¿Para qué sirve la
teoría literaria? Es difícil dar una respuesta única, en general y en abstracto,
fuera de contextos específicos. De modo que pensamos su importancia aquí,
ahora, en relación a la sistematización de los estudios literarios que supone
la institución universitaria. Entonces se podría considerar que de lo que trata
es de distinguir, clasificar y revisar (hasta cierto punto: destruir) un cierto
sentido común que histórica y culturalmente -aunque con las banderas de la
naturaleza y la tradición- se ha apoderado del arte y la literatura.
Es decir, que el lector
ingenuo deje de ser ingenuo. Consecuentemente, de lo que se trata es de hacer a
un lado los mitos que pesan sobre la creación estética desde hace siglos, razón
por la cual han echado raíces tan profundas. Existe un vocabulario legendario que
liga a la experiencia artística con la inspiración, el éxtasis, la invocación
trascendentalista, el alma, el espíritu, entidades todas ellas que andan por allí
rondando el corazón de quien escribe como el del lector mesmerizado por el
embrujo de las palabras. O sea, una ideología más o menos clara en algunas de
sus determinaciones es, más difícil de precisar en relación a otras.
Justo es decir que si
tal imaginario no existiera, si algún
lugar de nuestras cabezas no habitara la idea de que la literatura tiene
algunas virtudes mágicas y misteriosas, a lo mejor no estaríamos aquí, ni leeríamos
poesías y ficciones. Quién sabe.
Detengámonos en una definición
única, que se desprende de lo anteriormente dicho: la teoría literaria es una
reflexión fuerte sobre las categorías que -de manera necesaria aunque no
evidente- sostienen el fenómeno literario, tanto en lo que hace a la creación,
como a su distribución y apropiación
lectora. Maneras que, ni bien se rasca un poco la superficie, posibilitan la
emergencia y el reconocimiento de nociones como, por ejemplo, género literario
o criterios de clasificación y selección. El francés Jacques Derrida ha
señalado la paradoja de que son leyes que se obedecen aunque en realidad no están
explicitadas en ningún lado. Constituyen una suerte de protocolo fantasma.
En la filosofía, una
categoría es una de las nociones más abstractas y generales a través de las
cuales los entes son reconocidos, diferenciados y ordenados como parte de un
conjunto. Mediante las categorías se precipita una taxonomía jerárquica de las cosas del mundo. Fenómenos muy parecidos y
con características comunes constituirán una categoría única, y a su vez
categorías afines en su aspecto integrarán una categoría superior… Lo
importante es advertir que no están allí afuera, en el mundo, no se alimentan
de los datos que brindan los sentidos, sino adentro de las cabezas, ordenan y
ayudan al trabajo de nuestros cerebros, donde no se han depositado a partir de
un determinado talento o virtud individual, sino que son la compleja sedimentación
del trabajo histórico de un conjunto de patrones o esquemas culturales.
Por eso el filósofo
idealista alemán Immanuel Kant calificaba a las categorías como propias del sujeto trascendental, y consideraba que
se trataba de formas a priori, es
decir independientes y previas al “llenado” que precipitaba la actividad sensorial.
En el sentido contrario
al análisis, las categorías siguen la dirección lógica de la síntesis; lo uno
que posibilita, en definitiva, entender lo múltiple.
Los empiristas escoceses,
entre los siglos diecisiete y dieciocho, David Hume en primer lugar, señalaban
sobre la noción de causalidad que se trataba de un “agregado”, un “suplemento”
sumado por la inercia de la costumbre antes que por la fuerza de la lógica a la
información que brinda la experiencia. Su conclusión era que el conocimiento de
los hombres debía ser menos pretencioso, más modesto de lo que pretendía la
avasallante ciencia y pensar en regularidades antes que en duras, universales y
necesarias leyes científicas. Al revés, Kant afirmaba en su Crítica de la razón
pura que el tiempo y el espacio eran categorías, formas de la intuición, sin
las cuales pensar es imposible. El pensamiento, en consecuencia, debe ser considerado
como el resultado del devenir de la especie, y por ello es trascendental. Algo
similar a aquello que el otro gran pensador idealista de Alemania, Georg Hegel,
llamaba Espíritu.
Pues bien, la teoría
literaria porfía en la inspección de esas categorías que le son propias. Sin duda
mucho más inestables y cambiantes que aquellas a las que se referían los
filósofos. A punto tal que una vez que se manifiestan los artistas bien puede
dedicarse a transgredirlas. Una de las “transgresiones” más interesantes al
respecto es la indistinción entre la literatura de ficción y la escritura de la
crítica; ese filo que trabajó (y teorizó) con talento el francés Roland Barthes
y donde se pueden colocar también Los
diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia, ayer nomás publicados.
¿Se puede pensar que
cuando se analiza un relato, o cuando simplemente alguien lo lee, esa acción se
lleva adelante sin guía alguna, siguiendo la imposición sin más de los
caracteres que como una hilera de insectos desfila frente a los ojos y
despierta sentidos y sensaciones en cerebros vírgenes? Pensar de tal modo sería
una celebración (tardía) del empirismo radical. La epistemología, la filosofía
de la ciencia, el cognitivismo más bien han enseñado que es imposible dicha
consideración: no hay cabezas libres de información anterior a la experiencia
de la lectura. De manera consciente o inconsciente ese conocimiento previo,
esos esquemas, esos valores más o menos difusos impulsan y “completan” el
sentido.
La advertencia de tal
realidad y la problemática que de ella se desprende es tarea principalísima de
la teoría literaria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario