Diferentes palabras como la francesa conte, las inglesas tale y short story, la italiana racconto, así como la castellana cuento se suelen utilizar de manera convencional para designar una especie literaria específica y bien delimitada, más allá de las diferencias y los matices que puedan enlistarse dentro de cada una de aquellas tradiciones nacionales. Se trata de una narración breve, oral o escrita en prosa, que ocupa pocos minutos o páginas, y en la que se despliega un suceso falso en tanto se trata de una invención, aun cuando en la voz fingida del narrador pueda postularse como verdaderamente ocurrido. El cuento suele comenzar con alguna frase hecha del tipo "Sucedió en...", como para que los oyentes dejen lo que están haciendo y presten atención (la tipografía y la disposición en la página juega un papel similar en su forma escrita), pasada un poco la mitad la historia alcanza su mayor fuerza emotiva, y luego se desinfla y pierde ordenamente con otras frases también bastante convencionalizadas (“Hasta aquí lo ocurrido...”) que a veces incluyen, a manera de conclusión, una enseñanza moral o reflexión englobadora de otro tipo.
La escasa longitud del cuento lo obliga a retraerse sobre sí, a armarse de una estructura cerrada que necesariamente exige la presencia de pocos personajes y la condensación de los elementos narrativos en una historia central fuerte y acabada.
Tan viejos como Adán, los cuentos han seguido de manera paralela las transformaciones que el hombre ha precipitado al incorporar la tecnología de la escritura después de siglos de haber perfeccionado la lengua en su forma oral, así volvieron a nacer en la modernidad gracias a la imprenta y las exigencias de los diarios y las revistas, y en la actualidad son recreados en las formas de las miniaturas narrativas que vagabundean por la Internet sin que por ello hayan abandonado las risas de los recreos, los tiempos muertos de los bares y los reuniones de familia. Basta mencionar a grandes líneas tan monumental recorrido para que puedan advertirse los problemas directamente proporcionales a su edad que presenta la definición del género y el encolumnamiento de sus componentes básicos.
1.
Entrevistado en ocasión de la salida de su tomo de relatos Deshoras por José Julio Perlado (en http://www.ucm.es/info/especulo/numero2/cortazar.htm puede leerse el reportaje de manera completa) Julio Cortázar (1914-1984) afirmaba:
Yo creo que nadie ha definido hasta hoy un cuento de manera satisfactoria, cada escritor tiene su propia idea del cuento. En mi caso, el cuento es un relato en el que lo que interesa es una cierta tensión, una cierta capacidad de atrapar al lector y llevarlo de una manera que podemos calificar casi de fatal hacia una desembocadura, hacia un final.
Aunque parezca broma, un cuento es como andar en bicicleta, mientras se mantiene la velocidad el equilibrio es muy fácil, pero si se empieza a perder velocidad ahí te caes y un cuento que pierde velocidad al final, pues es un golpe para el autor y para el lector.
Como puede leerse el escritor argentino descreía de la posibilidad de caracterizar en unas pocas líneas de diccionario, de una vez y para siempre, lo que un cuento es, y por lo tanto optaba por ofrecer, a cambio de tal pretendida e imposible sentencia, una metáfora que, si se la mira bien, parece acercarse a aquellas pioneras especulaciones del estadounidense Edgar Poe (1809-1849) en relación a la comprensión del género a partir de su “efecto” sobre el lector.
Según el autor de “El gato negro” escribió en su célebre y celebrado ensayo “Hawthorne” (tomado de Edgar Allan Poe, "Hawthorne", en Ensayos y críticas, Madrid, Alianza, 1973, pp. 125-141):
Durante largo tiempo ha habido un infundado y fatal prejuicio literario que nuestra época tendrá a su cargo aniquilar: la idea de que el mero volumen de una obra debe pesar considerablemente en nuestra estimación de sus méritos. El más mentecato de los autores de reseñas de las revistas trimestrales no lo será al punto de sostener que en el tamaño o el volumen de un libro, abstractamente considerados, haya nada que pueda despertar especialmente nuestra admiración. Es cierto que una montaña, a través de la sensación de magnitud física que provoca, nos afecta con un sentimiento de sublimidad, pero no podemos admitir influencia semejante en la contemplación de un libro, ni aunque se trate de La Columbíada. Las mismas revistas trimestrales no lo admitirán; sin embargo, ¿qué debemos entender en su continuo parloteo sobre “el esfuerzo sostenido”? Admitiendo que tan sostenido esfuerzo haya creado una epopeya, admitiremos el esfuerzo (si es cosa de admirar), pero no la epopeya a cuenta de aquél. En tiempos venideros el buen sentido insistirá probablemente en medir una obra de arte por la finalidad que llena, por la impresión que provoca, antes que por el tiempo que le llevó llenar la finalidad o por la extensión del “sostenido esfuerzo” necesario para producir la impresión. La verdad es que la perseverancia es una cosa y el genio otra muy distinta; y todo el trascendentalismo pagano no podrá confundirlos. [...]
Opino que en el dominio de la mera prosa, el cuento propiamente dicho ofrece el mejor campo para el ejercicio del más alto talento. Si se me preguntara cuál es la mejor manera de que el más excelso genio despliegue sus posibilidades, me inclinaría sin vacilar por la composición de un poema rimado cuya duración no exceda de una hora de lectura. Sólo dentro de este límite puede alcanzarse la más alta poesía. Señalaré al respecto que en casi todas las composiciones, el punto de mayor importancia es la unidad de efecto o impresión. Esta unidad no puede preservarse adecuadamente en producciones cuya lectura no alcanza a hacerse en una sola vez. Dada la naturaleza de la prosa, podemos continuar la lectura de una composición durante mucho mayor tiempo del que resulta posible en un poema. Si este último cumple de verdad las exigencias, producirá una exaltación del alma que no puede sostenerse durante mucho tiempo. Toda gran excitación es necesariamente efímera. Así, un poema extenso constituye una paradoja. Y sin unidad de impresión no se pueden lograr los efectos más profundos.[...]
Si se me pidiera que designara la clase de composición que, después del poema tal como lo he sugerido, llene mejor las demandas del genio, y le ofrezca el campo de acción más ventajoso, me pronunciaría sin vacilar por el cuento en prosa tal como lo practica aquí Mr. Hawthorne. Aludo a la breve narración cuya lectura insume entre media hora y dos. Dada su longitud, la novela ordinaria es objetable por las razones señaladas en sustancia. Como no puede ser leída de una sola vez, se ve privada de la inmensa fuerza que se deriva de la totalidad. Los sucesos del mundo exterior que intervienen en las pausas de la lectura, modifican, anulan o contrarrestan en mayor o menor grado las impresiones del libro. Basta interrumpir la lectura para destruir la auténtica unidad: el cuento breve, en cambio, permite al autor desarrollar plenamente su propósito, sea cual fuere. Durante la hora de lectura, el alma del lector está sometida a la voluntad de aquél. Y no actúan influencias externas o intrínsecas, resultantes del cansancio o la interrupción.
Poe descree, en consecuencia, de la posibilidad de que el arte pueda ser medido en los términos de horas de trabajo, y en su reemplazo propone para la cuantificación, siguiendo tal vez un mismo cálculo de inspiración positivista, una “unidad de efecto” capaz de estimar de qué manera una prosa breve puede impactar en la psicología del lector. En ese sentido, el cuento está más cerca de la poesía que de la novela o la épica. Porque la brevedad posibilita al cuento cerrarse sobre la lectura, tomar como rehén al lector media o una hora, no más, el mundo puede ser desplazado y dejar de existir para que el arte se consuma con toda intensidad. (No es tema de este escrito, pero vale la pena dejar anotada la paradoja de que las observaciones que Poe abrió como territorio de especulación y experimentación para el arte mayor serán luego, y hasta hoy, explotadas y continuadas por las diversas formas de la cultura popular industrial -canciones, filmes, etc.- que tan perseverantes son en cuanto al desarrollo del cálculo que permite anticipar la reacción del público y asegurar un permanente deslumbramiento y seducción.)
Volviendo a las definiciones del escritor argentino, en ese mismo reportaje Cortázar arriesgaba:
Por lo que a mí se refiere, la idea que yo me hago del cuento y la forma en que lo realizo es siempre un orden muy cerrado. Por ahí he escrito que para mí un cuento evoca la idea de la esfera, es decir, la esfera, esa forma geométrica perfecta en la que un punto puede separarse de la superficie total, de la misma manera que una novela la veo con un orden muy abierto, donde las posibilidades de bifurcar y entrar en nuevos campos son ilimitadas. La novela es un campo abierto verdaderamente; para mí, un cuento, tal como yo lo concibo y tal como a mí me gusta, tiene límites y, claro, son límites muy exigentes, porque son implacables; bastaría que una frase o una palabra se saliera de ese límite, para que en mi opinión el cuento se viniera abajo. Y he visto muchos cuentos venirse abajo por eso, por destruirlo todo en el último momento, por ejemplo, con una tentativa de explicación de un misterio, cuando el misterio era más que suficiente en el cuento, cada uno podría encontrar allí su propia lectura, su propia interpretación. Hay gente que malogra cuentos, poniéndolos excesivamente explícitos, entonces la esfera se rompe, deja de ser el orden cerrado.
El autor de Rayuela acerca, en síntesis, el par abierto/cerrado para que oficie como primer principio de clasificación a la hora de dividir las aguas y los tantos en el interior de la prosa literaria, y señalar al menos en el sentido en el que este artículo intenta hacerlo una pauta taxonómica.
2.
Por lo general, y teniendo en cuenta su origen ancestral, se suele dividir el género cuento en dos grandes apartados que, a la vez que se ofrecen separados por el mandato cronólogico que impone una secuencia histórica, se superponen e hibridan en su desarrollo.
Por un lado está el cuento popular. Se trata, claro, de una especie que tiene un origen remoto. En la imaginación de ensayistas e historiadores se suele vincular su génesis a las noches en que nuestros ancestros se adormecían alrededor del fuego o intentaban conjurar el cansancio con un poco de distracción que sirviera como antídoto a las largas travesías en busca de alimento y agua. Hacia aquel entonces se remontan también las etimologías, que luego pueden cargarse de otros ecos en las lenguas diversas: la palabra en español remite a la acción de “contar” en el sentido de “hablar en voz alta”.
El cuento popular, pues, está vinculado a la oralidad, las comunidades pequeñas y de fuertes tradiciones, se mezcla con el mito y la leyenda e incluso se percibe borrosa su distinción de las parábolas religiosas. Su contexto folklórico es el de la creación colectiva, anónima, por ello la idea de “autor” le es ajena y por ello también en las posteriores recopilaciones escritas que de aquellos relatos primigenios se conservan pueden encontrarse tantas variantes de una misma historia, tantas versiones diferentes de un mismo relato.
Por el otro lado se encuentra el cuento literario. Su origen es la escritura, la cual trae de la mano las figuras del autor y del estilo, más allá de las excepciones que puedan señalarse. Al quedar fijado en la letra el cuento literario no está sometido a las variaciones que antes se describieron. Se afirma que su procedencia es el Oriente; Las mil y una noches es la gran compilación medieval que sirve de ejemplo para tal aseveración.
A partir del remozado ideario humanista del Renacimiento el cuento literario sufrirá una gran transformación creativa, como testimonian la obra del inglés Geoffrey Chaucer (1343-1400), los Cuentos de Canterbury, y el Decamerón del italiano Giovanni Bocaccio (1313-1375). Con posterioridad el cuento asumirá su mayoría de edad moderna merced a las transformaciones que la expansión de la imprenta y el crecimiento del público lector, gracias a la escolarización pública, traerán consigo y con la forma de los diarios y las revistas y sus duras restricciones normativas en cuanto a proporciones y contenidos.
Por supuesto que tal división entre lo popular y lo literario es a la vez arbitraria e indicativa, basta para tentar sus limitaciones considerar la simple evidencia de la conservación de los cuentos populares a partir de su “traducción” escrita, como ya se dijo, o los múltiples ejemplos que se podrían mencionar acerca de cómo las formas escritas una vez establecidas y propagadas presionan e influyen sobre los relatos que la gente cuenta en miles de escenarios cotidianos.
Otra de las obvias dificultades que debe enfrentar la delimitación del género es que, a medida que avanza la historia, los temas que el cuento recoge y sus transformaciones estructurales siempre en desarrollo vuelven la empresa tan imposible como sacarle un foto a un automóvil que zigzaguea a gran velocidad. Cuando se habla de cuento de terror, cuento policial, cuento de aventuras, cuento de ciencia-ficción, cuento erótico y tantos etcéteras, ¿se está designando una misma forma genérica donde lo que varía es simplemente lo más “superficial” (el tema) mientras que debajo, en lo profundo, la forma cuento permanece invariable, o, al revés, los cambios de escenarios, de usos de lengua, de tipos de personaje, etc., más bien se multiplican y renuevan derramándose y difícilmente puedan ser demoradas en un molde único?
Se trata de una pregunta que nada tiene de retórica y que sólo puede ser contestada a partir del estudio empírico de esas diversas expresiones narrativas.
3.
Retomando la metáfora de la esfera que menciona Cortázar podemos decir, como primera tentativa, que la clausura y compacidad del cuento moderno está en relación con su
1-extensión breve,
2-acción concentrada, y
3-reducido número de personajes protagonistas.
Ahora bien, se trata para el caso de las tres características enunciadas de simples aproximaciones tentativas. Porque, ¿qué tan breve es un cuento?
La simple experiencia de cualquier lector mínimamente competente en narraciones de pocas páginas le demuestra la gran variabilidad en este aspecto que cubre el género. A partir de esa constatación es que se suelen agregar adjetivos compensatorios; se habla de cuento corto y cuento largo. Pero, nuevamente, ¿qué tan corto es un cuento corto, etc.? ¿Cuál es el límite que posibilita saltar en la clasificación de cuento largo a nouvelle o novela corta? ¿Es justo que “Axolotl” y “El perseguidor” de Cortázar estén reunidos en un mismo ítem taxonómico?, y así siguiendo.
Existen incluso, ya con una buena tradición en su haber en América latina pero hoy por hoy en expansión por el mundo, los llamados micro-cuentos o cuentos mínimos. Es célebre el caso del hondureño Augusto Monterroso (1921-2003); ahora bien, cuando leemos su “El espejo que no podía dormir”, cuyo texto completo es:
Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico,
¿realmente se puede aceptar sin más el criterio por el cual los especialistas lo llaman “cuento” (el propio escritor a veces prefiere “fábula”) y lo colocan dentro de las antologías del género? ¿Por qué no denominarlo “sketch” o “viñeta”? En fin, el ejemplo sólo intenta mostrar el problema e indicar el extremo empirismo que atraviesan, en este caso también, definiciones y clasificaciones.
En relación a la segunda característica encolumnada las interrogaciones no son menores. En primer lugar porque, como resultará obvio considerar, por lo general los “cuentos largos” suelen incorporar diversas líneas a la trama y diluir la mentada concentración narrativa. Cosa que, en el sentido inverso, ocurre con los cuentos muy breves que en definitiva parecen concebidos para disolver todo efecto narrativo. Pero tal “ausencia de relato” no es patrominio único de lo microscópico, así ocurre en los relatos del estadounidense Raymond Carver (1938-1988) donde literalmente “no pasa nada” o en aquellos otros escritores donde el efecto de lectura parece apuntar más hacia cierta resonancia simbólica.
Avanzando en esta misma dirección, ¿es un cuento “Pierre Menard autor del Quijote” de Jorge Luis Borges (1899-1986) que se presenta más bien como un ensayo? Sin duda en él no hay “narración” en una forma convencional, pero Ficciones, el libro al que pertenece, es considerado una de las obras maestras del cuento contemporáneo.
De este segundo cuestionamiento rápidamente se pueden deducir la problemática que rodea a la que enlistamos un poco más arriba como característica tercera, la referida al número de personajes. Basta con que uno afirme su “reducido número” para que otro arrime un cuento donde los protagonistas se multipliquen y desparramen en pocas páginas.
De todo lo expuesto se deduce necesariamente el cuestionamiento para la invulnerabilidad de ese carácter “cerrado” que mentaba Cortázar: si la historia que se cuenta se “ablanda” en sus límites necesariamente también lo hacen el principio y el final fuerte. Entonces de manera obligada debemos volver a la primera cita de Cortázar: aquellas observaciones que el autor de Final del juego realiza sobre el género en términos universales en realidad remitirían a su particular manera de escribir cuentos; una poética, en definitiva.
4.
Si la perspectiva se coloca desde un punto de vista histórico se puede observar alrededor del cuento una dinámica propia de, probablemente, toda forma estética: en la medida en que ciertos procedimientos se consolidan y estandarizan, son llevados a su “perfección” por un conjunto de autores, pues las generaciones siguientes (que ya saben que ese repertorio está consolidado incluso como presupuesto en las competencias lectoras) pueden disponer de ellos con la mayor libertad, e incluso atreverse a negar o ignorar ciertos mandatos normativos. Así necesariamente los cuentos del uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964) son posteriores a los de Poe y Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893), puesto que por aquellos fueron constituidos y a ellos refieren de manera implícita y permanente.
De cualquier manera, en la actualidad por exceso y en sus comienzos por defecto, la problemática de los límites del género en su etapa moderna está marcada desde su origen mismo. Como escribe Susana Zanetti para el caso del nacimiento del cuento hispanoamericano en el siglo XIX:
Ciñéndonos al relato, debemos señalar el predominio de la novela sobre el cuento, no sólo porque en ella encontramos los textos más valiosos, sino especialmente porque el cuento no aparece claramente delimitado como género. Se confunde con el cuadro de costumbres, la tradición, la leyenda, la crónica o la novela breve; baste recordar las discusiones al respecto sobre “El matadero” de Echeverría, “El combate de la tapera” de Acevedo Díaz o las Tradiciones peruanas de Palma. Pero, además, no existen cultores exclusivos del género: por lo general son los novelistas quienes, además, escriben cuentos. A ello se suma el hecho de que la complicación de la trama en el relato romántico, divulgado hasta el exceso por el folletín, dificultaba la particular estructura del cuento.
La labor del cuentista marcha unida al periodismo. La gran mayoría de los cuentos aparecen en revistas y periódicos. A medida que avanza el siglo aumenta el número de textos, se diversifican líneas y tendencias, se perfilan individualidades y aparecen publicados en revistas específicamente literarias (…)
(“Nota preliminar”, en Payró, Gutiérrez Nájera, Nervo y otros, El cuento hispanoamericano del siglo XIX, Buenos Aires, Centro Editor de América latina, Biblioteca total n. 71, 1978, pp.7 y 8.)
Las clasificaciones temáticas de los cuentos, por su parte, parecen toparse con menos problemas. Son registros más o menos amplios y convencionalizados que figuran como “guía de gustos” en los catálogos de ventas y en los suplementos culturales de los diarios: cuento romántico, de terror, fantástico, policial, de ciencia-ficción, infantil, etc.
Hay dos observaciones para hacer al respecto. En primer lugar que tal ordenamiento de las “materias” narradas no se ajustan únicamente al cuento y por lo tanto lo trascienden, no dan cuenta de su especificidad. Por el otro lado es casi obligatorio señalar su debilidad, como lo demuestra la catarata de narraciones que, quizás también desde siempre, se han dedicado sabiamente a mezclar lo que un cierto sentido común ofrece como distinto: ¿El cuento infantil no puede ser también maravilloso? ¿Lo policial y la ciencia-ficción son esferas que no se tocan? ¿No es posible mencionar varios ejemplos que mezclan el terror y lo fantástico, o la ciencia-ficción, etcétera…?
En conclusión, al menos parcial y en lo que respecta a la búsqueda de modelos analíticos, no se trata de saltear los problemas relativos a la extensión, a los comienzos y finales marcados, y los temas del cuento, sino, más bien, desplazar su consideración como componentes apriorísticos, exteriores al relato en sí, para convertirlos en interrogaciones que ayudan a desmenuzar el corazón y el esqueleto del texto.
En lo que hace a la composición del cuento parecen ser los esquemas estructuralistas aquéllos que han posibilitado una mejor descripción de sus diversos componentes y las relaciones que entre ellos se establecen. Hay una consideración inicial que esta escuela “redescubrió” en los años sesenta y setenta del pasado siglo a partir de haber tomado contacto con la tradición del llamado formalismo ruso que la antecedió en cuatro o cinco décadas. Ésta tiene que ver con la dicotomía trama y argumento, o, según han “traducido” otros investigadores, historia y discurso, en el intento de aclarar aquello que habitualmente se entiende como “tema”.
El primero de los conceptos (trama, historia) hace referencia al qué, aquello que se cuenta pero considerado desde el punto de vista abstracto según un cierto ordenamiento lógico-temporal. La trama es eso que Fiodor Dostoievsky (1821-1881) “encontró” en un diario ruso de la época y que alimentaría la historia básica de su novela Crimen y castigo, la trama es aquello que cuando alguien que no conoce Crimen y castigo nos pregunta de qué trata nosotros reponemos en un resumen de un par de minutos.
El argumento o discurso, por el contrario, no es del orden del qué sino del cómo, según se suele decir: es la historia contada de una manera determinada pero haciendo precisamente hincapié en que no hay otra posibilidad, toda historia siempre es contada de una manera determinada. A través de un narrador en primera o en tercera persona, por ejemplo; narrando en cámara lenta ciertos sucesos y acelerando otros, recurriendo o no al diálogo y la descripción, exponiendo los hechos de una manera “natural” -como sostenía Aristóteles alentando una cierta idea de verosimilitud- o quebrando esa lógica con un ordenamiento artificial, como por ejemplo a través del racconto de los hechos del pasado que realiza un personaje o el narrador, etc. Las posibilidades son múltiples.
Es claro que una dimensión no puede existir sin la otra, se contraponen y a la vez son complementarias, y es claro también que el lector toma contacto con el tema a través del argumento o discurso, ésa es la cara material, efectiva, del relato, aquella donde se realiza verdaderamente su forma.
El análisis estructuralista se ofrece como una metodología analógica al análisis gramatical. Parte de considerar al texto como una oración y, para estudiar su composición, divide su objeto de estudio en niveles que son relativamente independientes entre sí pero, a la vez, siguen un orden jerárquico que lleva a integrar uno en otros; en verdad se puede decir que los niveles inferiores se “completan” en los superiores y en la integración del conjunto. Se trata de una perspectiva de sistematización. Hay en los niveles inferiores, por lo tanto, elementos que apuntan horizontalmente y posibilitan el entramado de componentes que da vida a ese nivel en sí y permiten de tal modo su consideración autónoma, y otros que más bien apuntan verticalmente, “rompen” la superficie de dicho nivel para integrarlo en el superior.
En el caso de la gramática esos niveles son del orden de la fonética, la fonología, la morfología, la sintaxis y la semántica. En el caso del análisis del relato, y resumiendo las consideraciones de autores como Roland Barthes y Tzvetan Todorov [1]. La referencia obligada es al artículo de Barthes denominado “Introducción al análisis estructural de los relatos” y el de Todorov llamado “Las categorías del relato literario”, ambos se encuentran en traducción en la versión española del número especial dedicado al tema por la revista Communications: El análisis estructural de los relatos, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970, pp. 9-44 y 155-192) los niveles son básicamente tres:
1-Funciones,
2-acciones, y
3-narración.
En el nivel inicial y más “bajo” se encuentran los principales núcleos narrativos que en su hilación conforman el esqueleto del relato, su historia básica, casi se superponen con la función tradicional que cumplen los verbos. Entre esos núcleos pueden aparecer otros elementos que, sin tener ese carácter decisorio, encarnan más bien una función complementaria, del tipo de las descripciones o acciones secundarias que pueden considerarse, a primera vista, “innecesarias”. Barthes los denomina “catálisis”. En este nivel aparecen también informantes e índices, es decir aquellos elementos que ofrecen información directa e indirecta, explícita o simbólica, sobre los personajes, sus determinaciones, el carácter de sus acciones, el medio social en que se desplazan, etc.
Los núcleos narrativos van de menor a mayor y se acumulan en secuencias que suelen tener en su centro al núcleo más destacado, que permiten caracterizarlas y nombrarlas (por ejemplo, “el crimen”). Nada impide que tales secuencias después se congreguen, como si ellas mismas fueran núcleos en otras secuencias mayores que se siguen a imagen y semejanza de las anteriores; es decir que se trata de un movimiento ascendente y descendente que el analista podrá focalizar y detener según juzgue conveniente para la mejor descripción de la narración tratada.
El segundo nivel, que integra índices e informantes es el de las acciones, es decir el de los personajes. Aquí la historia se “completa” y comienza a ponerse en funcionamiento anudando el simple o complejo mundo que reúne a los personajes, los convierte en principales y secundarios, “héroes” y villanos, ayudantes del héroe y adversarios, y describe su desplazamiento en relación de la consecución de un determinado fin u objetivo que podrá ser bien material o borroso y abstracto como el deseo.
El tercer nivel, el de la narración, es la culminación de los anteriores. Es la expresión, en definitiva, del argumento o discurso. Entre sus componentes de análisis clásicos está el punto de vista narrativo: el narrador clásico omnisciente (que tiene como marca básica la tercera persona), el narrador “con” (cuando el narrador todo lo “mira” a través de los ojos de un personaje particular, sea el protagonista o uno secundario, fusión que suele marcar el uso de la primera persona, aunque no siempre se presenta con tal forma gramatical) y el narrador objetivo (aquel que todo lo registra desde la exterioridad y es incapaz de ingresar a los pensamientos de los personajes o anticipar la acción).
Por supuesto que estas tres posiciones reconocen variaciones de cada uno de ellos y también mezclas: suele ser común, en los relatos más extensos en particular, las “migraciones” de puntos de vista a lo largo del relato.
También corresponde a este nivel la observación de las alternativas enunciativas que se ponen en juego (espectacularización o borrado de narrador y narratario), la construcción temporal y las formas de "montaje" -paralelismo positivo y negativo, etc.- con que se reúnen las secuencias básicas que constituyen la historia.
En realidad, si se repasa las diversos dimensiones que el llamado análisis estructural recorre e integra se podrá advertir que las que corresponden a los personajes y la narración en sí han sido estudiadas desde que la literatura es materia de reflexión, como por ejemplo sucedía con la retórica antigua; la perspectiva estructuralista posibilita el desmenuzamiento de la totalidad en sus unidades mínimas (el nivel de las funciones) -donde retoman la idea de "motivo" acuñada por la escuela del formalismo ruso, aunque recreada con un sesgo más lingüístico- y el ordenamiento y la articulación más sólida y homogénea del conjunto. Ofrece, por lo tanto, una interesante metodología para describir el género con minuciosidad, en relación a sus componentes y la relación entre ellos, pero el sentido global del relato, y extensivamente la tarea de interpretación, le es ajena.
5.
Por lo anteriormente indicado este tipo de modelo, además de desplazar la cuestión central de la evaluación y el sentido, que, de hecho, es exterior al esquema de análisis puesto en juego, parece no ser demasiado útil cuando el objeto que se analiza es aquel tipo de relato donde la diégesis, es decir las acciones en el sentido más tradicional del término, no ocupan el lugar central del género, algo bastante común en la narrativa contemporánea.
Por ejemplo, en la contratapa del volumen de cuentos Siempre es medianoche (Barcelona, Anagrama, "Panorama de narrativas"/486, 2001), del escritor Hanif Kureishi, nacido en Londres en 1954, se reproduce un fragmento del comentario dedicado al volumen por Hugo Barnacle en el Sunday Times, donde el ensayista ubica a los relatos de Kureishi dentro de lo que llama un "estilo neochejoviano", al que pertenecería también uno de los escritores estadounidenses que ha alcanzado mayor renombre en el territorio del relato breve, el ya mencionado Raymond Carver, con sus historias minimalistas y fundantes del llamado "realismo sucio".
La mención del gran escritor ruso Anton Chejov (1860-1904) precisamente hace referencia a un tipo de cuento moderno que se caracteriza por un "aflojamiento" de las peripecias y su traslado a un segundo lugar de importancia dentro de los componentes textuales, para permitir la emergencia narrativa de un tipo de relato definido como un suceso pequeño, cotidiano y anodino, pero a partir del cual se abre un universo interpretativo que empuja al lector hacia la psicología de los personajes y a interrogarse acerca del por qué de determinadas conductas. Se trata de una literatura de la sugerencia, de la elipsis y lo no dicho, que se potencia allí donde el análisis estructuralista en su versión clásica poco tiene para ofrecer. Se trata de la postulación de un trabajo de escritura nuevo y un renovado también trabajo de lectura.
En relación con el autor de El jardín de los cerezos, el escritor y ensayista argentino Ricardo Piglia (Buenos Aires, 1940) ha escrito sus "Tesis sobre el cuento" (Formas breves, Buenos Aires, Temas en el Margen, 1999, pp. 89-100; el volumen contiene también unas "Nuevas tesis sobre el cuento", en pp. 101-134). En ellas reproduce la siguiente y ya muy célebre historia:
En uno de sus cuadernos de notas Chéjov registra esta anécdota: “Un hombre en Montecarlo, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida”. La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.
Con la expresión "forma clásica" Piglia remite al cuento contemporáneo, y en tal sentido busca subrayar que la estructura narrativa de un cuento nace del entrelazamiento de dos historias, una de las cuales permanece siempre oculta, implícita, presupuesta, y sólo puede ser intuida, reconocida y reconstruida por el lector a partir de las mínimas huellas que sobre ella están depositadas en la historia segunda, aquella que es evidente.
Por ejemplo, en el relato policial canónico hay una historia que es pasado en relación con el presente de la narración, y que es la historia del crimen; la segunda historia, la que avanza sobre el futuro, es la historia de la investigación de dicho crimen una vez que ha aparecido el cadáver, entonces, en la medida que se avanza para resolver el enigma planteado y capturar al culpable (historia 1), se retrocede y reconstruye hacia atrás la causa que determinó que tal acción sucediera (historia 2). No hay, por supuesto, una sola manera en que están dos historias se mezclan y anudan, y la artesanía del escritor consiste precisamente en tramar con eficacia esa mixtura. Junto a Chéjov, Piglia y otros críticos suelen poner como ilustre ejemplo de tal brillante quehacer al estadounidense Ernest Hemingway (1899-1961) y las ficciones de Jorge Luis Borges.
6.
Después de este repaso, que para ser ampliado y mejorado obliga, por lo menos, a la lectura de los artículos citados, se transcribe a continuación un cuento clásico. Se trata de “El corazón delator” del estadounidense Edgar Allan Poe, que, curiosamente en relación con lo que aquí se desarrolla, si se tradujera literalmente podría denominarse “El corazón cuenta-cuentos” o “El corazón narrador”. La elección no es casual: tanto por su extensión como por constituir un ejemplo clásico de cuento, profusamente citado por historiadores y estudiosos de la literatura, ayuda al cumplimiento de una finalidad pedagógica.
Después de la transcripción del relato se ofrece un mínimo acercamiento analítico que resume lo hasta aquí visto y puede, aunque los sustantivos no sean demasiado agradables, servir de guía o modelo.
El corazón delator
(The Tell-Tale Heart), cuento de Edgar Allan Poe, según la traducción de Julio Cortázar. Este relato fue publicado por primera vez por el periódico literario The Pioneer en enero de 1843, y republicado por The Broadway Journal en agosto de 1845. La numeración de los párrafos no está en el original, cumple una función de ordenamiento para facilitar el análisis.
1) ¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
2) Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
3) Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
4) Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
5) Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
6) Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
7) Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
8)Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
9) Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
10) Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
11) ¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
12) Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
13) Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
14) Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
15) Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
16) Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
17) Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
18) Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
19) Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
20) -¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!
Análisis del texto
En el nivel de las funciones narrativas “El corazón delator” ofrece tres secuencias: una primera, mínima, de presentación del personaje que remite a los dos primeros párrafos; una segunda, la más importante, que se puede llamar bien simplemente “el crimen” y la tercera que nombraremos aquí “la confesión” (la cual en un cuento policial o de enigma tradicional respondería a la resolución del enigma o el descubrimiento y la detención del culpable), pero que aquí, de alguna manera, puede hacerse extensiva al conjunto.
Dentro de cada una de ellas podemos encontrar núcleos y hasta secuencias menores; por ejemplo, la secuencia “El crimen” (que va del párrafo 3 al 14) podría ser dividida en: “Planificación” (3), “Consumación” (4-7), “Constatación” (8-12) y “Ocultamiento del hecho” (13-14). Esta última a su vez podría subdividirse en dos: “Desmenbramiento del cadáver” (13) y “Entierro bajo las tablas” (14), y así siguiendo.
El nivel de las acciones es el propio de los personajes. En este caso habría que sumar una serie de características que posibilitan la encarnación “física y psicológica” del protagonista y su víctima.
La primera observación en este sentido está dada porque la narración en primera persona nos ofrece información subjetivizada sobre la totalidad de lo narrado. El análisis se favorece por los pocos personajes y acciones que el cuento desarrolla. El protagonista se caracteriza como un temperamento “nervioso”, obsesivo; pero del viejo poco sabemos, en realidad se lo define por un dato exterior, el ojo, a través de él podemos reflejada la interioridad del criminal antes que la de la víctima. ¿A quién pertenece, en definitiva, ese “corazón delator”? Finalmente, la afabilidad de los policías posibilita, en contraste, dimensionar la “innecesiariedad” de la confesión; es una causa interna y no externa lo que la precipita como desahogo. Los policías cumplen aquí una función contraria a la habitual en las historias de crímenes: en este caso no saben que ha ocurrido un asesinato, ni que hay un cadáver, ni deben hacer un movimiento para enfrentar al culpable.
Al universo de las acciones habría que agregar algunos tramos descriptivos bien significativos, en particular la descripción de la habitación del viejo “oscura como la pez”.
Desde el nivel jerárquicamente superior, el de la narración, es que el cuento se cierra y redondea su estructura, a la vez que pone en contacto esa totalidad concluida con el universo de las interpretaciones, los valores y la cultura.
Aquí hay ciertas cuestiones determinantes:
-En primer lugar el uso del yo, que funda al personaje y el narrador en una misma identidad.
-En segundo lugar la aparición explícita del destinatario. Lo importante a observar aquí no es la consideración de esa segunda persona del plural, nombrada y referida de muy diversas formas a lo largo del cuento, como un destinatario, sino, de acuerdo a los términos de la lingüística de la enunciación, como un enunciatario, es decir como una función discursiva que el texto requiere para posibilitar su producción semántica.
-De los dos ítems anteriores se desprende la caracterización del género discursivo que nutre a “El corazón delator”: se trata de una confesión. En este punto es interesante explorar un poco término recordando su pertenencia al campo policial-judicial y religioso.
Se trata aquí de una confesión pública gritada a viva voz de cara al impreciso conjunto que escucha. Es decir que el artificio coloca al lector en una zona imposible: el sentimiento y los pensamientos del protagonista en el momento mismo en que aparecen.
Es significativo al respecto marcar la diferencia entre esa apelación constante y abstracta (¿a quién se dirige verdaderamente el protagonista cuando habla exaltado?) y los dos renglones que cierran la narración y que sí tienen (porque lo requieren en el nivel de las acciones) un destinatario “real” (los policías).
-En relación con la confesión y el fuerte carácter emotivo y apelativo del texto el lector entra en contacto con una escritura que semeja ser una pura oralidad. Una oralidad fingida, por supuesto, y desde el punto de vista del análisis es fundamental remarcar las operaciones retóricas con que ese fingimiento se realiza: oraciones exclamativas, sobreabundancia de signos de admiración, uso de interjecciones (“¡Oh!” “Ja…”), preguntas retóricas, repeticiones obsesivas y constantes apelaciones.
Fuera de la composición del cuento en sí, es decir en ese “más allá” que se desprende en confrontación con el análisis que aquí hemos llamado, de forma indicativa, “estructuralista”, se encuentra, en primer lugar, el territorio de las clasificaciones generales.
Cuando se afirma que “El corazón delator” es un cuento de terror se está apelando a un determinado criterio, más o menos claro, dictado quizás por el sentido común, pero que obliga a comparar y enlazar a este relato con otros, del propio Poe y de otros autores. En primer lugar se trata de una precisión del criterio seguido: ¿qué se entiende por “terror”, o por “terror psicológico” según muy habitualmente se agrega el adjetivo para tratar de especificar más aún narraciones como ésta? Quizás sea más importante como interrogación aquella que plantea la cuestión en términos de si “cuento de terror” remite simplemente a una cierta indicación temática o intenta describir ciertas recurrencias formales.
Llevar el “nerviosismo” y la “excesiva sensibilidad” del personaje hacia la estimación de una patología específica, como algunos autores provenientes del psiconálisis que se detuvieron en la obra de Poe han hecho, o proyectar la “culpa” sobre problemáticas de orden religioso o moral escapan al análisis literario; aunque, en todo caso y para dejar el debate abierto, habría que demostrar como esas cuestiones sirven para enriquecer el juicio estético y literario antes que para sepultarlo.
Donde hay con ejemplo un contraste entre palabras o conceptos en el corazon delator y una repeticion importante de palabras q aparecen en mas de un parrafo?
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