Narrador es quien lleva adelante la actividad de narrar, es decir la de distribuir temporal y espacialmente y de una cierta manera un conjunto de hechos y descripciones que dan cuenta de las acciones llevadas a cabo por uno o una serie de personajes dispuestos en un relieve diverso en cuanto a su importancia y relaciones. El narrar, por cierto, no es un quehacer exclusivo de la literatura, están allí para demostrarlo desde las crónicas periodísticas hasta los cientos de fragmentarias conversaciones que transcurren en los recreos de la escuela o las pausas del trabajo y donde contamos lo que nos sucedió ayer en el supermercado o en las vacaciones que acaban de terminar; por esa razón cuando definen el verbo “narrar” los diccionarios agregan como objeto “eventos reales o imaginarios”, para distinguir así la realidad de la ficción y tentar una distinción rápida que posibilite ubicar su uso literario, que es lo que aquí interesa.
El estudio y clasificación de la categoría “narrador” es una de las claves para el análisis de la prosa literaria; su estudio también supone, extensiva y necesariamente, el recorrido de un conjunto de transformaciones y versiones que se han ido desplegando desde las formas más simples del relato popular oral pasando por su complejización técnica con el surgimiento del género “novela” y el despliegue de la corriente realista hasta llegar a los múltiples desgajamientos, fusiones y experimentaciones narrativas propias de una contemporaneidad que ya cuenta en su haber con el suelo firme de la tradición donde buscar apoyo y sobre la cual ensayar diferentes mezclas y novedades.
El Rey propuso casar a su hija, la Princesa , con quien adivinase qué era lo que tenía de peculiar en el pecho.
Cuando supo el interés del Rey, Juan Bobo, un muchacho, glotón, gordote y lelo, le dijo a su madre:
-Prepárame la ropa, que voy a salir.
-¿Y a dónde vas, Juan Bobo? –le preguntó la madre.
-Voy al palacio real, a… a… a adivinar- dijo Juan Bobo, con el habla de los tontos. La madre de Juan Bobo tenía tres cerditos. El muchacho tomó uno de ellos, el blanco y marchó a palacio. (…)
Y fueron felices, guardando y cuidando sus secretos y sus cerdos.
(“Juan Bobo y el secreto de la princesa”, en Folklore de la República Dominicana , Universidad de Santo Domingo, 1948, dos tomos.)
Este ejemplo de cuento popular y anónimo tomado al azar, del cual se citan su comienzo y su final, posibilita vislumbrar lo poco que hay para decir en este caso sobre su narrador. Se trata de una clásica tercera persona sin matices que se limita a seguir un único personaje con todas las características del muy reconocible estereotipo -aquel en apariencia tonto pero en el fondo inteligente y ladino que siempre se sale con la suya: el clásico pícaro que habita las culturas de todo el mundo con variados nombres y ropajes-, al igual que quienes lo circundan (Rey, Princesa, madre). Tales estereotipos, se podría incluso afirmar, le “ahorran el trabajo” al narrador que tener que lidiar con tensiones psicológicas, conductas y temperamentos imprevistos y cargados de matices, etcétera; ese “ahorro”, visto desde el reverso, es el que le impide crecer.
Las pocas descripciones que aparecen en “Juan Bobo…” sirven para dibujar lugares completos con unos pocos trazos (casa pobre con patio pequeño, palacio grande con balcón y escaleras), y de igual modo completan físicamente a los actores; las acciones se extienden en una línea temporal simple que avanza sobre el futuro a saltos pequeños marcados por fórmulas ordenadores que establecen conexiones simples (“tres días después…”, “el domingo…”), hasta que la anécdota se proyecta, luego del remate cuasi humorístico de la historia, a la eternidad por venir en la conocida y esperable fórmula de cierre (“Y fueron felices…”). Vale subrayar que no se trata de un futuro “real”, sino simplemente de una figuración retórica ya bien convencionalizada.
Es evidente, pues, que el narrador que cuenta las andanzas de Juan Bobo poco deja para el análisis; su origen se pierde en un fondo ancestral vinculado a la narración oral y las culturas menos “desarrolladas” y se encuentra muy alejado de las formas narrativas de mayor complejidad y del orden de la escritura, el autor y el estilo, que la literatura ha venido alimentando por lo menos desde el inicio de aquello que se conoce como Modernidad.
En el tratamiento recurrente que la categoría del narrador ha recibido por parte de la teoría y la crítica literaria ocupan un lugar destacado las útiles observaciones aportadas a lo largo de las décadas del sesenta y setenta por la escuela estructuralista en general y, más en particular, por aquella vertiente que el crítico Tzvetan Todorov denominó narratología. Paradojalmente, estas corrientes han sabido tomar como base a la narración como un esquema básico universal y a-histórico, más fácil de percibir y describir en el relato folklórico tradicional, y han preferido partir del trazado de ese esquema básico para avanzar más tarde hacia las diversas formas de su complejización contemporánea (algo que, habría que subrayar, jamás hicieron o hicieron por fuera de las duras indicaciones estructuralistas que originalmente habían forjado para tal tarea). Por esa razón, la Morfología del cuento de Vladimir Propp y los conceptos acuñados por el formalismo ruso, como los de “motivo”, “trama” y “argumento”, entre otros, forman ya parte insoslayable de un vocabulario de análisis común entre los especialistas.
La salvedad que se debe hacer aquí es que dicho trabajo iniciado en los primeros años del siglo veinte y desarrollado en continuidad por lo menos hasta mediados de los años setenta o, si se prefiere un énfasis menos fuerte, hasta la actualidad, buscó generar modelos que, si bien se apoyaban en análisis empíricos de corpus específicos, tentaban como meta las leyes generales, es decir que pretendían darle a los conceptos elaborados la validez de “patrones” o “modelos generales”, y que por lo tanto buscaban la homogeneidad y lo común antes que lo diverso y heterogéneo. Esto es lo que explica la fuerza y eficacia pedagógica de las esquematizaciones así producidas que han demostrado tener un uso abarcador, fértil y productivo en los ámbitos escolares, sobre todo en los ciclos primario y medio de la educación general.
Esos mismos datos son los que, en los niveles de la educación superior donde más directamente se está en contacto con el universo de las corrientes de la teoría y la crítica literaria, van a hacer pesar la acusación de -para ponerlo en una única palabra- “esquematismo”, en el sentido de que la recurrencia a formas tan duras y generales terminan produciendo un empobrecimiento de los fenómenos estéticos, sobre todo de aquellas obras que se caracterizan por explotar la densidad retórica, la carencia o no centralidad del eje de las acciones y la “oscuridad” semántica como una de sus cualidades básicas.
Señalado lo anterior, en un primer acercamiento es preciso remarcar que el análisis del hecho literario supone la distinción clara entre el circuito que constituyen las instancias empíricas, reales, que reúnen al escritor y el lector (nivel extratextual o contexto) y el nivel intratextual que eslabona al narrador (enunciador) con el lector ideal, hipotético o narratario (enunciatario).
Son instancias diferenciadas que la lingüística de la enunciación viene ayudando a distinguir y comprender en profundidad desde hace ya varias décadas. De algún modo el autor-escritor y el lector son ajenos al texto en sí, por lo tanto todas las observaciones que puedan hacerse sobre ellos corresponden más bien al ámbito de la sociología, la psicología, la historia de las ideas o las ciencias sociales afines; los estudios literarios, en cambio, centran su labor sobre la naturaleza del par narrador-narratario y su fenomenología particular.
A partir de esta primera observación y constatación general se deriva que tanto el narrador como el narratario son construcciones discursivas, seres de ficción ensamblados con palabras y de acuerdo a estrategias destinadas a generar efectos de sentido particulares. Dentro de ese marco amplio todas las variantes y sumatorias son posibles (incluso aquellas que abren y explotan el juego de la confusión entre narrador-escritor y narratario-lector). Cesare Segre define al narrador como una suerte de intermediario entre el emisor y la narración (Principios de análisis del texto literario, Barcelona, Crítica, 1985); se puede agregar, entonces, que en ciertos relatos el carácter de tal “intermediación” puede ser amplificado y subrayado, y en otros casos desaparecer.
Por ejemplo, apelando al conocimiento mínimo y bien extendido de los lectores argentinos acerca de su amistad y cercanía con el escritor Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges parece haber concebido la forma de narrar su famoso cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 1944) con la finalidad explícita de que las figuras del autor y el narrador se confundan en una misma entidad, y que por lo tanto dificulten y problematicen la distinción anteriormente mencionada. El relato comienza de esta manera:
Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor de una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedia (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres.
La primera persona en este caso “demuestra” que el autor y el narrador son uno mismo: el yo es “Jorge Luis Borges”, no podría ser de otra manera dado que se trata de quien cena habitualmente con “Bioy Casares” y el dato es conocido por el lector y sirve como garantía para realizar la identificación. Asimismo se contamina de realidad-ficción el espacio: “Gaona” es un calle realmente existente y también lo es la localidad de “Ramos Mejía”, y el tiempo en que ocurrió el hecho (“cinco años” atrás con relación al momento en que se cuenta…); la Enciclopedia Británica es un afamado conjunto de volúmenes cuya referencia todos conocen, etcétera.
A partir de tales “evidencias” obligadamente se convierte también en un tema de discusión la pertenencia genérica del escrito que se lee: “Tlön…”, ¿es un cuento, un ensayo o la reunión de algunas páginas autobiográficas que refieren algo “verdaderamente” ocurrido? Este texto clave e inaugural de Ficciones, ¿es una ficción o no? (la aclaración bibliográfica entre paréntesis, por ejemplo, de la ciudad y el año en que se publicó The Anglo-American Cyclopaedia es un requerimiento y una convención propios del ensayo y la monografía académica, no de las fábulas de la literatura). El simple hecho de que estas preguntas puedan ser planteadas habla de la complejidad con que la escritura borgeana ha sabido alimentar el mundo de la literatura contemporánea.
¿Es necesario indicar que en el fragmento inicial citado se especula acerca de la primera persona, los juegos de la narración y los modos de engañar a los lectores?
De cualquier manera sirve acotar que, más de medio siglo después, continúa resultando absolutamente llamativa la dureza con que Borges decidió abrir su libro Ficciones; pese a que los comentarios y las “claves” para su lectura abarroten desde hace tiempo los suplementos literarios de los diarios y los sitios de la internet, que la bibliografía que se ha dedicado a su análisis es casi infinita, que hay espacios de televisión donde se comentan los recursos borgeanos más usualmente utilizados al punto casi de empujarlos hacia la saturación paródica, pese a todo ello “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” sigue siendo un escrito único, dedicado a desafiar las lecturas y a los lectores, por ello las observaciones que aquí se realizan sobre la instancia del “narrador” son bien acotadas y remiten al juego de enunciación que surge -afirma la posibilidad de- la asimilación del sujeto de la enunciación (narrador) y el autor.
La actividad que define la “esencia” del narrador es la de contar, tal la función constructiva o dominante -de acuerdo con el vocabulario desarrollado por la escuela de los “formalistas rusos”- sobre la cual gira en estructura deformada la totalidad de los elementos que componen el relato. Lo cual significa que un personaje no se define “en sí”, sino de acuerdo a un cierto modo en que el narrador lo constituye; la misma anotación puede hacerse para las descripciones y la historia misma. Pero esta actividad básica y simple del narrar engloba en realidad un conjunto de operaciones que se pueden enlistar sucintamente.
Se puede afirmar entonces que:
El narrador es un organizador,
un comunicador, y
un evaluador.
-El narrador es un organizador de la materia lingüística con la que opera y, por lo tanto, cumple un rol metadiscursivo.
Este aspecto puede ser puesto fuertemente de relieve o ni siquiera notarse, según la especie narrativa de la que se trate. En la cita anterior del relato de Borges se recalcó de qué manera se incluye especularmente en un texto en primera persona, determinación gramatical que parece destinada a asegurar una cierta “verdad”, la discusión acerca de un tipo de prosa que use la primera persona para mentir y engañar (o sea, que devele que la primera persona es simplemente una disposición discursiva y que su apariencia de “garantía de verdad” en tanto liga las palabras a un cierto sujeto, es nada más que eso, una apariencia).
El relato dice concretamente:
…nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores…
En su tarea de organización de la materia a ser contada el narrador puede también aparecer como testigo, garante o experto en relación al origen o procedencia de la materia narrada. En este sentido los prólogos e introducciones suelen ocupar un papel destacado y relevante.
Es el caso de la nota de “El editor al lector” que abre Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, donde un primer narrador-introductor (con la figura del editor), que firma “Richard Sympson”, explica a partir de la cercanía (y la autoridad) que ofrece el parentesco:
Samuel Gulliver, autor de estos viajes, es íntimo y antiguo amigo mío, y hasta algo pariente por línea materna. Hará unos tres años, Gulliver, cansado de la afluencia de curiosos que acudían a su casa de Redriff, compró unas tierrecitas y una cómoda casa cerca de Newark, en el condado de Nottingham, su provincia natal, y en ella llevó una vida retirada, pero estimado, sin embargo, por todos sus vecinos. (…)
Antes de salir de Redriff me entregó los manuscritos que siguen, autorizándome a disponer de ellos según juzgara conveniente. El estilo de ellos es claro y sencillo; sólo un defecto he encontrado en ellos, común, por lo demás a todos los viajeros: el de entrar en detalles demasiado minuciosos; pero se respira un aire de verdad en el conjunto de la obra. De acuerdo con numerosas personas, a las cuales, con permiso del autor, he leído los manuscritos, me arriesgo hoy a hacerlos públicos, esperando que, durante algún tiempo, al menos, sean un pasatiempo más agradable para nuestra juventud que las rapsodias de los escritores de partido.
Este tomo habría tenido, por lo menos, doble número de páginas, si no me hubiese permitido suprimir buen número de párrafos referentes a vientos y mareas, así como las demás observaciones metereológicas de los diferentes viajes y a la descripción, en lenguaje marino, de las maniobras de los buques durante las tempestades. Igual he hecho con las coordenadas. Me temo que Mr. Gulliver no quede muy satisfecho de estas supresiones. (…)
Como puede notarse Sympson, el editor, hace las veces también de crítico, juzga el texto que tiene entre sus manos e incluso asevera que lo ha modificado: o sea que ocupa también un lugar de “autor” que le permite establecer una alianza particular con el “lector”, a quien le asegura haber podado las partes morosas de descripciones innecesarias y los tecnicismos, establece así un pacto, una alianza con el lector del orden de la diversión y el entretenimiento que deparan las aventuras con personajes y países extraordinarios y excéntricos: Se trata de un editor-autor sensacionalista, que a la vez que explica en qué consiste el texto y el trabajo de edición: publicita y vende.
El texto de Swift parece en su comienzo espectacularizar a través de las voces de quienes “introducen” la narración uno de los “dramas” modernos por antonomasia que sacuden el mundo de la literatura y que está dado por la tensión entre el editor y el escritor, y las diferentes consideraciones de uno y otro acerca de qué es lo que el público lector busca y cuál es la mejor manera de complacerlo. Por otra parte pone en cuestión la naturaleza y la “propiedad” del texto mismo: si el editor admite haber seleccionado, cortado, sacado y cambiado ¿a quién “pertenece” la narración que a continuación se leerá?
Los viajes de Gulliver constituyen así un caso verdaderamente asombroso de la literatura occidental -recordemos que se trata de un texto publicado a comienzos del siglo XVIII, en 1726-, por la nota del editor que antes se ha citado, pero, más aún, porque a continuación se reproduce una “Carta del capitán Gulliver a su primo Richard Sympson” donde el héroe y narrador en primera persona de las extraordinarias aventuras vividas y que conocerán a continuación, escribe:
Espero que no os negaréis en modo alguno a declarar públicamente, cuantas veces se os presente la ocasión, que sólo ante vuestros reiterados ruegos he permitido publicar un deslavazado e incorrecto relato de mis viajes después de haberos ordenado que empleaseis algunos jóvenes de ambos sexos, graduados en nuestras universidades, para ordenar los manuscritos y corregir el estilo, como ha hecho mi primo Dampier con su libro titulado Viaje alrededor del mundo, siguiendo mis consejos. Pero si recuerdo bien, no os he autorizado para hacer supresiones y, mucho menos, para adicionar nada; así declaro que desautorizo todo lo que no es mío, especialmente un párrafo acerca de Su Majestad, la reina Ana, de gloriosa y piadosa memoria (…) También en la parte relativa a la academia de proyectistas y en algunos pasajes de las conversaciones con mi amo, el huyhnhnm, habéis omitido circunstancias esenciales, o las habéis atenuado o alterado de tal modo que me es difícil reconocer mi propia obra. (…)
(Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver, Barcelona, Biblioteca juvenil, 1991, pp. 23-26.)
¡Que nos queda, pues, a nosotros su lectores! Después de tal cruce y acusaciones en la introducción ni siquiera podremos discernir a quién pertenece aquello que iremos leyendo. Curiosamente el propio Gulliver se muestra como no interesado por la publicación -lo verdaderamente suyo ha sido “vivir” los hechos, no contarlos-. Él no es verdaderamente un narrador, un artista, sino un viajero a quien el destino ha arrojado a la experiencia de las más insólitas aventuras, las cuenta a su pesar, porque su pariente el editor lo obliga; nada sabe de estilo, quiere que se contraten a universitarios para que se ocupen de tal tarea que se mezcla con la de “organizar los manuscritos”. Fuera del mundo de la literatura, Gulliver es del orden del mundo “real” y, nuevamente, ofrece sus apuntes de cronista, su “testimonio”, tomados con el vértigo y la desprolijidad propia de quien salta de una aventura formidable a otra más formidable aún. Testigo de “la realidad”, Gulliver nunca ha tenido tiempo para pensar en los lectores, ni siquiera sabe que existen. ¿Qué mayor muestra se necesita para autenticar que los viajes de Gulliver efectivamente han ocurrido y son “verdaderos”?
Un ejemplo diferente. En dirección opuesta a las pretensiones del “editor” de Los viajes de Gulliver que quiere evitar a sus lectores el mal y tedioso trago de las descripciones infinitas y exageradamente precisas y técnicas, obsérvese de qué manera las primeras líneas de la novela de Emilio Salgari Los dos tigres (Buenos Aires, Sopena, 1954, pág 5), que se copian a continuación, dan cuenta de una intención contraria.
Se trata en este caso de un narrador que posee un conocimiento erudito y pormenorizado de los diversos tipos de embarcaciones y las geografías marítimas (un catálogo cuyo saber es imprescindible para que las aventuras de Sandokán puedan ser contadas; tal ethé del narrador se ofrece en consecuencia como condición de posibilidad de la narración):
Capítulo 1 - La “Mariana”
En la mañana del 20 de abril de 1857, el guardián del semáforo de Diamond-Harbour señalaba la presencia de un pequeño velero, que debía haber entrado en el Hugli durante la noche sin requerir los servicios del piloto.
Parecía un barco malayo por las dimensiones extraordinarias de sus velas, cuya superficie era inmensa; pero el casco no ofrecía, en realidad, las características de los praos, pues no estaba provisto de los balancines que sirven de contrapeso cuando las ráfagas adquieren violencia, ni tenía en su parte central esa casilla o cobertizo que llaman attap. Observábase también que en su construcción, a más de la madera, se habían empleado chapas de hierro. La popa no era baja; la cubierta rasa, libre, y el desplazamiento superaba tres veces al de los praos ordinarios, que raramente pasan de cincuenta toneladas.
Como quiera que fuese, tratábase de un hermoso velero, largo, aguzado, que con el viento favorable debía aventajar a todos los buques de vapor con que contaba en aquel tiempo el gobierno anglo-indio. Era, en resumen, una verdadera nave de carrera que bien hacía recordar, salvo su velamen, los famosos barcos burladores de bloqueos en la guerra entre el Norte y el Sur de los Estados Unidos de América.
Le Due Tigri -también traducida al español como Los dos rivales- fue distribuida originalmente en 1904, unos pocos años antes de que Salgari se suicidara; es evidente que por más que se el escritor italiano se especializara en folletines publicados por entregas en periódicos muy populares y que su saga de Sandokán integrara colecciones juveniles que llegaban a vender más de cien mil ejemplares de cada una de sus entregas, los fuertes vientos del realismo y el naturalismo empujaban sus narraciones y también, se puede especular, para fines del siglo XIX ya habían conseguido que en el público lector sedimentara otro tipo de costumbre (y exigencia) de lectura.
Desde esta consideración el narrador se ha convertido en una suerte de sabio, una enciclopedia que acumula todo el conocimiento posible y especializado sobre el tema que se narra; tal concentración del saber se juega y despliega principalmente en las descripciones (que por este camino cimentan el “efecto de verdad” propio de la exigencia realista) engordadas con un vocabulario técnico específico, y en las “opiniones” del narrador-especialista, que lo colocan siempre en un plano de superioridad en relación a sus héroes y a los lectores.
-El narrador es un comunicador y es en este aspecto que se revela su “conciencia” de estar dirigiéndose a alguien. Esta característica apelativa, al igual que se señaló para el caso anterior, puede ser puesta de manifiesto de un modo abierto y destacado, o “desaparecer” bajo el peso y la fuerza de la historia que se narra.
Esta orientación conativa se ve, por lo general, de manera muy común en introducciones, prólogos y advertencias, pero no sólo en esos espacios. Los comienzos, sobre todo, aunque también los finales son lugares privilegiados donde se busca establecer de manera estratégica la relación narrador-narratario, y las particularidades de ese vínculo permean con su modalidad el conjunto de la historia contada:
El capítulo primero de La montaña de oro, de Karl May (escritor de origen alemán, muy popular en su época, 1842-1912) tiene este inicio:
Un greenhorn
Lector amigo: ¿sabes lo que significa la palabra greenhorn? Pues es una denominación despectiva y vejatoria para el hombre a quien se aplica.
Green significa verde y horn denota cuerno o antena. Con el compuesto greenhorn se designa al novato, a la persona que todavía es agraz e inexperta en el país, por lo cual ha de hacer un uso prudente de sus antenas para palpar con cuidado el terreno, si no quiere exponerse a la chacota general. (…)
Mas no vayas a imaginarte que yo pensara ni por ensoñación que la despectiva palabra pudiera aplicarse a mi persona pues precisamente lo característico del greenhorn está en considerar verde a todo el mundo… menos a sí mismo.
Yo me tenía por hombre de extraordinaria capacidad y de muy madura experiencia…
(La montaña de oro, Barcelona, Biblioteca juvenil, 1991, pág. 11)
El narrador de La montaña de oro se presenta bien cercano al lector, busca asegurarse de que su esfuerzo pedagógico sirve; tiene el tono del maestro que se acerca al pupitre de su alumno. A continuación la explicación se mezcla con una confesión, con el tinte autobiográfico de la anécdota de juventud, y entonces la historia en sí ya puede comenzar y así en primera persona será a continuación “rememorada” -es decir, aceptando la ficción de que la historia que se narra “hacia adelante” ya ocurrió “antes”, atrás, en el pasado que los verbos permiten suponer-.
Si se compara este fragmento con el anterior de Los dos tigres, se puede ver con claridad hasta qué punto lo que en el segundo caso se exhibe enfáticamente (el narrador, su lector y la relación entre ambos) en el primero aparece absolutamente borrado: la narración realista tradicional se apoya en el esfuerzo máximo por crear un sentido de “verdad objetiva”, y éste resulta del borramiento de las marcas de enunciación. Se trata, en consecuencia, tal el artificio, de una historia que se cuenta sola.
-El narrador es un evaluador, tomado el término en su sentido más amplio. Es decir que su “tarea narrativa” está impregnada por sentimientos y valores. El narrador puede exaltar el peso de sus juicios valorativos e ideológicos, o el de la sencilla e inmediata emotividad que le despierta un determinado hecho. Este plano de la emotividad y la ideología pueden incluso juzgarse de manera separada, aunque por lo general de continuo se muestran como convergentes.
Así empieza el Oliver Twist de Charles Dickens:
Entre los varios edificios que figuraban con orgullo en cierta ciudad, ha de mencionarse uno que es común a todas las ciudades: me refiero al asilo, hospicio o casa de caridad.
En ese asilo de tal ciudad, cuyo nombre no viene al caso -ni hay por qué cambiar por otro imaginario- y en un cierto día que tampoco es necesario decir, nació el pobre mortal que figura como protagonista en nuestra historia.
Mucho después de que el médico de los pobres lo hubo expuesto a la luz de este mísero mundo, seguían las dudas de si el recién nacido viviría lo bastante para llevar siquiera nombre alguno. De haber perecido, es más que probable que yo no hubiera escrito estas memorias, o que en caso de hacerlo, sólo llenaran algunas breves páginas, sin otro mérito que el ser la biografía más concisa y exacta de cuantas hayan visto la luz pública en país alguno.
Sin que eso quiera decir que sea un favor de la fortuna nacer en un asilo, debo declarar, no obstante, que en aquel caso particular era lo mejor que podía suceder a Oliver, ya que al pobre le estaba resultando muy difícil llenar sus funciones respiratorias, ejercicio penoso, pero indispensable para el bienestar de nuestra existencia.
El narrador en primera persona comienza la biografía de Oliver en el momento mismo de su nacimiento, enfatizando fuertemente el “mísero” mundo que le ha tocado por destino y la “suerte” que, para este caso particular, supone haber nacido en un asilo. Fortuna y desgracia son los dos polos entre los que va a sucederse a continuación la vida de Oliver Twist, y los permanentes y directos juicios de valor del narrador intentan, de alguna manera, ir vertebrando a través de la narración de una biografía individual una suerte de moraleja filosófica sobre la existencia humana, al menos en el contexto correspondiente a la Inglaterra que a todo vapor se industrializa y ve crecer sus ciudades
La evaluación puede dirigirse sobre el mundo, los personajes o ambas instancias, o incluso sobre el arte mismo de hacer literatura. Es particularmente interesante, en este sentido, indicar el ejemplo del narrador en primera persona del tipo denominado habitualmente “testigo”, es decir que quien narra no es el personaje principal, sino un secundario cuya función básica evaluativa es la de ser el encargado de agigantar la figura del héroe.
Es lo que ocurre con el conocido doctor John Watson, quien ofrece sus ojos para que el lector pueda advertir la insondable capacidad de razón de Sherlock Holmes, a lo largo de la saga pergeñada por Arthur Conan Doyle (Inglaterra, 1859-1930) y editada entre 1887 y 1926. Pero aquí hemos preferido otro ejemplo para ilustrar las afirmaciones anteriores:
Corrí al despacho de mi terrible maestro.
Otto Lidenbrock no era un hombre malo, convengo en ello; pero como antes de morir no varíe mucho, lo que me parece improbable, morirá siendo el más terrible y original de todos los hombres. (…)
Como quiere que sea, no me cansaré de repetir que mi tío era un verdadero sabio.
El modo en que el sobrino-narrador presenta a al tío científico es determinante para definir la relación de quien narra con los personajes y de los personajes entre sí en relación a las aventuras que todos ellos vivirán en el transcurso del Viaje al centro de la Tierra de Julio Verne. El muchacho en cuestión encarna la figura del aprendiz atolondrado y entusiasmado, curioso y lleno de pasión por la investigación científica, a veces un poco molesto por como lo tratan pero nunca demasiado como para opacar el vigor y esfuerzo constante necesarios para llevar la empresa de la investigación adelante, y son estas características las que tiñen y modulan el contenido narrado.
En contraposición piénsese en ese narrador que aparece en algunos cuentos del ya mencionado Jorge Luis Borges, que está pensado para ir entregando valoraciones a la manera de conclusiones filosóficas, máximas de carácter universal que se desprenden de la historia particular que se narra y abren un segundo plano, un nivel superior. Como si se buscara aseverar -tal la inferencia posible que se le acerca al lector- que el cuento “en sí”, la anécdota que se cuenta, es secundaria, menor, reemplazable, del mismo modo que el ejemplo en una exposición sólo sirve en función de aquello otro que se pretende explicar.
Desperdigadas a lo largo del relato, cortando y a la vez articulando la historia que se cuenta, cada tanto en “El Sur” parecen aseveraciones del tipo:
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. (…)
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos (…)
Nadie ignora que el sur empieza del otro lado de Rivadavia. (…)
(Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 1944)
Los verbos en presente rompen con la articulación narrativa del pretérito perfecto simple y el imperfecto que arman la historia pasada y permiten la irrupción de ese otro plano, el del comentario, que dota al narrador de una capacidad reflexiva que necesariamente abre otras resonancias para la interpretación.
Vale subrayar que, por supuesto, las diferentes funciones del narrador que con anterioridad se han enlistado no se ofrecen de manera separada a la lectura sino en constante hibridación y superposición; sólo en el análisis pueden parecer con el grado de “pureza” con que aquí, siguiendo un orden didáctico, se las menciona.
El arranque del mencionado capítulo primero de Oliver Twist (“Que trata del lugar donde nació Oliver Twist y de las circunstancias que concurrieron a su nacimiento”), es posible indicar ahora, no se caracteriza únicamente por cierta acción “evaluativo” por parte del narrador, exhibe también una marcada conciencia “metaliteraria” en cuanto al armado de la historia que se va a contar y la “necesidad” (retórica y comunicativa) de una suerte de prefacio introductorio, presentación de personajes y un ordenamiento del tiempo y el espacio de la acción por venir.
Lo que sigue es la transcripción del primer párrafo de la “Introducción del autor” a Las minas del Rey Salomón del escritor inglés Henry Ridder Haggard:
Ahora que este libro está impreso, y a punto de salir a la luz pública, pesa fuertemente sobre mis hombros un sentimiento de sus limitaciones, tanto en estilo como en contenido. En lo que a lo segundo se refiere, sólo puedo decir que no pretende ser una relación completa de todo lo que hicimos y vimos. Hay muchas cosas relacionadas con nuestro viaje a Kukunaland en las que me hubiera gustado detenerme pormenorizadamente y a las cuales, sin embargo, apenas he hecho alusión. Entre éstas se encuentran las curiosas leyendas que pude reunir acerca de la cota de mallas que nos salvó de la gran aniquilación en la gran batalla de Loo, y también sobre los “Silenciosos” o Colosos en la entrada de la gruta de las estalactitas. Igualmente, si hubiera dado libre curso a mis impulsos… (…) Y ahora sólo puedo presentar mis excusas por mi ruda manera de escribir. No puedo decir en mi disculpa otra cosa sino que estoy más habituado a usar el rifle que la pluma… (…)
(Las minas del Rey Salomón, Barcelona, Biblioteca juvenil, 1991, pág. 11)
La introducción cierra con la firma de su autor, el célebre y legendario aventurero Allan Quatermain.
Como puede verse, en este breve párrafo se acumulan las funciones a las que se ha hecho mención más arriba. Se trata, por un lado, de un pedido de disculpas a los lectores por la tosquedad de la escritura, que, debido a su aspecto “negativo”, sirve para caracterizar perfectamente a quien narra: un aventurero, un hombre de acción, no un escritor. O sea que el componente valorativo apunta en una dirección metadiscursiva, inicialmente; posibilita la estimación del héroe, y suma una reflexión ideológica más vasta: según Quatermain, la “vida” es inmensamente más rica y compleja que la literatura, tanto que fatalmente no cabe otra cosa que limitarse a seleccionar (la “vida”, por tanto es origen y causa) algunos eventos, quizás los que juzgue más significativos y atractivos para el hipotético lector. Poe extensión: se trata de una definición de la literatura, o de aquello que este texto imagina (propone) que la literatura es.
Así también, la actividad de “selección” de los materiales y el “estilo” con que se da cuenta de ellos forman parte de la tarea organizativa del narrador. Este narrador también, finalmente, aparece como garantía de la “verdad” de los hechos narrados: él mismo y algunos de sus ilustres compañeros dan fe de las leyendas y costumbres de los nativos de África que pueblan la novela. En ese sentido Quatermain se muestra más que como un aventurero como una suerte de antropólogo u hombre de ciencia; esa página inicial tiene una nota al pie (recurso propio del ensayo académico, no de la literatura) que dice:
Descubrí ocho variedades de antílope que hasta entonces me eran totalmente desconocidas y muchas especies de plantas, particularmente de la familia de las liláceas…,
como para que desde el inicio quede claro, aún en su tensión y contradicción, la fuerza de su saber.
En relación a la materia narrada se suele calificar al narrador como homodiegético (del griego homo, igual, de la misma naturaleza, y diégesis, historia, narración) cuando el mismo se inscribe de alguna manera dentro del relato que se cuenta, y heterodiegético (de hetero, otro, diferente), para el caso en que la perspectiva de narración sea externa al mundo narrado, como ocurre típicamente con el narrador realista clásico que encarna en la tercera persona gramatical.
Todo el saber que incluye una determinada historia contada se reparte según proporciones variables que encadenan al narrador y los personajes que en ella intervienen. De una manera ya canónica los manuales de literatura establecen que tales relaciones se resumen en tres tipos principales:
1- El conocimiento que tiene el narrador es mayor que el de los personajes.
2-El conocimiento que tiene el narrador coincide con el de aquel personaje a través de cuyos ojos se juzga la totalidad del mundo narrado.
3-El conocimiento que tiene el narrador (tenga o no la forma de un “testigo”, principal o secundario) es menor al de los personajes.
Estas tres posibilidades son conocidas como puntos de vista de la narración, focalización o perspectiva narrativa.
En su siempre consultada obra Tiempo y novela (Buenos Aires, Paidós, 1977) Jean Pouillon llama a la posición 1 narrador por detrás; denomina así a aquel que habitualmente se asocia con el llamado narrador omnisciente, palabra compuesta formada a partir del latín omni, todo, y el verbo scio, saber; etimológica y literalmente entonces: el que todo lo sabe. Vale la pena recordar aquí que uno de los maestros de la novela realista clásica, Honorato de Balzac, consideraba al narrador (omnisciente) como el dios de la novela precisamente porque comprendía bien la necesidad de esa entidad omnicomprensiva para que el relato pudiera fraguar como una totalidad equilibrada y consistente, y que a la vez se completa con una orientación valorativa determinada, como en sus artículos sobre el realismo clásico subrayó el húngaro Giorgy Lukács.
A la posición 2 la bautizó narrador con, en tanto y en cuanto el narrador es incapaz de “tener memoria” más allá de aquello que el personaje recuerda y tampoco puede anticipar lo por venir.
Debe quedar claro que se trata de una posibilidad (gramatical, narrativa) lógica: no necesariamente por supuesto, esta segunda posición debe coincidir con una figura antropomórfica. En la novela corta Tombuctú, de Paul Auster, el narrador con toma la forma de un perro llamado Mr. Bones (Señor Huesos). Dice la contratapa de la versión castellana de Tombuctú (Barcelona, Anagrama, 1999):
Míster Bones es un perro de raza indefinida, pero de una inteligencia muy precisa. No habla inglés -quizá porque se lo impide la forma de sus fauces-, pero tantos años escuchando el incesante torrente verbal de su amo han hecho que lo comprensa a la perfección, y que pueda pensar e interpretar el mundo con una sensibilidad muy canina y una sintaxis muy humana. Porque Míster Bones tiene siete años y ha vivido desde que era un cachorro con William Gurevitch, más conocido como Willy Christmas desde que Santa Claus le habló desde el televisor, provocando en él una auténtica experiencia mística. Willy es un vagabundo, un poeta errante, un excéntrico superviviente se las revoluciones de los sesenta. En un principio se asoció con Míster Bones en busca de protección, porque la vida en las calles es muy dura, una alianza que se convirtió en un amor sin condiciones. Juntos recorrieron América, sobrevivieron a duros inviernos en Brooklyn y ahora están en Baltimore, viviendo la que quizá sea su última aventura en común.
Y así comienza Tombuctú:
Míster Bones sabía que Willy no iba a durar mucho. Tenía aquella tos desde hacía más de seis meses y ya no había ni puñetera posibilidad de que se le quitara. Lenta e inexorablemente, sin que se produjese la más mínima mejoría, los accesos habían ido cobrando intensidad, pasando del leve rebullir de flemas en los pulmones el tres de febrero a los aparatosos espasmos con esputos y convulsiones de mediados de verano. Y, por si fuera poco, en las dos últimas semanas se había introducido una nueva tonalidad en la música bronquial —un soniquete tenso, vigoroso, entrecortado—, y los ataques se sucedían ahora con mucha frecuencia, casi de continuo. Cada vez que sobrevenía alguno, Míster Bones temía que Willy reventase por la presión de los cohetes que estallaban en su caja torácica. Imaginaba que no tardaría en echar sangre, y cuando aquel momento fatal llegó finalmente el sábado por la tarde, fue como si todos los ángeles del cielo se hubiesen puesto a cantar. Míster Bones lo vio con sus propios ojos, parado al borde de la carretera entre Washington y Baltimore, cuando Willy escupió en el pañuelo unos espantosos coágulos de sustancia escarlata, y en ese mismo instante supo que había desaparecido hasta el último resquicio de esperanza.
Un olor a muerte envolvía a Willy G. Christmas, y tan cierto como que el sol era una lámpara que diariamente se apagaba y encendía entre las nubes, el fin estaba cada vez más cerca.
¿Qué podía hacer un pobre perro? Míster Bones había estado con Willy desde que era un cachorro pequeño, y ahora le resultaba casi imposible imaginarse un mundo en el que no estuviera su amo. Cada pensamiento, cada recuerdo, cada partícula de tierra y de aire estaba impregnado de la presencia de Willy. Las viejas costumbres no se pierden fácilmente, y en lo que se refiere a los perros hay sin duda algo de verdad en el dicho de que llega un momento en que se es demasiado viejo para aprender, pero en el miedo que sentía Míster Bones por lo que se avecinaba había algo más que amor o devoción. Era puro terror ontológico. Si el mundo se quedaba sin Willy, lo más probable era que el mundo mismo dejara de existir.
Ése era el dilema al que se enfrentaba Míster Bones aquella mañana de agosto cuando caminaba penosamente por las calles de Baltimore con su amo enfermo. Un perro solo era tanto como decir un perro muerto, y en cuanto Willy exhalara su último aliento, no podría esperar nada salvo su propio e inminente final. Willy ya llevaba muchos días advirtiéndole sobre eso, y Míster Bones se sabía las instrucciones de memoria: cómo evitar la perrera y la policía, los coches patrulla y los camuflados, los hipócritas de las llamadas sociedades protectoras. Por muy amables que fuesen con uno, en cuanto pronunciasen la palabra refugio vendrían los problemas. Empezarían con redes y dardos tranquilizantes, se convertirían en una pesadilla de jaulas y luces fluorescentes y terminarían con una inyección letal o una dosis de gas venenoso. Si Míster Bones hubiese pertenecido a alguna raza reconocible, habría tenido alguna posibilidad en esos concursos de belleza que diariamente se celebran para encontrar posibles amos, pero el compañero de Willy era una mezcolanza de tensiones genéticas —en parte collie, en parte labrador, en parte spaniel, en parte rompecabezas canino— y, para acabar de arreglar las cosas, su deslustrado pelaje estaba lleno de nudos, de su boca emanaban malos olores, y una perpetua tristeza le acechaba en los ojos enrojecidos. Nadie querría salvarlo. Como al bardo sin hogar le gustaba decir, el desenlace estaba grabado en piedra. A menos que Míster Bones encontrara otro amo a toda prisa, era un chucho destinado al olvido.
Entre las formas más tradicionales de este modo de contar la historia se encuentra la yuxtaposición, a partir de la utilización de la primera persona del singular, de las funciones de protagonista y enunciador-organizador (vida y relato). De tal modo ocurre con el joven Jim y su testimonio:
Mr. Trelawny, hidalgo de mi pueblo, el doctor Livesey y varios otros amigos míos, me han pedido que describiese detalladamente todo lo que nos ocurrió en la Isla del Tesoro, desde el principio al fin, omitiendo solamente la situación geográfica de la isla, por cuanto hemos dejado en ella, aún, parte del botín rescatado. Empiezo, pues, mi relato en el año 17.. y me remonto a la {época, ya lejana, en que mi padre era propietario de la hostería del Almirante Benbow y en que se hospedó en nuestra casa un viejo lobo de mar, cuyo rostro curtido por la intemperie hallábase surcado por la siniestra cicatriz que en él dejara un terrible sablazo.
Persiste en mi mente con toda nitidez -como si fuese ayer-, el recuerdo de la llegada de aquel hombre, que se presentó en nuestra hostería renqueando y seguido de una carretilla en la que llevaba un pesado cofre de marinero.
(Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro, Barcelona, Biblioteca juvenil, 1991, pág. 9)
Un uso interesante de la primera persona gramatical ocurre cuando se utiliza su forma plural antes que la singular. En los cuentos de El origen de la luz (Buenos Aires, Sudamericana, “Narrativas”, 2004), del escritor entrerriano Arnaldo Calveyra, se detecta rápidamente -a partir de la simple mención del padre apellidado “Calveyra”, y de ciertas precisiones temporales y espaciales- la referencia autobiográfica; ahora bien, las historias se cuentan en un recurrente “nosotros” y el punto de vista narrativo adquiere en consecuencia una forma “comunitaria”: remite al conjunto del pueblo (“nuestra provincia”) o a su generación más joven:
Durante los veranos nos sucedía tener que esperar por las tardes con nuestras pantallas –obsequio de fin de año de los comerciantes del pueblo, con fotografías de actrices y actores del cine norteamericano- a que el calor tuviera a bien decrecer aunque más no fuera una pulgada. (…)
En esa oscuridad que no terminaba de instalarse, podíamos oír encima de nuestras cabezas el trajinar errático de os pájaros, su ir de rama en rama sin conseguir un lugar donde posarse para pasar la noche, unos a otros importunarse, tan desasosegados como nosotros allá en la profundidad más o menos recuperada del patio, insomnes, cuando no el súbito batir de alas, el abandono del lugar, la obligación de emigrar en procura de algún monte.
Por fin algo parecido a las primicias de un anochecer empezó a rondarnos, a rodear nuestras máscaras exangües.
(“El día de la tormenta”, ob. cit, pág. 10)
En realidad los cuentos de El origen de la luz se estructuran a partir de una oscilación, desplazamiento y correspondencia entre la primera persona del plural y la primera del singular, entre el nosotros y el yo, pero con la característica de que cuando toma la palabra y el pensamiento la forma singular de inmediato se entra en la incertidumbre sobre el conocimiento que se maneja, todo se vuelve duda y conjetura, al contrario de lo que ocurre con el previsible pero sólido saber de “pago chico” que encarna en el nosotros y tiene a esa memoria comunitaria como registro y límite del saber:
Ese silbido ninguna memoria lo registraba, parecía querer atraer, caburé desde el fondo de los montes, a pájaros que nunca habíamos oído, mientras que las centenas de pájaros desdibujados sobre nuestras cabezas…
(Ibídem, el subrayado es nuestro)
Así puede ilustrarse el vaivén entre la primera persona gramatical del singular y la primera del plural:
A falta de una brisa amiga, en esa fijeza candente que parecía retrotraernos a una luz de madrugada, fuimos a sentarnos en la glorieta a cenar. Había, creo, unas personas de Buenos Aires. (…)
(Ibídem, el subrayado es nuestro)
Ya se indicó con anterioridad el recurso de los prefacios, introducciones, etcétera, como una manera de contextuar y, así, modalizar en una cierta dirección la historia que a continuación será narrada, además de acercar una solución rápida a los problemas de la verosimilitud -en relación extensiva con los presupuestos de una determinada corriente estética- e inducir a una cierta predisposición por parte del narratario. En el ejemplo que sigue, y que es un fragmento de las páginas que anteceden a las aventuras de Monsieur D’Artagnan y sus tres camaradas, también se da, al igual que en el caso de Calveyra, una oscilación entre las primeras personas del singular y del plural, pero en esta ocasión se trata de una forma del nosotros mayestático o genérico, una utilización retórica que remite al dominio de la “comunidad científica”, y en ese sentido se levanta como garantía de erudición y objetividad, en todo diferente al ejemplo anterior:
Prefacio
Donde se demuestra que, a pesar de su nombres en os y en is, los héroes de la historia que vamos a tener el honor de contar a nuestros lectores nada tienen de mitológicos.
Hará cosa de un año que, investigando en la Biblioteca Real para mi Historia de Luis XIV, di por casualidad con las Memorias del señor de Artagnan, impresas en Ámsterdam, en los talleres de Pedro Rouge, como la mayoría de las obras de aquella época en que los autores pretendían decir la verdad sin ir a visitar por más o menos tiempo la Bastilla. Me agradó el título, me las llevé a casa, con permiso del señor bibliotecario, claro está, y las leí ávidamente. (…) Cuenta Artagnan que en la primera visita que hizo al señor de Treville, capitán de mosqueteros del rey, encontró en la antesala a tres jóvenes que servían en aquel ilustre cuerpo en el que solicitaba entrar, y cutos nombres eran Athos, Porthos y Aramis. (…) No tuvimos desde entonces el menor sosiego, y nos dedicamos a buscar en las obras contemporáneas algunos vestigios de aquellos nombres extraordinarios que tan vivamente habían despertado nuestra curiosidad. (…) En el momento en que, desanimados por tantas investigaciones infructuosas, íbamos a abandonar nuestro empeño cuando, tropezamos, gracias a los consejos de nuestro ilustre y sabio amigo Paulina París, con un manuscrito en folio, número 4.772 ó 4.773, no lo recordamos a punto fijo, cuyo título era: Memorias del señor conde de La Fére , relativas a algunos sucesos que acaecieron en Francia a fines del reinado de Luis XIII y a principios del de Luis XIV.
Puede colegirse cual sería nuestra alegría cuando, al hojear el manuscrito que era nuestra última esperanza, encontramos en la página 20 el nombre de Athos; en la 27, el de Porthos, y en la 31, el de Aramis.
El hallazgo de un manuscrito enteramente desconocido en una época en que la ciencia histórica ha llegado a tan alto grado de perfección nos pareció casi milagroso; así que, inmediatamente, nos apresuramos a solicitar el permiso de imprimirlo. (…) La primera parte de tan precioso manuscrito es la que ofrecemos hoy a nuestros lectores, si bien restituyéndole el título que creemos convenirle mejor… (…) Sentado esto, pasemos a nuestra historia.
Luego la actividad de la narración se delega y el capítulo primero del libro primero, llamado “Los tres regalos del señor Artagnan, padre”, arranca con el tradicional narrador omnisciente en la tercera persona gramatical.
El primer lunes de abril de 1625, la aldea de Meung, en donde nació el autor de la Novela de la Rosa , parecía hallarse en una conmoción tan grande como si los hugonotes hubiesen ido a hacer en ella una segunda Rochela. Muchos aldeanos, a l ver huir a las mujeres por la calle Mayor, y al oír gritar a los niños en los umbrales de las casas, apresurábanse a ponerse la coraza y, apoyando su continente un tanto incierto con un mosquete o una partesana, se encaminaban hacia la hostería del Molinero libre, ante la cual se iban reuniendo por instantes un grupo considerable de gente bulliciosa y llena de curiosidad. (…)
Al llegar allí, cada cual pudo ver y reconocer el motivo de semejante agitación.
Un joven… Tracemos su retrato de una plumada. Figúrese el lector a Don Quijote a la edad de 18 años, sin casco ni armadura. (…) Nuestro joven tenía una cabalgadura y esa cabalgadura era también tan notable que llamaba en seguida la atención: era un penco del Beam de doce a catorce años, sin crines en la cola. (…) Y esta sensación fue más penosa para el joven Artagnan (que así se llamaba el Quijote de este otro Rocinante), cuanto que no se le ocultaba, por buen jinete que fuera, el aspecto ridículo que le daba semejante cabalgadura. Así que no pudo menos que exhalar un profundo suspiro al recibir tal regalo de su padre, el señor de Artagnan. (…)
-Hijo mío -le había dicho el noble gascón, en aquella jerga peculiar del Beam, cuyo acento jamás logró perder Enrique IV…
(Alejandro Dumas, Los tres mosqueteros, Barcelona, Biblioteca juvenil, 1991, tomo 1, págs..7 a 10)
Un caso particular y curioso, aunque no cuente con muchos ejemplos como ilustración, que los manuales de literatura suelen citar de continuo es la narración en segunda persona. El ejemplo más clásico es el que ofrece el francés Michel Butor en su novela La modificación. La misma cuenta el viaje que realiza un hombre desde París a Roma mientras madura en su cabeza la decisión de dejar a su mujer e hijos para iniciar una “nueva vida” con su amante italiana. La segunda persona posibilita, en este caso, el sondeo de la interioridad del personaje entre el deseo y el deber ser, que resulta, según la clasificación detallada más arriba, en la mezcla de los diversos puntos de vista, con predominancia de la forma con, aunque en la atmósfera narrativa extraña que supone utilizar las formas apelativas que habitualmente se dirigen “hacia afuera” del texto, a soldar la relación con los lectores, en este caso liga fuertemente al narrador con el héroe:
Usted ha puesto el pie izquierdo sobre la ranura de cobre, y con el hombro derecho trata en vano de empujar un poco más la puerta corrediza.
Se introduce entonces por la estrecha abertura frotándose contra los bordes, luego, la valija de cuero oscuro graneado de color verde botella, una valija bastante pequeña de hombre acostumbrado a grandes viajes; usted tira de la manija adherente, con los dedos que arden de haberla cargado hasta aquí, a pesar de lo poco que pesa, y al levantarla siente los tendones y los músculos que se le marcan no sólo en las falanges, la palma, la muñeca y el brazo, sino también en el hombro, toda la mitad de la espalda y las vértebras desde el cuello hasta los riñones.
No, no es sólo la hora, apenas matutina, la responsabilidad de esta debilidad desacostumbrada, sino la edad, que busca convencerlo de que ya domina su cuerpo, y, sin embargo, usted sólo tiene cuarenta y cinco años recién cumplidos.
Tiene los ojos entreabiertos, como velados por un humo tenue, los párpados sensibles y secos, las sienes crispadas, con la piel tirante surcada de finas arrugas, los cabellos que ralean y encanecen insensiblemente para los demás, no para usted,, ni para Henriette, ni para Cécile, y en adelante ni siquiera para los niños, están un poco erizados, y todo ese cuerpo suyo encerrado en una ropa que lo molesta, lo aprieta, y lo abruma, está, a causa del despertar imperfecto, como dentro de un baño de agua agitada y gaseosa llena de animalículos en suspensión.
(Michel Butor, La modificación, Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora, 1969, pp. 9-10)
A la posición 3 Pouillon la denomina narrador desde afuera. En este último caso el narrar tiene imposibilitado el acceso a la interioridad de los personajes, se limita a describir aquello que observa, tal el límite de su testimonio.
La llamada école du regard (escuela “de la mirada”) o corriente objetivista llevó, principalmente en la Francia de los año sesenta, la forma del narrador desde afuera hasta un punto de formalización que algunas de las escuelas que le sirvieron de antecedente, como el naturalismo, no se habían animado.
A… está sentada delante del espejo oval en el que su rostro aparece de frente, iluminado por un solo lado, repitiendo a corta distancia el rostro de perfil.
A… se inclina más aún, hacia el espejo. Las dos caras se aproximan. Ahora sólo distan unos treinta centímetros una de otra. Pero conservan su forma y posición respectivas: un perfil y una cara de frente, paralelos entre sí.
La mano derecha y la mano del espejo delinean, sobre los labios y sobre su reflejo, la exacta imagen de los labios, un poco más viva, todavía más precisa y algo más oscura.
Dos golpes ligeros se oyen en la puerta del comedor.
Vacilantes, la boca y la media boca se mueven con perfecto sincronismo:
-¿Quién es?
Es una voz contenida, como en la habitación de un enfermo, o como la voz de un ladrón que hablara con su cómplice.
-El señor está aquí -contesta la voz del “boy”, al otro lado del tabique
Sin embargo, ningún ruido de motor ha turbado el silencio (que no era silencio, sino el continuo silbido de la lámpara a presión).
A… dice:
-Voy en seguida.
Y termina sin prisas, con mano segura, el orto festón sinuoso más arriba de la barbilla.
Se levanta, cruza la habitación rodeando la gran cama y toma el bolso de encima de la cómoda y el fino sombrero de paja de alas muy anchas. . Abre la puerta sin hacer ruido (aunque sin precauciones excesivas), sale y cierra la puerta tras de sí.
Los pasos se acercan a lo largo del comedor.
La puerta de entrada se abre y vuelve a cerrar.
Son las seis y media.
(Alain Robbe-Grillet, La celosía, Barral, Libros de Enlace, Ediciones de Bolsillo/41, 1970, pp. 78-79)
La tendencia general y más inmediata, que seguramente puede sostenerse estadísticamente, es la de asociar las perspectivas de narración propias de las posiciones 1 y 2 con el uso gramatical de la tercera y la primera personas gramaticales, pero conviene tener cuidado frente a tan rápida identificación.
Hay notables ejemplos en contrario, como el de Fran Kafka, quien utiliza la tercera persona pero en relación con un punto de vista con. Así comienza La metamorfosis:
Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.
No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados -Samsa era viajante de comercio-, estaba colgado aquel cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.
La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso -se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana- lo ponía muy melancólico. (…)
-Gregorio -dijeron (era la madre)-, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje?
¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir las palabras con claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que no se sabía si se había oído bien. Gregorio querría haber contestado detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:
-Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.
Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en la voz de Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de allí. Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de la familia se habían dado cuenta de que Gregorio, en contra de todo lo esperado, estaba todavía en casa, y ya el padre llamaba suavemente, pero con el puño, a una de las puertas laterales.
Como puede observarse fácil y rápidamente, se trata de un relato escrita en tercera persona pero donde todo se percibe a través de los sentidos y los pensamientos de Gregorio Samsa y los límites de su pieza.
En tanto se juega en él la particular y efectiva relación que ata al narrador con los personajes y el lector, el punto de vista narrativo es un componente de la narración que presenta sus dificultades.
Según explica el crítico francés Gérard Genette (“Discurso del relato”, en Figuras III, Barcelona, Lumen, 1989; pero también en otros textos que forman parte de su monumental Figuras, tres tomos aparecidos entre 1969 y 1972) lo prioritario para evitar las confusiones es considerar el punto de vista de la narración teniendo en cuenta desde dónde se mira o se focaliza. Genette afirma, quizás exageradamente, que la gran cantidad de estudios que se han dedicado a estudiar la “perspectiva” o “punto de vista” narrativo cometieron la equivocación de no establecer una clara distinción entre los conceptos de “modo” y de “voz”. El modo, explica el crítico, se sostiene a partir de la pregunta sobre cuál es el personaje cuyo punto de vista orienta la perspectiva narrativa (“¿quién ve?”) mientras que la voz interroga quién es el narrador, es decir “¿quién habla?”.
Así, Genette prefiere distinguir entre las siguientes posibilidades:
1-La narración está en focalización cero cuando el narrador se muestra absolutamente autónomo, maneja con libertad la totalidad de la información y emite juicios del más diverso tipo. Coincide con el narrador omnisciente.
2-La narración se encuentra en focalización interna cuando su “foco” coincide con una percepción y mente particular (la de un personaje) y sufre las restricciones espacio-temporales y cognitivas propias de tal reducción. Tal tipo de focalización puede estar centrada en un personaje (focalización interna fija) o bien en un número limitado de ellos (focalización interna variable).
3- La focalización externa está definida por la imposibilidad de acceder a la interioridad de los personajes. El narrador, en consecuencia, puede seleccionar los movimientos en el tiempo y el espacio que le posibiliten ampliar o reducir su capacidad narrativa, pero inevitablemente se encuentra en “desventaja cognoscitiva” en relación a sus personajes.
Una aclaración necesaria sobre el final: todas las observaciones anteriores han seguido una intencionalidad pedagógica, por esa razón han tratado de sumar ejemplos más o menos extensos y claros que posibiliten la ilustración clara de un repertorio habitual de conceptos que brindan los teóricos y manuales de la literatura.
En ese rumbo se han separado con claridad y esquemáticamente procedimientos narrativos que, cuando se analiza en extenso una novela, jamás se brindan de una manera pura. Quizás sea obvio destacarlo puesto que es casi de sentido común, pero difícilmente las trescientas o cuatrocientas páginas de cualquiera de las novelas realistas clásicas, de León Tolstoi a Walter Scott, Charles Dickens o Manuel Gálvez, pueden ser “contenidas” únicamente con una referencia al narrador omnisciente; basta analizar sin demasiada meticulosidad muchas de sus páginas para observar incesantes quiebres, pausas, dudas y desplazamientos a los que tal tipo de narrador clásico es sometido.
La extensión de todos los ejemplos anteriores, pues, tiene como uno de sus cometidos que, si se lee en detalle, se puedan observar particularidades que exceden la finalidad con que han sido recortados para la cita.
Así comienza Carrera y Fracassi:
Se llamaba Julio César Carrera y había nacido con las condiciones necesarias para triunfar. Pero hubo algo (una falla, una rareza) que lo fue desviando de su destino, y desde su infancia no hizo otra cosa que decaer. Aunque su altura y el color de su cabello le garantizaban cierto suceso entre las mujeres, el rasgo melancólico de su carácter le impidió advertir sobre todo a las que se excitaban a fuerza de compasión. Sin embargo él no sabía que daba lástima y entonces sólo pudo casarse con la mujer equivocada: Mirtha Jacubowicz. Mirtha nunca le perdonó que en vez de hacer un aporte proporcional a los valores implícitos en la entrega de su propia persona, Julio César hubiera aceptado plácidamente irse a vivir a la casa de sus padres le compraron como obsequio de bodas y escrituraron a su nombre. ¡Ella había sido criada como una princesa, había trabajado de hija púnica durante tres décadas, y ahora tenía que conformarse con esos muebles baratos, ese barrio de suburbios, ese destino de segunda mano!
(Daniel Guebel, Carrera y Fracassi, Buenos Aires, Sudamericana, “Narrativas”, 2005, pág. 9)
El texto se inicia con un narrador tradicional en tercera persona, de características relativamente omnisciente en función incluso de la interioridad del personaje que presenta, pero unos pocos renglones después ese punto de vista general y abarcativo se desplaza hacia la mujer de Fracassi, mantiene la tercera persona pero adopta un punto de vista “con” que refuerza el discurso indirecto libre. En la página siguiente el relato retoma la forma inicial para adentrarse en las acciones de los dos amigos/enemigos viajantes de comercio que le dan nombre a la novela e irá variando la perspectiva narrativa en una gran cantidad de ocasiones.
De lo apuntado y ejemplificado anteriormente, por lo tanto, se debe concluir que una de las características centrales a examinar en la narración literaria es la migración del punto de vista narrativo. Éste recurso ha sido particularmente explotado desde comienzos del siglo veinte, y su utilización fuerte parece responder a dos tendencias. Por un lado, a despegar y renovar el cuento y la novela de sus formas tradicionales y ya establecidas, en ese sentido corresponde a un desplazamiento típicamente vanguardista. Por el otro, posibilitó a partir del recurso de la pericia técnica distanciar a la literatura de otras formas narrativas vecinas, como la prosa periodística. Una de las características centrales de la novela actual es la de una absoluta movilidad sin trabas para llevar adelante la narración siguiendo el derrotero de los más variados matices, “saltos” y modulaciones del sentido.
Es famoso y muy citado el caso de la célebre El ruido y la furia, publicada en 1929 por el escritor norteamericano William Faulkner. En la novela se cuenta la decadencia de los Compson, familia del sur estadounidense. Los diferentes aspectos de la debacle familiar son presentados en las voces de los tres hermanos: el primer capítulo es narrado por el retardado Benjy, el segundo por Quentin y el tercero por Jason; la última parte está narrada en tercera persona aunque desde el punto de vista de Dilsey, la sirviente negra. Obviamente el cambio constante de la perspectiva narrativa redunda en un sacudimiento del régimen de “verdad” propio del realismo clásico; la historia contada se vuelve brumosa e indecidible y, por extensión, un nuevo papel, mucho más activo, es el que queda delineado para el lector.
En un conocido y famoso reportaje el propio Faulkner confesó acerca de la escritura de esta novela:
Empezó con una imagen mental. Yo no comprendí en aquel momento que era simbólica. La imagen era la de los fondillos enlodados de los calzoncitos de una niña subida a un peral, desde donde ella podía ver a través de una ventana el lugar donde se estaba efectuando el funeral de su abuela y se lo contaba a sus hermanos que estaban al pie del árbol. Cuando llegué a explicar quiénes eran ellos y qué estaban haciendo y cómo se habían enlodado los calzoncitos de la niña, comprendí que sería imposible meterlo todo en un cuento y que el relato tendría que ser un libro. Y entonces comprendí el simbolismo de los calzoncitos enlodados, y esa imagen fue reemplazada por la de la niña huérfana de padre y madre que se descuelga por el tubo de desagüe del techo para escaparse del único hogar que tiene, donde nunca ha recibido amor ni afecto ni comprensión. Yo había empezado a contar la historia a través de los ojos del niño idiota, porque pensaba que sería más eficaz si la contaba alguien que sólo fuera capaz de saber lo que sucedía, pero no por qué. Me di cuenta de que no había contado la historia esa vez. Traté de volver a contarla, ahora a través de los ojos de otro hermano. Tampoco resultó. La conté por tercera vez a través de los ojos del tercer hermano. Tampoco resultó. Traté de reunir los fragmentos y de llenar las lagunas haciendo yo mismo las veces de narrador. Todavía no quedó completa, hasta quince años después de la publicación del libro, cuando escribí, como apéndice de otro libro, el esfuerzo final para acabar de contar la historia y sacármela de la cabeza de modo que yo mismo pudiera sentirme en paz.
Ése es el libro por el que siento más ternura. Nunca pude dejarlo de lado y nunca pude contar bien la historia, aun cuando lo intenté con ahínco y me gustaría volver a intentarlo, aunque probablemente fracasaría otra vez.
Otra característica significativa, propia también de la renovación de la narrativa contemporánea, puede encontrarse en la utilización particular de la visión “con”, la narración en primera persona que, siguiendo el camino trazado por la comúnmente denominada “novela psicológica” (Los hermanos Karamazov, 1880, del ruso Fiodor Dostoyevsky, por ejemplo), se ha ido vertiendo en el pozo infinito de la memoria incesante y el universo de percepciones, sensaciones y expresiones de que los hombres son capaces antes incluso del ordenamiento consciente, como puede verse en los relatos de Marcel Proust, Virginia Woolf y James Joyce. O sea que la perspectiva de la narración “desde” o “con” el personaje ha ido alcanzando otras dimensiones que las que permite fijar a priori una percepción mecánica del recurso y que en cada caso deberán ser consideradas en su especificidad y orientación.
Pero esto no es todo, un apunte más. Como lo demuestran ejemplos tan conocidos de la historia de la literatura moderna como Los sufrimientos del joven Werther (1774) de Johann W. Goethe y Las relaciones peligrosas (1782) de Pierre Choderlos de Laclos, un recurso del que intentó adueñarse la novela casi desde sus comienzos es el de “eliminar” la instancia del narrador para lograr como resultado que los hechos, las acciones, sentires y pensamientos de los personajes se pusieran en contacto “directamente” con el lector. El uso de los diarios íntimos y manuscritos encontrados por algún editor o amigo y el intercambio de epístolas sirvieron para apuntalar tal intención. En la contemporaneidad diversos escritores supieron volver de manera renovada sobre dicha operación narrativa; como es el caso, para mencionar sólo uno, del argentino Manuel Puig y La traición de Rita Hayworth (1968). Se podría aquí agregar que esta demolición de una instancia única y margéntica de organización del relato obliga a considerar a la vez, y de manera simultánea, la multiplicación al infinito de las perspectivas de la narración y la estimación de un cierto nivel abstracto y metanarrativo que las reúne virtualmente y que coincide en su punto de fuga y convergencia con la mirada externa del lector.
Desde hace un tiempo se han abierto los debates en torno a lo que se ha dado en llamar genéricamente posliteratura, es decir a un conjunto de transformaciones en curso que estarían afectando la naturaleza misma del fenómeno literario, su producción, recepción, identificación y puesta en valor. El debate interesa aquí en tanto y en cuanto puede resultar en una serie de consecuencias para la estimación de la categoría “narrador” que se sumen al análisis de su naturaleza y variedad.
Por ejemplo, la crítica argentina Josefina Ludmer sostiene acerca de ciertos tipo de textos actuales que “no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son buenas o malas, o si son o no son literatura. Y tampoco se sabe o no importa si son realidad o ficción. Se instalan en un régimen de significación ambivalente y ése es precisamente su sentido (“Literaturas postautónomas 2.0” en Ciberletras. Revista de crítica literaria y de cultura, n. 17, Buenos Aires, julio de 2007. La versión 1.0 de este escrito circuló en internet a partir de diciembre 2006, se puede consultar en http://www.loescrito.net/index.php?id=158).
Tal borramiento tendría consecuencias que deberían ser analizadas, sobre todo si se parte de la simple observación de que se ofrece como prueba de la erosión del tabique que separa autor y narrador. La “literatura posautónoma” encontraría una de sus principales características en desatender tan diferencia, sostiene Ludmer,
Porque estas escrituras diaspóricas no sólo atraviesan la frontera de ‘la literatura’ sino también la de ‘la ficción’ y quedan afuera-adentro en las dos fronteras. Y esto ocurre porque reformulan la categoría de realidad: no se las puede leer como mero ‘realismo’, en relaciones referenciales o verosimilizantes.
Toman la forma del testimonio, la autobiografía, el reportaje periodístico, la crónica, el diario íntimo, y hasta de la etnografía (muchas veces con algún ‘género literario’ injertado en su interior: policial o ciencia ficción por ejemplo). Salen de la literatura y entran a ‘la realidad’ y a lo cotidiano, a la realidad de lo cotidiano (y lo cotidiano es la TV y los medios, los blogs, el email, internet, etcétera). Fabrican presente con la realidad cotidiana y ésa es una de sus políticas.
Consecuentemente esa primera persona, por caso, que se utiliza para narrar una serie de acciones antes que como una perspectiva seleccionada para construir una ficción debería ser comprendida y analizada como una manera para negar su naturaleza ficticia y obligar a un desplazamiento hacia afuera de su universo.
Se trata de una discusión abierta y polémica; la cual, por otra parte, quizás deba partir interrogándose acerca de si las afirmaciones anteriores pueden extenderse al conjunto del universo de la literatura.
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