Los géneros literarios han constituido una problemática propia desde el origen mismo del fenómeno social que contemporáneamente se ha convenido en denominar “literatura”. En verdad excede y es anterior a que la literatura fuera lo que es en los tiempos modernos, es decir una forma de la imaginación.
Se trata de una cuestión de primer orden para la teoría y el análisis literario la cual, ya brilla con excesiva fuerza en algunas obras, escuelas y autores, ya es desplazada a un plano de menor importancia y mayor indiferencia en otros. Pero es importante poner la cuestión en foco puesto que, de alguna manera, las precisiones y debates en torno a este concepto y otros que le son cercanos -o más directamente sus efectos o descendencia- dan cuenta y posibilitan proporcionar la naturaleza compleja del universo de la literatura, una complejidad que, claro está, se ha ido multiplicando con los siglos.
Son ya un hito fundacional de la teoría de la literatura contemporánea las observaciones críticas levantadas por Pavel Medvedev, Valentín Voloshinov y Mijaíl Bajtín hacia la corriente del formalismo ruso por haber salteado de sus cuidadosos estudios el problema del género y, con él, la raíz social que nutre a las especies literarias.
Es decir que, de cara a la historia de la literatura, la crítica y el análisis literarios, sus diversas herramientas conceptuales, corrientes y autores, la “teoría del género” encierra un desafío epistemológico, en relación al establecimiento de las nociones adecuadas que posibiliten su tratamiento, y metodológico, en cuanto a los modos de determinación de sus características básicas y los caminos para su ordenamiento, clasificación y estudio en las épocas y obras particulares.
Se trata de una noción que si es considerada en un sentido amplio engloba necesariamente al conjunto de las prácticas artísticas, pero ha cumplido y cumple todavía ese papel de una manera casi exclusivamente derivada o metafórica en aquellos otros territorios que no sean los específicamente literarios. De allí resulta la observación primera y necesaria de que la idea de género proviene de la evidencia y la fuerza resultantes de ciertos usos particulares y socialmente eficaces del registro verbal, que el pensamiento retórico advirtió desde siempre como una vía regia para comprender la naturaleza de los esquemas fundamentales de la comunicación social. Por eso, Georg Hegel estampó en su Estética que sólo la literatura posee géneros literarios.
Los géneros literarios han sido estudiados y definidos por los historiadores y teóricos de la literatura desde dos perspectivas diferentes, pero que no obligadamente deben entenderse como opuestas, aunque quizás convenga considerar de manera separada como puertas de acceso para su caracterización.
► Por un lado existe una versión preceptivista, es decir aquella que estima la noción de género en tanto y en cuanto un conjunto de normas que deben ser seguidas. La argumentación explícita o “escondida” de tal posición es que el ejercicio de la creación debe ser regulado, y que convertirse en escritor supone el aprendizaje y el respeto de precisas disposiciones, su entrenamiento continuo, la copia de los grandes modelos frente a los que solo la madurez del oficio permite tentar mínimas variaciones o coloraturas.
Se suele enfatizar que las grandes poéticas de la época antigua son de esta especie. Algunos importantes pensadores antiguos, por ejemplo, como Quintiliano y Longino, subrayaban que la fuerza del ingenium (la creación, el principio individual, el “estilo”), necesaria sin duda para que cualquier obra de arte pudiera realizarse, debía ser contenida y subordinada por otra, más importante dado que se alimentaba primordialmente de la razón y la necesidad comunitaria. Denominaban a esta segunda studium: o sea aquella dimensión que contempla la educación constante en la práctica imitativa de los grandes paradigmas que cimentaron el modelo cultural identitario, del cual Homero ofrece el ejemplo más luminoso. El perfeccionamiento técnico debía orientarse hacia la comprensión profunda de los preceptos genéricos, meta que sólo se lograba, siempre parcialmente, después de muchos años de práctica. Esta dirección pragmático-pedagógica es la que desarrolla el poeta Horacio, con la sencilla indicación de que el artista es un trabajador (Horacio realiza su apreciación en el sentido de lo que los griegos denominaban “técnico”, “artesano”, “trabajador especializado” quizás, y no en el sentido general actual que se brinda al término).
Acerca de la necesidad de regular el trabajo de los artistas, su “inspiración”, la República de Platón brinda la ilustración canónica, y describe incluso la necesidad de, llegado el caso, prescindir de los servicios de los poetas y expulsarlos debido al “engaño” al que someten a la población con sus ficciones y las funestas consecuencias que de esa acción se desprenden. Como se ve, hay aquí una determinación ética, política, que reúne al conjunto social y por ello la necesidad de leyes que controlen el quehacer estético, porque la paradoja que describe el autor del Banquete es que cuánto mejor es el poeta mayor es su poder de embelesamiento y manipulación de los espíritus, sobre todos los de los más jóvenes e “impresionables”.
De cualquier modo no deja de ser significativo, y como tal debe ser subrayado, que las “normas” propias de los grandes géneros, si se juzga lo hecho por las poéticas antiguas, más que el resultado de ciertas formulaciones a priori que garantizarían la naturaleza cuasi lógica o matemática de las leyes-guía, son a posteriori, en tanto y en cuanto se obtienen de la observación de los grandes clásicos, los “modelos a seguir”. Se puede encontrar entonces allí, en las poéticas, la convicción de una cierta reconstrucción y ordenamiento empírico para garantizar el mandato de la tradición, esa fuerza mítica organizadora de las culturas griega y latina que contagiará luego a toda la civilización occidental.
El horizonte prescriptivo mencionado no se impuso sin más, como cierto sentido común insiste, pero es cierto que a partir del siglo XVIII, las profundas trasformaciones sociales y culturales que sacudieron Europa y la irrupción del ideario romántico -“autor”, “genio”, “espíritu”, “estilo”- comenzaron el desplazamiento de cosmovisiones de este tipo, una acción que reforzaron más tarde las vanguardias históricas y cuya fuerza con las variantes del caso llega hasta la actualidad.
Sin embargo, “las posiciones antagónicas con respecto a la preceptiva tuvieron un comienzo que puede ubicarse, por lo menos, en el siglo I a.C. -sostiene Jaime Rest (“Preceptiva”, en Conceptos de literatura moderna, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, “La nueva biblioteca”/4, 1979, pág. 125) -, cuando el epicúreo Filodemo criticó las ideas del estoico Aristón de Quíos, quien unos doscientos años antes había sostenido que ‘todas las reglas que violan las normas son imperfectas, pese al brillo con que hayan sido concebidas’.” Los nombres que apunta Rest pueden ayudar a enriquecer el panorama de las poéticas de la Antigüedad , que no constituyen un quehacer homogéneo sino que están cruzadas por características disímiles, contradicciones, matices y también enfrentamientos
Vale la pena hacer un poco de historia y reponer las grandes líneas de la disputa que, por cierto, va bastante más allá de las dos figuras que Rest cita de manera indicativa.
Aristón de Quíos (aprox. 320-250 a .C.) fue un filósofo estoico famoso entre sus contemporáneos gracias a su capacidad de elocuencia encantatoria, por ello recibió el apodo de “La sirena”. Fue discípulo de Zenón de Citio, y siguiendo sus enseñanzas sostenía que todo saber científico es inútil, y que sólo vale la pena que los hombres cultiven el conocimiento moral. El saber válido y único que merece llevar ese nombre es aquel que posibilita distinguir entre el bien y el mal, es decir el que conduce por y hacia el camino de la virtud. La tarea exclusiva del hombre sabio, del filósofo, según Aristón, es la búsqueda del bien.
Precisamente es esta constante apelación a los principios morales la que determina de manera extensiva las ideas de Aristón sobre el arte y su necesaria subordinación a la difusión de las prácticas virtuosas, a la manera de lo que Platón sostiene en República. El verdadero filósofo, sostiene Aristón, “no confía nada al azar”; para él “todo lo que hay entre la virtud y el vicio es indiferente”, de allí su extrema dureza para no conceder al artista la mínima posibilidad de apartarse, con la excusa de la novedad, la inspiración o cualquier otra, de las normas estéticas establecidas por la tradición y enraizadas en la comunidad de los hombres:
De manera esquemática puede decirse lo siguiente: es indudable que en los estoicos como en los cínicos, y, por otra parte, también en los epicúreos, encontramos cierta tradición crítica con respecto a lo que es saber inútil, y una afirmación del privilegio de todo conocimiento, todos los saberes, todas las técnicas, todos los preceptos que puedan concernir a la vida humana. Que todo el saber que necesitamos debe ser un saber ajustado a la tekhne tou biou (el arte de vivir) es un tema que es tan estoico como epicúreo o cínico. A punto tal que en ciertas corrientes del estoicismo a las que se califica como “heréticas”, entre comillas, encontramos afirmaciones que son, por decirlo de algún modo, drásticas, o, en todo caso, perfectamente restrictivas, sobre lo que podría ser el conocimiento del mundo o de la naturaleza.
(Michel Foucault, Hermenéutica del sujeto. Curso colectivo del Cóllege de Francia, 1981-1982, Madrid, Akal, 2005)
Si se sigue la exposición de Foucault, queda claro el “peligro” que Aristón le señala a los artistas: el convertirse en unos “inútiles”, artesanos de artefactos que para nada “sirven”. Es como si la advertencia, a la vez que detecta el carácter socialmente negativo del arte (al menos como potencialidad) busca conjurar esa naturaleza. Si es posible la comparación, se trata de la estimación contraria a las corrientes estéticas y teóricas contemporáneas que insisten con que, en realidad, lo característico del arte es esa no función, y por lo tanto los símiles que se suelen aducir acercan el arte al juego de los chicos y los vaivenes y el despilfarro de “energía” de la sexualidad.
Continúa el artículo de Foucault:
Y está claro que esto lo encontramos en el famoso Aristón de Quíos: Aristón de Quíos, como saben, de quien Diógenes Laercio decía que expulsaba de la filosofía la lógica y la física (ésta porque estaba encima de nuestras fuerzas, aquella porque no nos interesa de ninguna manera). Para Aristón importaba sólo la moral, y aún así, decía, no son los preceptos (los preceptos cotidianos, los consejos de prudencia, etcétera) los que forman parte de la filosofía, sino simplemente una serie de principios generales de moral, una serie de dogmata; por sí misma, y sin tener necesidad de ningún otro consejo, la razón es capaz de conocer en cada circunstancia qué es lo que hay que hacer sin referirse al orden de la naturaleza. Con Aristón de Quíos tenemos, por así decirlo, un punto límite…
En la nota al pie que acompaña Foucault señala que Aristón fue un discípulo “disidente de Zenón”, y agrega: “no se contenta con desdeñar la lógica (inútil) y la física (inaccesible), sino que sostiene además un moralismo radical consistente en la afirmación de que, fuera de la virtud, todo vale lo mismo (postulado de indiferencia, que impide la prescripción de deberes medios)”.
La perspectiva de Aristón, se insiste, permite entender bien la distinción entre el pensamiento estético de la antigüedad y el moderno. En la síntesis que realiza el filósofo alemán Ernst Cassirer:
La belleza parece ser uno de los fenómenos humanos más claramente conocidos. No empañado por ningún aura misteriosa, su carácter y naturaleza no han menester de ninguna teoría metafísica sutil y compleja para ser explicados. La belleza es parte de la humana experiencia, algo palpable e inconfundible. Sin embargo, en la historia del pensamiento filosófico el fenómeno de la belleza se ha manifestado como una de las mayores paradojas. Hasta la época de Kant, la filosofía de la belleza significa siempre un intento de reducir nuestra experiencia estética a un principio extraño y a sujetar el arte a una jurisdicción extranjera. Fue Kant, en su Crítica del juicio, el primero en proporcionar una prueba clara y convincente de la autonomía del arte. Todos los sistemas anteriores buscaban un principio dentro de la esfera del conocimiento teórico o de la vida moral.
(E. Cassirer, “El arte”, en Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura, México, Fondo de Cultura Económica, 1945. La bastardilla es nuestra.)
Y concluye a continuación:
Alejandro Baumgarten ha llevado a cabo el primer ensayo sistemático y comprensivo para construir una lógica de la imaginación, pero tampoco este ensayo, que en cierto sentido fue decisivo e inestimable, pudo asegurar al arte una verdadera autonomía. Porque la lógica de la imaginación no podía pretender la misma dignidad que la lógica del intelecto puro. Si existía una teoría del arte tenía que ser, únicamente, como gnoseología inferior, como un análisis de la porción sensible inferior del conocimiento humano. Por otra parte, se podía describir el arte como un emblema de la verdad moral. Era concebido como una alegoría, como una expresión figurada que escondía, tras su forma sensible, un sentido ético. Pero en ambos casos, tanto en la interpretación moral como en la teórica, el arte no poseía un valor propio e independiente. En la jerarquía del conocimiento y de la vida humana no era más que una etapa preparatoria, un medio subordinado y ministerial que apuntaba hacia un fin más alto.
(La bastardilla es nuestra.)
El “otro” de Aristón, Filodemo, nació en Gadara, Siria, hacia el 110 a .C. y murió probablemente en Herculano sobre el 40 ó 35. Fue un destacado poeta que estudió con Zenón de Sidón, quien comandaba la escuela de Epicuro fuera de Atenas. Virgilio se formó con sus lecciones, y fue además una influencia decisiva sobre el Ars Poetica de Horacio. La denominada Antología Palatina contiene 34 de sus epigramas. La particularidad de su obra es que se lo considera un pensador innovador en el área de estética. A mediados del siglo XVII, de las cenizas que quedaban de Herculano sepultado por el manto de lava del Vesubio fueron recuperados trozos de papiro carbonizado que contienen 36 tratados que se atribuyen a Filodemo. Estos trabajos versan sobre la música, la retórica, la ética y defienden el punto de vista epicúreo contra los estoicos y los peripatéticos. Los primeros fragmentos de estas obras se publicaron recién en 1834, y al día de hoy se sigue trabajando en su recuperación.
María Paz López Martínez, en su artículo “La Poética de Filodemo de Gádara: estado de la cuestión” (en Ítaca. Quaderns Catalans de Cultura Clàssica, n. 19, Barcelona, Societat Catalana d’Estudis Clàssics, 2003, pp. 115-126) cuenta que las nuevas tecnologías han permitido establecer sobre aquellos papiros que “el libro I de la Poética de Filodemo medía 16 metros , mientras que el tratado Sobre la piedad ocupaba un solo rollo que alcanzaba los 23 metros y contenía unas 376 columnas completas”. Y precisa como objetivo general de las obras rescatadas:
Filodemo lo que intenta, probablemente, es reconducir la poesía a los límites que le competen: para él la poesía es una fuente de placer, pero de un placer innecesario, y, por tanto, no se le puede atribuir una eficacia ética o educativa.
Salta a la vista la contraposición con las ideas de Aristón. En su tratado Filodemo pasa revista, al parecer siguiendo un orden cronológico, a las teorías estéticas de una serie de pensadores: Megaclides, Androménides, Heracledoro, Crates y Pausímaco. Este último, por ejemplo, cuenta López Martínez,
es partidario del ingenium y cree que los buenos poetas componen por inspiración, una naturaleza deficiente -en su opinión- distorsiona las sensaciones de una persona. Así, los buenos poetas componen por su afinidad natural hacia los sonidos y producen los esquemas métricos de sus versos, también, de manera espontánea.
Pausímaco es, pues, un “eufonista puro” (hoy se lo atacaría por “formalista”). Crates, el antecedente más directo de Filodemo, tiene una posición no muy alejada.
Crates defendió un método de juicio literario independiente tanto de la filosofía como de la gramática. Para este autor, el sonido es el único criterio para valorar la calidad de un verso. En el sonido reside de manera inherente la excelencia natural de un poema, y ésta es reconocida intuitivamente por los oídos. Juzgar el contenido es tarea del filósofo, pero no del crítico. Es decir que, siguiendo el mismo camino de inspiración que algunos teóricos modernos han encontrado en la literatura, el debate que establece Crates es con respecto a la pertinencia de los enfoques y al esfuerzo por distinguir aquello que es propio de la estética (el aspecto formal) y aquello otro que cae en el territorio de las que, muchos siglos después, Ferdinand de Saussure llamaría las “ciencias conexas” en su obsesión por delimitar un objeto y un campo propio de labor. Suena increíble, verdaderamente, que antes de nuestra era se levantara un defensor de “un método de juicio literario independiente”, aunque a poco andar aparezcan los límites del tal exigencia.
Las ideas resumidas coinciden con las de otros defensores de la eufonía, es cierto, pero la postura de Crates comporta una novedad, dado que supone un compromiso entre la aproximación moralista y la formalista. Esto es así pues -como Filodemo- Crates niega finalmente que podamos juzgar la forma sin hacer referencia al contenido, y para él no cualquier contenido puede ser apto para su abordaje estético. Los temas y la lengua para hablar esos temas se vuelven cruciales.
Ya entrando en el V y último libro -aquel en el que Filodemo “niega la identificación de la poesía con la utilidad moral”- aparecen algunas vertientes más fuertemente polémicas, entre otras la referida al ya mencionado Aristón. Según concluye López Martínez:
los fragmentos de la Poética de Filodemo son una fuente valiosísima para conocer los temas de discusión de la poética en época Helenística, temas que, con matices, seguirán vigentes hasta la época Romana: la especificidad de la poesía, las dualidades de ingenium/ars, res/verba, docere/delectare, las características de los géneros literarios, el estilo, la dicción, el criterio para juzgar la calidad de una obra literaria; cuestiones todas ellas que siguen vigentes en la actualidad.
Expandiendo un poco las dualidades enlistadas:
● ingenium/ars
Ya sea mencionó parcialmente este par que enfrenta el componente subjetivo (ingenium), término que se coloca del lado del estilo, la inspiración, la libertad de creación del artista, y el componente objetivo (ars), es decir las herramientas, la técnica, más el conjunto de normas heredadas que determinan socialmente qué es la literatura y posibilitan su comprensión y valoración.
● verba/res
Las palabras, el componente formal (palabra, verba) y la cuestión, los temas que se tratan, el contenido (cosa, res). En este punto es conveniente señalar que, además de enumerar una serie de prohibiciones, las poéticas de la Antigüedad establecieron una ligazón fuerte entre los temas y sus registros verbales. La tragedia, por ejemplo, fija que sus personajes nobles deben hablar siguiendo ciertas normas y registros lingüísticos y no otros, etcétera.
● delectare/docere
Se trata del par que Aristóteles resaltó en sus estudios retóricos para caracterizar al discurso de la persuasión, que se dirige tanto al corazón como al cerebro del auditorio, busca sensibilizarlo y a la vez exponer ciertas razones lógicas. Enseñar y deleitar, brindar un entretenimiento que no rehúya la enseñanza moral, porque si no entregara una “moraleja” de ese tipo el arte no serviría para nada.
Los términos que constituyen los tres pares enfrentados encuentran ciertas afinidades entre sí (ingenium-verba-delectare / ars-res-docere), pero sería equivocado soldarlos de una vez y para siempre, precisamente porque los pensadores antiguos debatieron durante centurias precisando acercamientos y combinaciones diversas. De igual modo, el terreno común en el que se desarrollan los diversos pareceres y las polémicas es el de la aceptación de estos términos; las diferencias están dadas por lo general por la predominancia (o el grado del predominio) de uno(s) sobre otros.
El “enfrentamiento” que se ha presentado entre Aristón y Filodemo, entonces, ha tenido como meta ofrecer dos polos extremos que posibilitaran destacar:
1) Hasta qué punto es una injusticia reducir el campo de la especulación estética antigua a dos o tres figuras destacadas, como Platón, Aristóteles y Horacio,
2) los múltiples matices y diferencias que estas especulaciones encierran, y la consecuente imposibilidad de resumir el conjunto en media docena de indicaciones generales; y
3) la certidumbre de que aquellos debates, por vías diversas y aunque hayan sido sometidos a múltiples transformaciones, abren caminos conceptuales y analíticos que llegan hasta el presente.
¿No resuena, acaso, en el choque los pareceres de Aristón y Filodemo la querella ya canónica entre “clásicos” y “modernos” que agitó la vida intelectual de la Francia del siglo XVII? Cuando, en medio de lo que el ensayista galo Paul Hazard ha calificado de “crisis de conciencia” (La crisis de la conciencia europea, Madrid, Alianza, 1988), cruzaron sus espadas estéticas el Arte poética de Nicolás Boileau-Despréaux y la severa opinión de Jean de La Fontaine , quienes sostenían la idea de que el gran arte exigía el respeto por las normas que habían acuñado los clásicos griegos y latinos, con los nuevos aires que intentaba respirar Jean Desmarets de Saint Sorlin con su ensayo Comparación de la lengua y de la poesía francesa con la griega y la latina y los miembros de la Academia Francesa Bernard le Bovier de Fontenelle (su Digresión sobre los antiguos y los modernos -Digression sur les anciens et les modernes- se publicó en 1688) y Charles Perrault (quien además de dar forma literaria a “Caperucita Roja” dio a conocer en 1688 su Comparación entre antiguos y modernos), artistas y pensadores que argumentaban que era imposible lanzarse a la arena creativa con un esquema completamente delineado a priori, y que la libertad reclamada y ejercitada por el creador demostraba definitivamente la superioridad de los espíritus modernos.
¿No es también significativo que en una epístola fechada hacia 1700 Boileau convocara a la paz a Perrault y le concediera que en realidad consideraba que ambos dos estaban mucho más cerca que lo que muchas palabras altisonantes escondían?
El debate no se ciñó únicamente a Francia y la Europa continental, también intervinieron en él prominentes intelectuales ingleses de la época, como Daniel Defoe y, en particular, Jonathan Swift. El autor de Los viajes de Gulliver y maestro de la sátira, buscando defender a su amigo William Temple, quien argumentaba a favor de la primacía de los Antiguos, escribió la obra burlesca La batalla de los libros antiguos y modernos (The Battle of the Books, 1704).
Este breve combate (en la presentación de cuyo tema diversos especialistas han destacado la influencia de Miguel de Cervantes) fue incorporado como prefacio a la edición de A Tale of a Tub, y es particularmente interesante en relación a la manera en que la parodia novelesca de Swift presenta a la fiera Crítica como aliada al bando de los desmedidamente ambiciosos Modernos:
Mientras tanto, Momo, temiendo lo peor, y recordando una antigua profecía que no auguraba porvenir venturoso para sus hijos los Modernos, desvió su vuelo con destino a la región donde habita una deidad maligna llamada Crítica. Ella vivía en la cima nevada de la montaña Nova Zembla; Momo la encontró recostada en su guarida sobre los despojos de innumerables volúmenes medio devorados. A su derecha estaba sentado Ignorancia, su padre y marido, ciego por la edad; a la izquierda, Orgullo, su madre, vestida con los trozos de papel que ella misma había arrancado de los libros. Estaba Opinión, su hermana, de pies ligeros, cabeza fuerte y ojos entrecerrados, que sufría de vértigo y se encontraba perpetuamente mareada. Alrededor de ellos jugaban sus hijos, Ruido y Descaro, Embotamiento y Vanidad, Pragmatismo, Pedantería y Malos Modales. La diosa tenía garras como un gato; su cabeza, orejas y voz parecían las de un asno; le faltaban dientes; tenía los ojos hundidos, como si se mirara sólo a ella misma. Su dieta eran los desbordes de su propia bilis que se acumulaban en el bazo tan portentoso y destacado como un gran tazón; contaba con una serie de excrecencias en forma de tetas de la que una tripulación de horribles monstruos chupaba con avidez (…)
“Diosa”, dijo Momo, “¿cómo puede quedarse de brazos cruzados mientras nuestros fieles devotos, los Modernos, en este instante van a entrar en cruel batalla, y tal vez ahora mismo yacen muertos bajo las espadas de sus enemigos? Si eso ocurre, ¿quién de ahora en más honrará con sacrificios o construirá altares a nuestros dioses? Apúrate, por tanto, a marchar a las islas británicas y hacer lo posible para evitar su destrucción, mientras yo trataré de convencer a los dioses, y de tal modo aumentar los aliados para nuestro partido”.
(Tomado de The Battle of the Books and Other Short Pieces: Webster's Spanish Thesaurus Edition, Londres, Icon Books(i), 2008. Traducción nuestra.)
Es valioso sopesar los alcances de esta ilustración de libros devorados y monstruos que se visten con las tiras de papel que ellos mismos han arrancado. La imagen recuerda la “crítica” que no hace mucho recibieron los miembros de la corriente estructuralista y otros investigadores de metodología lingüística por diseccionar una poesía como si se tratara de una rata de laboratorio, siguiendo, de acuerdo con sus acusadores, una práctica propia de otras disciplinas menos “espirituales”.
Es decir que la moraleja de la concepción alegórica de Swift dicta que es imperioso enlistarse en el bando de los Antiguos, las poéticas clásicas, los grandes modelos a seguir y perseguir, la letra de la ley, porque si no será el reino del capricho de los Modernos, la Crítica sin fundamento, el imperio decadente y disgregador del Todo Vale.
A diferencia de la postura que Oscar Wilde tan brillantemente desarrollara décadas más tarde, para Swift al parecer la crítica poco tenía que hacer dentro del mundo del arte, donde el principio de autoridad y el sentido común no dejaban nada por agregar. Curiosamente, después de años de oscuridad y olvido las obras de Swift serán rescatadas para los lectores contemporáneos por las corrientes de la vanguardia histórica, que estimaron a Los viajes de Gulliver como un ícono precursor de la renovación estética.
Por otra parte, quizás vale la pena aquí, en razón de su enfrentamiento con lo “moderno”, recordar que, aunque lo parezca, el término “clásico” no existió desde siempre. Se suele asociar su origen a Aulio Gelio, particularmente a su obra Noches áticas, del siglo II d.C., quien utilizó el adjetivo para distinguir al escritor “culto” (“clásico”) del creador “popular”.
Lo clásico está vinculado entonces con la cualidad de la duración, es decir que sirve para calificar aquel arte que no se reduce a ser un mero entretenimiento -aunque agradable e ingenioso- pasajero o se ofrece como un mero comentario de actualidad, sino que es capaz de trascender las épocas y las geografías, permanecer. Pero será en la época del Renacimiento donde la calificación adoptara su significación fuerte, para referirse al conjunto destacado de autores y obras de la antigüedad grecolatina que sirven como modelo para los artistas posteriores. Por este camino las palabras que Sócrates y Platón habían dedicado a la actividad artística, las poéticas de Aristóteles y Horacio adquirieron el carácter de guía que quizás no pretendieron tener en su origen.
Entre esos referentes hay que sumar el Sobre lo sublime, ensayo atribuido sin gran seguridad a Longino, que se ubica entre el siglo III y I a.C. (que fue traducido al francés por el propio Boileau). Este autor concibe lo sublime como el nivel más alto que puede alcanzar el amor platónico, pero, paradojalmente, supone que ese “efecto” máximo supone el eclipse de la razón para que el goce despunte de manera irrefrenable. La verdadera belleza, de acuerdo con sus definiciones, produce dolor.
Sobre lo sublime es un tratado acerca de la literatura en el que se analizan diversas obras en función de establecer modelos y antimodelos. Longino sostiene, con pensamiento barroco antes de su época, que al arte debe distanciarse del lenguaje simple y llano, y elevarse hacia las complejidades del estilo.
Distingue cinco senderos posibles para acceder a lo sublime, que, como se verá, más bien describen una cierta “experiencia del lenguaje” que produce un alejamiento de las emociones contenidas de la vida común (la distinción entre el arte “clásico” y el que no lo es sostenida por Gelio). Son esas vías:
1- los grandes pensamientos (“grandiosas son, como es natural las palabras de aquellos que tienen pensamientos profundos”),
2- las emociones muy marcadas (“la acumulación de todos los detalles y tópicas inherentes a la situación”, la concentración, el rechazo de todo lo accesorio que mitiga el “efecto” estético),
3- las “figuras” de la lengua y del pensamiento,
4- la dicción noble,
5- la disposición digna de las palabras (el ordenamiento formal que, de tan pulido, se muestra tan bello y armónicamente natural como una manzana o una mariposa: “El arte es perfecto cuando parece que es obra de la naturaleza”).
Son estos caminos -que semejan acercarse mucho a las exigencias de la retórica- del alma que se proyecta los que permiten aseverar que
para el ímpetu de la contemplación y el pensamiento humano no es suficiente el universo entero, sino que con hasta frecuencia nuestros pensamientos abandonan las fronteras del mundo que los roda y, si uno pudiera mirar en derredor la vida y ver cuán gran participación tiene en todo lo extraordinario, lo grande y bello, sabría inmediatamente para qué hemos nacido
(‘Longino’, Sobre lo sublime, Madrid, Gredos, 1979)
Lejos de las definiciones de lo sublime que, muchos siglos después y bajo el impacto de las ideas empiristas, lanzarán el irlandés Edmund Burke (Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello, 1757) y el idealista alemán Immanuel Kant (Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, 1764; Crítica del juicio, 1790), Longino parece seguir más una derivación personal de la idea de la contemplación platónica antes que la tozuda porfía en la mímesis propia de Aristóteles, a quien más bien se acerca en su insistencia sobre las cuestiones retóricas. Lo sublime es para él, en definitiva, “una elevación y una excelencia en el lenguaje”. En otras palabras:
(…) casi me siento también dispensado de explicar con detalle que lo sublime es como una elevación y una excelencia en el lenguaje, y que los grandes poetas y prosistas de esta forma y no de otra alcanzaron los más altos honores y vistieron su fama con la inmortalidad.
Pues el lenguaje sublime conduce a los que lo escuchan no a la persuasión, sino al éxtasis. Ya que en todas partes lo maravilloso, que va acompañado de asombro, es siempre superior a la persuasión y a lo que sólo es agradable.
► Se ha desarrollado hasta aquí, de manera sintética, el abordaje a las poéticas de la Antigüedad poniendo el énfasis en una perspectiva prescriptiva. Por otro lado se encuentra una versión descriptiva. En esta línea se podrían integrar las poéticas desde el punto de vista de que en ellas se encuentra la descripción minuciosa de un conjunto de procedimientos artísticos básicos que permiten distinguir ciertas clases de obras de otras clases (los “géneros”).
Si bien cuando se hace mención de los tratados poéticos se puede mezclar esta consideración con la variante prescriptivista, lo cierto es que no necesariamente, como hacen muchos, deberían estimarse así ejemplos clásicos como, el más célebre, la poética aristotélica.
El objetivo explícito de Aristóteles -de alguna manera también de Platón- es el de ordenar el tesoro constituido por las grandes obras de la tradición griega, principalmente la épica y la tragedia. Lo que se busca es llevar claridad, posibilitar el ordenamiento, es decir, ayudar a que el conjunto de la comunidad de los lectores puede orientarse en el bosque de la “lengua estetizada” y quede disipado cualquier malentendido. En términos tradicionales se podría decir que se trata de una tarea docente, en términos más actuales es posible hablar de una labor que busca cimentar la claridad de los “pactos comunicativos” que los géneros literarios encierran implícitamente.
O sea, según lo describe Tzvetan Todorov en su Introducción a la literatura fantástica se trata de desplegar a la vez un conjunto de posibilidades combinatorias más los principios generativos a los que debe responder cualquier texto.
De cualquier modo, ya se enfaticen las características de preceptiva ya los elementos descriptivos, debe añadirse también obligadamente que en casi todas las ocasiones es difícil distinguir uno del otro, por el simple hecho de que la simple elección de un género u otro, la extensión que se dedica a tal o cual tipo de obra, los ejemplos que se usan como modelo, todo ello encierra un fuerte elemento valorativo, más o menos declarado. Por esa razón, las poéticas también contienen un elemento crítico, que pertenece al orden del enjuiciamiento estético. Si se lee con cuidado el Arte poética de Aristóteles se pueden encontrar a cada paso los verbos que determinan el carácter prescriptivo (“debe”, “es necesario que”) y distinguirlo en el siguiente de los que dan cuenta de la búsqueda analítico-descriptiva (“es”).
Introducción al término “género”
Si se sigue la etimología trazada por el diccionario de la Real Academia Española el término castellano género proviene del neutro latino genus, genĕris, y envuelve entre otros significados: 1. m . conjunto de seres que tienen uno o varios caracteres comunes, 2. m . clase o tipo al que pertenecen personas o cosas, y finalmente el que aquí interesa: 3. m . en las artes, cada una de las distintas categorías o clases en que se pueden ordenar las obras según rasgos comunes de forma y de contenido. Puede encontrarse también una entrada más específica, para género literario: m. cada una de las distintas categorías o clases en que se pueden ordenar las obras literarias; e incluye una derivación semántica que se retomará más adelante: subgénero, m. cada uno de los grupos particulares en que se divide un género.
De acuerdo con la referencia que ofrece Joan Corominas (Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, 4ª edición, Madrid, Gredos, 2008) la locución latina es a su vez derivada del sustantivo griego génos, que proviene del verbo gignere, 'engendrar'. De esas formas gramaticales descendería, por ejemplo, el antiguo francés gendre (genre en francés moderno) que entró en el inglés para producir gender.
Genos (en griego antiguo γένος, en plural gene, γένη, 'clan') es un término que se utilizaba originalmente en la antigua Grecia para designar a los pequeños grupos parentales que se identificaban a ellos mismos como una unidad. La mayoría de los gene (clanes), según han documentado los historiadores especializados, parecen haber estado compuestos por familias nobles. Heródoto usa el vocablo para denotar, precisamente, a las familias nobiliarias; de acuerdo con sus crónicas la mayor parte de la primitiva vida política griega no consistió en ninguna otra cosa que en los enfrentamientos entre las diversas gene. Los mejores y más sólidos testimonios sobre los gene provienen de la ciudad de Atenas, donde autores desde el ya mencionado Heródoto hasta Aristóteles se ocuparon de ellos.
Según se puede extractar del diccionario editado por Simon Hornblower y Anthony Spawforth (The Oxford Classical Dictionary, Oxford University Press, 2003), varios historiadores modernos han encontrado un punto de consenso a través de la postulación de que esos gene habrían sido el grupo organizativo básico de las tribus dóricas y jónicas que se asentaron en Grecia durante la denominada “Edad Oscura”, aunque los especialistas más recientes han llegado a otra conclusión: de acuerdo a esta interpretación de las fuentes los gene habrían surgido más tarde, cuando varios grupos familiares reclamaron el derecho a un linaje noble. Con el tiempo, algunos, pero no necesariamente todos, los gene llegaron a estar relacionados con funciones sacerdotales hereditarias, como los cérices y los eumólpidas en Eleusis.
De acuerdo con Friedrich Engels (El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Madrid, Alianza, 2008):
La palabra latina gens, que Morgan emplea para este grupo de consanguíneos, procede, como la palabra griega del mismo significado, genos, de la raíz aria común gan (en alemán -donde, según la regla, la g aria debe ser reemplazada por la k- kan), que significa "engendrar". Las palabras gens en latín, genos en griego, dschanas en sánscrito, kuni en gótico (según la regla anterior), kyn en antiguo escandinavo y anglosajón, kin en inglés, y künns en medio-alto alemán, significan de igual modo linaje, descendencia. Pero gens en latín o genos en griego se emplean esencialmente para designar ese grupo que se jacta de constituir una descendencia común (del padre común de la tribu, en el presente caso) y que está unido por ciertas instituciones sociales y religiosas, formando una comunidad particular, cuyo origen y cuya naturaleza han estado oscuros hasta ahora, a pesar de todo, para nuestros historiadores.
El anterior pasaje por la historia es importante para entender qué es lo que verdaderamente se ponía en juego para pensadores como Platón y Aristóteles cuando en sus obras reflexionaron sobre la naturaleza de los géneros literarios.
Por otra parte, es posible, y quizás imprescindible aunque excede el límite de estas notas, vincular el origen del establecimiento occidental de los grandes géneros con las raíces mismas que alimentaban su mentalidad y posibilitan hoy reconstruirla. Así sostiene Karl Kerényi:
“(…) la mitología es al mismo tiempo una forma de vivir y de actuar para aquellos que piensan dentro de ella y se expresan a través de ella. (…) A un lenguaje de citas corresponde una ‘vida en el mito’, tal como se ha denominado con gran acierto este tipo de vida basado en citas. El yo antiguo -y su conciencia de sí mismo- estaba abierto, por así decirlo, hacia el pasado y recogía muchas cosas de lo pretérito que repetía luego en el presente y que con él volvía a ‘estar ahí’. En este contexto se citó también al filósofo español Ortega y Gasset, que describía el mismo comportamiento diciendo que el hombre antiguo antes de hacer algo retrocedía un paso, como el torero que toma impulso para entrar a matar. Que busca en el pasado un modelo que se cala cual escafandra de buzo, para zambullirse así protegido y deformado a la vez, en el problema presente.
(La religión antigua, Barcelona, Herder, 1999, pp. 17-18. La bastardilla es nuestra.)
Es decir, que los géneros de alguna manera forman parte de ese “pasado en el presente” que comprende todo tipo de acción y pensamiento, incluido particularmente el estético, y lo guía.
Se puede observar así que no se trataba simplemente de establecer una normativa poética, sino de encontrar una serie de principios básicos que posibilitaran describir y clasificar las obras artísticas. Pero esas leyes generales que orientaban la gestión clasificatoria conservaban la fuerza de la tradición que se impone como las fuerzas de la naturaleza elegida por el hombre. Como más tarde va a advertir el poeta latino Horacio, justamente porque los poetas ocupan socialmente un lugar difuso dado que la creación necesita de libertad para la creación y porque muy fácilmente también esa libertad puede ser malentendida, se necesitan recordar a cada paso los caminos que la misma comunidad ha desmalezado en una labor de siglos y celebra como atributo de civilización.
Se trata de las primeras civilizaciones humanas que reflexionan sobre su propia constitución como sociedad, aquellas que inventaron la “política” y la “cultura”, por ese mismo camino es bien entendible que hayan transpolado su preocupación hacia el universo del arte. Los géneros, ya entonces, pues, pueden ser pensados como grandes esquemas ordenadores de una práctica comunicativa, dado que buscan acostumbrar tanto a los artistas como a la audiencia a un conjunto de pautas genéricas que faciliten la comunicación y la comprensión, la producción y la interpretación, y eviten a la vez los “malos entendidos” y sus efectos disgregadores desde el punto de vista social.
Transitan por el mismo sendero que recorren el saber y las técnicas retóricas, asociados a los diversos ámbitos sociales específicos (la política, la justicia, la vida privada).
Oigo a algunos demasiadamente confiados en su natural ingenio, dezir: que como se puede nadar sin corcho, se puede también escribir sin leyes. Brava presumpción y vana confiança, y indigna de ser admitida. [...] Y mientras no tuvieres a la mano otros maestros de poesía, al mar tempestuoso arrojo estas Tablas poéticas; quando te fueres anegando en el golfo de la dudosa confusión, arrímate a ellas, y por ventura saldrás a la orilla salvo y libre de la tormenta.
La cita pertenece a las Tablas poéticas (1617) de Francisco de Cascales, miembro del humanismo en la España de la Contrarreforma y traductor insigne de la obra del poeta latino Horacio. La referencia la brinda José Luis López Pastor (“La traducción del licenciado Francisco de Cascales del Ars Poética de Horacio”, en Criticón, 86, España, Universidad de La Rioja , 2002, pp. 21-39), y parece ofrecer una buena síntesis del por qué de la necesidad de poéticas y géneros.
Del mismo modo que las leyes que organizaron la vida social de los hombres los arrancaron de una vez y para siempre de la horda y el vagabundeo incesante en busca de la supervivencia, es decir de la animalidad, así las normas que guían el quehacer estético son vistas como una marca de la civilización que busca ser protegida. Es cierto que, cuando se lee en detalle las obras normativas de Aristóteles, Horacio y otros “legisladores” igual de célebres, siempre se encuentra el paréntesis o la referencia marginal a la libertad necesaria para que la creación sea posible y, en función de ella, se consideran ciertas particularidades que dan vida a la figura del artista (en este sentido se puede agregar que Theodor Adorno tiene razón y el arte siempre ha ocupado una posición de “negación” en cuanto a la sociedad mirada en conjunto); pero así también es pertinente afirmar que, precisamente porque la creación abre las puertas de un impulso que puede desbarrancarse en la pura subjetividad, la ambición particular, el deseo de prestigio, etcétera, el género (la tradición) ofrece un marco de contención, guía y resguardo.
A la manera de los topoi aristotélicos, el contexto prescriptivo que suponen los géneros se ofrece como un marco social regulatorio, el sentido común en tanto sentido de la comunidad.
Por esta última vía los géneros literarios suponen una construcción histórica que se hereda como un mandato cultural, y que prueba su necesidad y eficacia precisamente porque ha sabido soportar el paso del tiempo. Son normas culturales, por lo tanto, tan enraizadas que muchos pensadores a lo largo de los siglos no han dudado en estimarlos como “emanaciones” directas del propio espíritu humano; de esta manera, su origen tendría un carácter natural, aquel que desenvuelve las modalidades y necesidades del alma de los hombres.
Se acepte esta versión o la más aristotélica, o sea aquella que destaca más el carácter formativo de una comunidad, lo cierto es que se trata de normas que, dada su solidez, una vez establecidas resultaría absolutamente dificultoso y hasta imposible determinar si se trata de disposiciones “naturales” o “adquiridas”.
Platón
En ese contexto sin duda la figura de Platón (c. 427 a . C./428 a. C. - 347 a . C.) ocupa un lugar fundante y destacado. Las historias suelen citar, en primer lugar, el Capítulo III de su obra mayor, La República , como un breve tratado de normativa literaria.
Allí puede leerse:
(…) y nos daríamos por contentos con tener un poeta y recitador más austero y menos agradable, si bien más útil, que imitara el tono del discurso que conviene al hombre de bien.
(La República , Libro III, edición de Patricio de Azcárate, volumen 7, Madrid, Medina y Navarro, 1872)
Queda bien claro, en la segunda parte de la cita, la ambición estética poco “moderna” que guía la concepción platónica. Es evidente que para el filósofo griego la creación artística debe subordinarse a la necesidad social de una comunidad ordenada e ideal, según el modelo político-social que La República condensa. No puede haber en esta concepción un espacio para la autonomía estética, y todo el capítulo III se concentra precisamente en la preocupación por impedir que autonomía de algún tipo pueda ser considerada: la obra artística tiene valor y sentido en tanto y en cuanto se subordine a los principios mayores de la integración de una “buena” comunidad, si no, el arte de los poetas se convierte en perjudicial y desintegrador, y por lo tanto debe ser combatido y los hombres alertados sobre sus efectos engañosos e indeseables.
Un poco antes de las frases anteriores puede leerse:
(…) en la poesía y en toda ficción hay tres clases de narraciones. La primera es imitativa, y, como acabas de decir, pertenece á la tragedia y á la comedia. La segunda se hace en nombre del poeta; y la verás empleada en los ditirambos. La tercera es una mezcla de una y otra…
Es decir que, en función del cometido ético-político señalado con anterioridad, Platón establece la distinción entre los llamados tres géneros clásicos:
● La poesía mimética o dramática.
● La poesía no mimética o lírica.
● La poesía mixta o épica.
Habría que señalar en primer lugar que, como ocurre también con Aristóteles, en sus afirmaciones queda asentada de una vez y para siempre el carácter mimético de los fenómenos artísticos en general y literarios en particular. El arte se define en función de un cierto fundamento representativo, por aceptación o negación (la poesía). Vale la pena indicar aquí que esa distinción opositiva entre mimético/no mimético es la que se va a retomar en diversas “traducciones” o adaptaciones hasta la actualidad; por ejemplo, en la contraposición entre objetividad y subjetividad, o, de Karl Bühler a Roman Jakobson, entre el predominio de la función representativa o referencial y la función emotiva o expresiva del lenguaje.
Las obras poéticas desarrolladas por imitación son la tragedia y la comedia. Las ficciones que emplean la narración hecha por el propio poeta son los ditirambos, y otras expresiones de la poesía lírica. Finalmente, las epopeyas reúnen ambos sistemas en cambiante proporción.
Para Huerta Calvo, el interés de Platón era principalmente el de analizar qué géneros eran beneficiosos para todos en su república ideal, es decir, una poesía de carácter objetivo, racionalista, acrítico, no ambiguo. En el fondo, según este autor, Platón estaría abogando por la disolución de los géneros.
Aristóteles
Para Aristóteles (Estagira, Macedonia, 384 a . C. - Calcis Eubea, Grecia, 322 a . C.) sería, como ya se subrayó, la mímesis (la imitación) el fundamento de toda creación artística. A él se debe la primera formalización, la más decisiva y detallada reflexión sobre los géneros literarios, según se puede leer en su Poética que ha llegado hasta la actualidad de manera incompleta.
Allí dice, según la traducción al español del Arte poética que José Goya y Muniain realizó en 1798:
En general, la épica y la tragedia, igualmente que la comedia y la ditirámbica, y por la mayor parte la música de instrumentos, todas vienen a ser imitaciones. Mas difieren entre sí en tres cosas: en cuanto imitan o por medios diversos, o diversas cosas, o diversamente, y no de la misma manera.
El filósofo diferencia los géneros utilizando como patrón los diferentes medios, objetos y modos en que la mímesis se realiza.
● Según los medios los géneros pueden utilizar:
· Poesía ditirámbica: ritmo, melodía y verso se conjugan.
· Drama: ritmo, melodía y verso aparecen de manera separada.
● Según los “objetos”:
· Tragedia, epopeya: personajes moralmente superiores.
· Comedia, parodia, ditirambo: personajes moralmente inferiores.
● Según los modos los géneros pueden ser:
· Narrativo: el poeta narra en su nombre o en el de los personajes.
· Dramático: los actores representan directamente la acción.
Llama la atención la ausencia de la lírica en la tríada básica, puesto que sólo hay alguna mención marginal a ella. Se había atribuido la ausencia al carácter fragmentario de la obra, o a que la gran lírica se considerase “musical”, y por lo tanto no específicamente “literatura”. Con respecto a este punto, Kate Hamburger afirma que Aristóteles distinguía poiesis -hacer- de legein -decir-, o sea, mímesis de logos. La poesía, como forma no mimética, caería fuera del dominio de la poiesis.
Las propias palabras de Aristóteles, después de ensalzar a Homero, se dirigen hacia la definición de aquel género que -por fuerza de realización más puro y fuerte del impulso mimético- ocupa el centro de su Arte poética:
En suma, la imitación consiste en estas tres diferencias, como dijimos, a saber: con qué medios, qué cosas y cómo.
(…) Hablemos ahora de la tragedia, resumiendo la definición de su esencia, según que resulta de las cosas dichas. Es, pues, la tragedia representación de una acción memorable y perfecta, de magnitud competente, recitando cada una de las partes por sí separadamente, y que no por modo de narración, sino moviendo a compasión y terror, dispone a la moderación de estas pasiones. Llamo estilo deleitoso al que se compone de número, consonancia y melodía. Lo que añado de las partes que obran separadamente, es porque algunas cosas sólo se representan en verso, en vez que otras van acompañadas de melodía. Mas, pues se hace la representación diciendo y haciendo, ante todas cosas el adorno de la perspectiva necesariamente habrá de ser una parte de la tragedia, bien así como la melodía y la dicción, siendo así que con estas cosas representan. Por dicción entiendo la composición misma de los versos y por melodía lo que a todos es manifiesto. Y como sea que la representación es de acción, y ésa se hace por ciertos actores, los cuales han de tener por fuerza algunas calidades según fueren sus costumbres y manera de pensar, que por éstas calificamos también las acciones; dos son naturalmente las causas de las acciones: los dictámenes y las costumbres, y por éstas son todos venturosos y desventurados.
Cuando se observan las contraposiciones que elabora Aristóteles entre los modos (narrativo/dramático) y los objetos (inferior/superior) para dar cuenta de las oposiciones cruzadas (tragedia/epopeya, comedia/parodia, tragedia/comedia, epopeya/parodia), es posible observar el carácter “esencialista” de su búsqueda. Es decir, el autor de los Tópicos busca atenerse a la realidad de las obras en sí, a sus caracteres; lo hace a la manera del biólogo que busca integrar por caracteres semejantes las unidades a sus especies y familias correspondientes. El centro, al revés que en Platón, no está puesto en la figura del poeta y sus actitudes posibles (mimética/no mimética) frente a la materia que aborda, sino que la pretensión es la de trazar un cuadro de sistematización, una taxonomía integrada. Que la tradición haya vuelto una y otra vez a Aristóteles, entonces, no supone únicamente la aceptación de la figura de autoridad, sino mucho más.
Horacio
Quinto Horacio Flaco nació en Venusa, colonia militar romana, en los confines de Licania y Apulia, el 8 de diciembre del año 65 a .C. y murió en el 8. Fue presentado a Mecenas en el 39, pasó entonces a formar parte de los artistas que se reunían alrededor de la figura del emperador Octavio. El cuerpo principal de su obra se ordena en torno a odas, epodos, sátiras y epístolas. Estas dos últimas series -se conservan en total diez sátiras y ocho epístolas- fueron escritas en hexámetros dactílicos; Horacio las llamaba también sermones. Unas y otras, que atraviesan muy diversos temas, completan una pintura social de la Roma de los tiempos octavianos.
Escritas en la madurez creativa “las (Epístolas) del Libro II pueden considerarse como el testamente literario de nuestro poeta”, cuenta Agustín Millares Carlo refiriéndose a Horacio (Historia de la literatura latina, México, Fondo de Cultura Económica, “Breviarios”/33, 1950, pp. 93 y ss.)-, y agrega:
El arte, dícenos en resumen, debe mezclar lo útil con lo dulce, y lejos de ser sólo fruto del ingenio, es resultado de largo estudio y trabajosa fatiga. De las tres epístolas que integran este segundo libro, la más conocida es la dedicada a los Pisones acerca de ciertos aspectos, formas y cánones de poesía, es especial de la dramática.
Obviamente caracteriza al género epístola la presencia discursiva de un destinatario, lo cual acentúa en él su carácter pedagógico, formativo. En el caso que aquí se destaca, la famosa “Epístola a los Pisones”, los destinatarios -el padre y sus dos hijos- son una familia bien conocida por su afición a la literatura. Continúa Millares Carlo:
Menéndez Pelayo, que en su Historia de las ideas estéticas de España (Tomo I, Madrid, 1890) hace un magistral análisis de esta obra, escribe: “No anduvo tan ciega la tradición de los humanistas al llamarla Arte poética, así como fue inocencia de algunos echar de menos en ella un orden doctrinal que no viene bien a ninguna composición poética, y que riñe con los giros caprichosos y errabundos del ingenio de Horacio. Pero la doctrina está allí clara y patente, inflexible y severa, como en un código, y reducida a versos de tono axiomático, con su sanción penal al canto, en forma de agudísimos dardos satíricos. Casi todos los preceptos de Horacio son aforismos que corresponden a leyes eternas del espíritu humano.”
En la nota al pie agrega:
Porfirio había citado a Neoptolemo de Parios (Bitinia), poeta y gramático de comienzos de la época alejandrina, como inspirador del Arte poética, pero de este testimonio se había hecho poco caso. En 1918 y 1923 publicó Jensen los fragmentos de perí poiemáton de Filodemo de Gádara, en que este poeta epicúreo cita, para refutarlas, las opiniones estéticas de Neoptolemo. Gracias a estas citas se ha visto que Porfirio estaba en lo cierto, y que Neoptolemo -con su maestro Aristóteles- es la fuente principal del Arte poética. Por esta razón ocupa en ésta el drama una parte tan considerable, y está ausente la lírica, por más que Horacio escribiera Odas y ninguna tragedia o comedia.
Neoptolemo, según Bartolomé Segura Ramos, reescribió a Aristóteles hacia el siglo III a.C. para adaptar sus ideas a la poesía. Para lograrlo propuso la distinción entre poema, poesis y poeta, que Horacio a su manera retoma.
El poeta latino expone la relación entre forma métrica y género literario y especifica tres tipos -hexámetro, yambo y versos líricos-, que se corresponden con la tripartición estilística tradicional. Se detiene en la necesidad de adecuación entre el verso y el contenido tratado, y pasa luego imperceptiblemente a la distinción entre comedia y tragedia, que se establecería mediante el uso o no del tono patético y la distinción del léxico. Continúa describiendo otra serie obligada entre relaciones: la adecuación entre el lenguaje y la emoción que se expresa, y entre el lenguaje y personaje-tipo (dios, héroe, campesino, matrona, etc.; Horacio reseña una breve historia del teatro que recorre sus principales variantes -drama satírico, comedia y tragedia, la sátira latina -, para postular que la buena factura de todos ellos exige adecuación de carácter y lenguaje). También enfatiza la importancia de articular la acción (lo expuesto a los ojos del público) y la narración (lo que debe ser contado, no exhibido).
El comienzo del arte poética horaciana, la Epístola a los Pisones, ha sido infinitamente citado:
-Si a una cabeza humana un pintor quisiera unir un pescuezo de caballo, y aplicar plumas de muchos colores a miembros juntados de todas partes, de modo que una mujer de cabeza hermosa acabe repulsivamente en negro pez, admitidos a mirarlo, ¿podríais aguantar la risa, amigos? Creed, Pisones, muy semejante a ese cuadro será la composición poética cuyas imágenes se forjen inconsistentes como delirios de enfermo, tales que ni pies ni cabeza se refieran a una forma única.
(Horacio, Epístola a los Pisones. Texto, traducción y notas producto de un seminario dirigido por la profesora Aída Barbagelata. Buenos Aires, Instituto Nacional Superior del Profesorado, Publicación n. 1, 1972)
La idea central que intenta subrayar Horacio en el comienzo es la necesidad de que se piense a la obra artística como una totalidad pulida y bien acabada. En ese sentido debe apuntar el esfuerzo del creador (el poeta de Neoptolemo) y resignar para tal fin toda afectación, agregado o afeite caprichoso que puede enturbiar ese cometido. Las palabras centrales del párrafo son “forma única”, que de alguna manera se emparientan con las ideas elaboradas en la contemporaneidad de la exigencia de la obra de arte como totalidad (Hegel, Lukács), el principio de motivación del formalismo ruso o las nociones lingüísticas de coherencia y cohesión. De algún modo, ese “sometimiento a las leyes (de la forma)” mensura al artista en términos de virtud o vicio.
Ahora bien, como si de golpe aparecieran en su pensamiento los ejemplos de antiguas representaciones religiosas o criaturas míticas que pudieran contradecir la introducción, y con la conciencia de que su aserto parece contraponerse a la libertad que caracteriza desde siempre a la labor creativa, Horacio continúa:
-Pintores y poetas siempre han tenido igual libertad de atreverse a cualquier cosa.
-Lo sabemos, y esta venia le pedimos y le damos a la vez, pero no a tal punto que seres salvajes se crucen con seres apacibles, que serpientes estén apareadas con pájaros, corderos con tigres.
La curiosidad del párrafo es que se resume en una paradoja: se necesitan las normas para mantener un “ordenamiento natural” (serpientes procreando con pájaros, corderos con tigres son la imagen escandalosa de la alteración del orden de la naturaleza), el cual, por definición, no se rige por ley alguna, ni cuidado alguno se necesitaría, mal que le pese a la imagen horaciana, para que serpientes, pájaros, tigres y corderos permanezcan bien separados. O sea, dicho al revés: que serpientes, pájaros, tigres y corderos no se “juntan” en la naturaleza, pero muy bien pueden hacerlo en el arte, por eso es que el escrito tiene un carácter prescriptivo.
La prescripción se alimenta de un ordenamiento, pues, ya no natural, sino social y que en el ámbito de los artistas debe convertirse en certidumbre ética.
Cerca de la escuela de Emilio, en un piso bajo, un artesano dará forma a las uñas, imitará en bronce cabellos ondeados, desacertado de la totalidad de la obra, porque no sabrá organizar el conjunto. No quisiera yo ser éste -si procurara componer algo- más que vivir con una nariz deforme, aunque merezca que se me mire por mis ojos negros y mi pelo negro.
En su Epístola a los Pisones, pues, Horacio rinde tributo a la poética aristotélica, y por ello dedica buena parte de su escrito a reproducir las líneas principales de aquella e incluso describe géneros y autores que, según subrayan los especialistas, no alimentaban mayormente su interés. En la segunda parte, allí donde Horacio se parece más a Horacio y su escritura toma los senderos propios de la sátira latina, el objeto de reflexión es la poesía y, en particular, el poeta y su deber ser como “artesano”. Esa labor que, según el propio Horacio repite en algunas de sus odas más famosas, está destinada a vencer el tiempo y abrazar la eternidad.
En síntesis, en su origen los géneros literarios son técnicas expositivas singulares, ligadas a ciertas leyes que determinan las formas y contenidos que someten las obras literarias. Establecen, a partir de la tradición, el uso y la costumbre, verdaderos “pactos comunicativos comunitarios” que posibilitan su reproducción -la cual sigue como guía ciertos modelos o paradigmas-, difusión, reconocimiento e interpretación. Las primeras clasificaciones de los géneros literarios en la cultura occidental se establecieron en la Antigua Grecia , y su formulación más acabada pertenece a Aristóteles, quien los redujo a tres: épica, lírica y drama. El primero ha extendido su significado, al incluir la novela, a la noción más amplia de narrativa.
Según coinciden la mayor parte de las historias de la literatura, la tendencia tradicional en Occidente -desde mediados del siglo XVI- ha sido la división tripartita: lírica, épica y drama, ajustada a la división poética tradicional expresivo-retórica de las modalidades del discurso: exegemática (lírica), dramática (diálogo) y mixta (narración). Sin embargo, en la Edad Media ya proliferan una enorme variedad de formas literarias (en realidad Mijail Bajtín ha insistido en sus ensayos con que este fenómeno era ya propio de la Antigüedad , por lo general perceptible en los “márgenes” de los grandes géneros consagrados) de no fácil y rápida organización clasificatoria. En la narrativa, los cantares de gesta y los romances. En la lírica, las jarchas en la poesía andalusí y las cantigas en la galaicoportuguesa, por ejemplo. Durante los siglos XVI y XVII se advierte una discrepancia entre los preceptistas, que exhortan con rigidez al respeto de las normas clásicas, y los escritores, que son partidarios de la innovación en sus creaciones; se puede agregar a lo ya visto al español Félix Lope de Vega y Carpio, quien refrenda en su Arte nuevo de hacer comedias su “apartamiento” de las normas clásicas de los géneros. En el siglo XVIII Denis Diderot distingue la comedia alegre, que ridiculiza el vicio, de la comedia seria, que exalta la virtud; la tragedia burguesa, que trata de las desgracias domésticas, frente a la tragedia propiamente dicha, esa que refiere a las catástrofes públicas y desgracias de los grandes. Una centuria más tarde Victor Hugo defiende el poliformismo del arte y asegura que la tragedia y la comedia son incapaces de traducir la diversidad de las realidades humanas. Durante el siglo XX se puede anotar que ya para Benedetto Croce lo principal en la creación artística es el binomio intuición-expresión. Emil Staiger, en sus Conceptos fundamentales de poética, de 1946, sostiene que los géneros no son entidades cerradas e incomunicadas entre sí, sino permeables, como la realidad literaria demuestra. Para él, “lo lírico siente, lo épico muestra y lo dramático demuestra”.
Como ya se dijo, el ruso Roman Jakobson aprovecha sus hallazgos sobre la “teoría de la comunicación” y las funciones del lenguaje para aplicarlos a los géneros literarios, aquellos en los que de conjunto se caracterizan por el predominio de la función poética:
● Función poética + función representativa = épica
● Función poética + función expresiva = lírica
● Función poética + función conativa = dramática
Muchos siglos posterior a Platón y Horacio, al borde de la contemporaneidad, Georg W. F. Hegel (Stuttgart, 27 de agosto de 1770 - Berlín, 14 de noviembre de 1831), según desarrolla en el capítulo tercero de la sección II de su Estética, creyó encontrar un paralelismo entre los tres géneros mayores y el propio despliegue del espíritu subjetivo (lírica), objetivo (épica) y la síntesis de ambos, que se vería reflejada en el drama. La visión de Hegel se ha repetido a menudo, aunque sin hacer mayor referencia a los ejes diálécticos que los sostienen; así, se identifica la lírica con lo subjetivo, la épica con lo objetivo, y el drama con una especie de mezcla de ambas. Movimiento que casi nos devuelve la poética aristotélica, aunque agrega a la misma que las normas genéricas obedecerían, en el fondo, a postulados metafísicos, invariantes y universales. La contribución de Hegel en el siglo XIX seguía el pensamiento de Friedrich Schlegel y otros poetas-filósofos románticos de Alemania, quienes contribuyeron a asentar el “esquema tradicional” forzando una identificación entre subjetivo-lírico, objetivo-épico y síntesis-dramático, aunque buscando una proyeccíón “trascendental” de los mismos.
Pero los géneros se han conformado y desarrollado históricamente. Por tanto, resulta muchas veces difícil fijar rígidamente los límites entre lo propiamente narrativo o épico-narrativo, lo lírico o poético y lo dramático o teatral. Dentro de cada género surgen sub-géneros o géneros menores, algunos de ellos sólo propios de ciertos momentos históricos particulares (lo cual no significa que con posterioridad puedan ser rescatados del olvido y “rehechos”), ampliaciones o reorientaciones temáticas, etcétera.
La denominación “géneros populares” o “géneros menores” hace años que es habitual, así como referirse al “género policial”, o de terror, ciencia ficción, etc. Habrá que discutir, en todo caso, si en cada oportunidad se trata de cuestiones referidas verdaderamente a matrices genéricas (esquemas, estructuras) o si se trata simplemente de “actualizaciones” temáticas. (Vale la pena agregar aquí como cierre que, cuanto más lo genérico refiere a los temas tratados y cierto tipo de personajes básicos, menos involucra específicamente al fenómeno literario en sí: “género policial” incluye tanto a la literatura como al cine y la series de televisión, ciencia ficción a las historietas, las series, el cine y hasta los videojuegos, etcétera.)
Boileau consigna en su poética los que denomina “géneros menores” (soneto, elegía, balada, entre otros); Bajtín los señala multiplicándose a la sombra de los “géneros mayores” ya en las épocas antiguas… Los “géneros menores”, en fin, también conocen una larga historia.
Sobre el debate en la actualidad
Volvamos un segundo sobre las líneas del comienzo para preguntar: ¿es una necesidad seguir estudiando los géneros literarios? ¿Es imprescindible considerarlos una “entrada” valiosa para el estudio del fenómeno de la literatura contemporánea? Por supuesto que no todos los escritores, lectores y críticos se amontonan en una única respuesta a este interrogante. La incomodidad con la noción, como se señaló, comenzó hacia mediados o fines del siglo XVIII europeo, con la irrupción de la corriente romántica, y ya no se detuvo.
Hace cinco décadas Maurice Blanchot (escritor, crítico literario e intelectual francés, 1907-2003) fue uno -no el único- de los encargados en llevar esta línea hasta sus últimas consecuencias y acuñó la consigna definitiva: ¡Deshagámonos de una vez por todas de los géneros literarios! Se trataba para Blanchot de una cuestión teórica y metodológica, pero que también implicaba un imperativo moral vinculado a la “libertad de expresión”, el hacer libre de los artistas.
Blanchot toma algunos ejemplos provocadores y elocuentes para apuntalar sus razones. En El espacio literario, de 1955, afirma:
El hecho de que las formas, los géneros, no tengan verdadera significación, de que sería absurdo preguntarse, por ejemplo, si Finnegan's Wake pertenece o no a la prosa y a un arte que se llama novelesco, denota ese profundo esfuerzo de la literatura por tratar de afirmarse en su esencia, arrasando las distinciones y los límites.
(Esta cita de Blanchot al igual que la que sigue pertenecen a Tzvetan Todorov, ob. cit.)
Más allá de señalar que el ejemplo que brinda es el texto extremo del irlandés James Joyce, bien singular y difícil en cuanto a su clasificación sumaria, lo cierto es que para Blanchot en la contemporaneidad no se debería considerar ningún intermediario entre la obra individual y el universo de la literatura; hay entre esos dos términos un libre juego que la idea de género viene a interrumpir antes que a entender en su verdadera dimensión y resonancia. Sobre la literatura contemporánea dice en El libro por venir, de 1959:
Sólo importa el libro, tal cual es, aparte de los géneros, fuera de las clasificaciones prosa, poesía, novela, testimonio en las que rehúsa incluirse y a las que niega el poder de fijar su lugar y de determinar su forma. Un libro ya no pertenece a un género, todo libro remite únicamente a la literatura, como si ésta contuviese de antemano, en su generalidad, los únicos secretos y fórmulas que permiten dar a lo que se escribe realidad de libro. Todo ocurriría, pues, como si, habiéndose disipado los géneros, la literatura se consolidase sola, como si brillase sola en la misteriosa claridad que propaga y que cada creación literaria le devuelve multiplicándola, como si existiera, por lo tanto, una "esencia" de la literatura.
Si se aleja un poco la mirada se puede concluir también que Blanchot, del mismo modo que Aristóteles y Horacio, arribaba a sus conclusiones no tanto por una suerte de conjetura o teorización abstracta, sino más bien como resultado obligado de la práctica concreta de la literatura que lo rodeaba y se mostraba como propia de esta “nueva” tradición moderna.
En Figuras II, el francés Gerard Genette (nacido en París en 1930) parece responder de manera bien simple al interrogante de Blanchot, a quien, por otra parte, admiraba:
El discurso literario se produce y desarrolla según estructuras que ni siquiera puede transgredir por la sencilla razón de que las encuentra, aún hoy, en el campo de su lenguaje y su escritura.
La respuesta de Genette no tiene los brillos del estilo de Blanchot pero enfrenta la cuestión con la fuerza brutal de lo real. No hay tal libertad infinita del creador del mismo modo que no existe el “habla” saussureana como expresión del libro albedrío en el uso del lenguaje más allá de las necesidades teóricas del erudito ginebrino. De igual manera que se las tiene que ver con palabras y ordenamientos sintácticos que no son “suyos”, que hereda de los siglos y las generaciones anteriores, así también ocurre con las normas genéricas que son la destilación de una compleja y larga actividad social con las cuales el escritor tendrá que vérselas obligadamente, para aceptarlas, negarlas, mezclarlas, denunciarlas: vivir “fuera de la ley” supone necesariamente aceptar que la ley existe.
De cualquier modo Genette intenta espantar también cierta facilidad ordenadora que alguno podría deducir de sus frases:
La teoría de los géneros está caracterizada por esos atrayentes esquemas que conforman y deforman la realidad, a menudo tan diversa, del campo de lo literario, y pretenden descubrir un sistema natural en donde construir una simetría artificial con el gran apoyo de falsas ventanas.
Para la presentación de su libro Palimpsestes (París. Seuil, 1982) Genette concedió una entrevista a Magazine Littéraire, en febrero del año siguiente, que en 1985 tradujo la revista uruguaya Maldoror con el título “Transtextualidades” (n. 20, Montevideo, marzo de 1985, pág. 53). Allí Genette explica en unas pocas palabras:
Resumiendo. He optado, en la actualidad, por lo que llamo, por oposición, la trascendencia del texto: la manera que tiene un texto -o que se le puede dar- de evadirse de sí mismo, al encuentro o a la búsqueda de otra cosa, que puede ser, por ejemplo y para empezar, otros textos.
Esta transtextualidad puede asumir diferentes aspectos, algunos de los cuales aparecen reseñados al comienzo de Palimpsestes. Por ejemplo, la relación de cada texto singular con las distintas clases de textos a las que pertenece necesariamente: tanto aquí como en otros casos, no existe un individuo -por más monstruoso que sea- que no pertenezca a alguna especie; era lo que se denominaba, en la época clásica, la teoría de los géneros. Y no creo que Georg Hegel, ni siquiera Northrop Frye, hayan dicho la última palabra en cuanto a la invención genérica ya que, lejos de agotarse -como se ha creído- por mezcla y entropía, me parece más bien que se encuentra con ánimo de proliferación.
Pero, sobre todo el “género” que depende en lo esencial de una definición temática (por el contenido) no es la única categoría a la que una obra puede pertenecer. Recientemente hemos descubierto o redescubierto, la categoría de modo, por la cual la “representación” narrativa se opone a la dramática. La “narratología”, que se ha vuelto desde hace algunos años una de las vías más activas de la poética, es un estudio de modo.
O sea que para el investigador galo la cuestión de los géneros literarios sigue siendo un desafío para enfrentar, pero no el único. El estudio de los géneros literarios, en consecuencia, resume su opinión, no debería obturar la detección y el análisis de esas otras maneras en que la literatura se muestra sino, al revés, abrirse a las dificultades que éstos plantean.
Un punto más. Algunos historiadores de la literatura y especialistas en el tema han realizado, con matices diversos, una diferenciación entre los que se han dado en llamar géneros “naturales” y géneros “artificiales”. El soneto, por ejemplo, correspondería a esta segunda especie. Ahora bien, lo que subyace a la nomenclatura que designa a los primeros como naturales obligadamente coloca la problemática de los géneros en relación a si cuando se habla de ellos se está mentando una cuestión histórica, cierto tipo de textos ubicables históricamente y en relación a un cierta cultura particular, o si más bien, debajo de esa constatación empírica, subyace una forma lingüística que, en realidad, anida en los nudos primitivos que constituyen las diversas posibilidades (antropológicas) de una lengua. Por esta segunda vía, los géneros literarios se encontrarían de otra manera con la “vida social” (un camino para el cual el concepto “género discursivo”, acuñado por Mijail Bajtín, es por demás iluminador).
Así, los patrones discursivos que posibilitan la determinación de los géneros literarios serán considerados de manera diferente en un caso y en el otro, y deberán analizarse en un diferente “nivel”. Aun cuando resta contestar la difícil pregunta acerca de si existe relación entre uno y otro, y, de existir, cuál su naturaleza y cuáles las características que nutren la continuidad y la transformación.
Esta mismo discusión es la que está en el fondo del debate entre los críticos que se conforman con utilizar la noción de género en un sentido amplio y descriptivo, con un fuerte sentido clasificador, y que justifican su uso justamente por eso, por su utilidad práctica a la hora del análisis; ellos apuntan hacia la actualidad y el futuro, y no encuentran demasiado problema en seguir incorporando toda novedad -principalmente temática, en algún caso formal- bajo el rótulo de género (policial, romántico, menor, etc.). Y aquellos otros que más bien miran hacia el pasado para reconocer siempre unas pocas matrices básicas (“naturales”) que desde hace siglos no hacen sino repetirse aun disfrazadas con las ropas de las más descaradas experimentaciones.
Finalmente, no son pocos que, en la confrontación entre las evidencias del pasado cultural y las formas artísticas contemporáneas no encuentran mayor sentido en seguir insistiendo con una categoría, la de género, que sólo tendría un sentido riguroso y válido en el cuadro de sujeción a las poéticas y las determinaciones normativas claras y definidas.
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