simbólica en la voz de los cantores y las palabras de los poetas, en los colores y las líneas que traman los pintores y en los sonidos armónicos que hilvanan los músicos.

Así, el “tema de la expresión” excede los límites del sujeto para dar cuenta de la subjetividad en un plano y una proporción mayor para que la ideología se vuelva “idiosincracia”, modo de ser comunitario del cual el artista se convierte en testigo, depositario y revelador (tal el modo en que se descubre su ser creador), fusión simbólica de tiempo y espacio, mitología.


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