viernes, 31 de diciembre de 2010

Posestructuralismo y teoría de la deconstrucción

El estructuralismo

El antropólogo nacido en Bruselas en 1908 Claude Lévi-Strauss publicó en 1949 “Las estructuras elementales del parentesco”; el ensayo es considerado una referencia fundamental de la corriente estructuralista, al menos en lo que respecta al área de las ciencias sociales que es aquella donde tuvo verdadero desarrollo. El trabajo de Lévi-Strauss llevaba hasta las últimas consecuencias, y fuera de su marco original de elaboración, las consideraciones que había acuñado para darle carácter científico y moderno a la fonología el ruso Nicolai Trubetzkoy (1890-1938); sus Principios de fonología, precisamente, son uno de los aportes centrales del llamado Círculo de Praga a la lingüística contemporánea. Según indican algunos historiadores en realidad el señalamiento de Lévi-Strauss es un poco anterior al mencionado, remite a 1945, año en el que publicó en la revista estadounidense Word un artículo que luego sería recogido en su libro Antropología estructural, y que llevaba el por demás significativo nombre de “El análisis estructural en lingüística y en antropología”.
A partir de entonces, y por lo menos por dos décadas, el estructuralismo de raíz europea  conoció un fuerte desarrollo de larga influencia en el conjunto de las ciencias humanas, a través de figuras como las de Roman Jakobson y Émile Benveniste en la lingüística, Louis Althusser y Lucien Goldmann (a éste se debe el concepto de “estructura significativa”, particularmente desarrollado en su libro Le Dieu caché) dentro de la tradición marxista, Jacques Lacan en el psicoanálisis, el mencionado Lévi-Strauss en el campo de la antropología, Roland Barthes, Argildas Greimas, Gerard Genette y Tzvetan Todorov dentro de los territorios de la semiología y la crítica literaria, Michel Foucault en la filosofía y otros autores para los cuales, si bien no suelen ser enlistados bajo la denominación de “estructuralistas”, resulta evidente la deuda que su teoría tiene con tal corriente (como, para dar un único ejemplo, ocurre con el sociólogo francés Pierre Bourdieu y su teoría de los “campos”).
El estructuralismo, que en muchos de sus desarrollos se toca y confunde con la corriente funcionalista, supo llevar adelante un eficiente trabajo en la construcción de modelos explicativos que posibilitan dar cuenta de los elementos básicos que constituyen los diversos niveles de la realidad social, el modo en que éstos se relacionan y el pequeño número de leyes generales, a las que se llega de una manera inductiva o a través de hipótesis deductivas, que determinan su funcionamiento. Así, y para sintetizarlo con trazo grueso, el estructuralismo se fijó metas epistemológicas de simplificación, metodológica y expositiva, con el fin explícito de dar cuenta de esos esquemas primeros y simples que, una vez descubiertos, permiten -según su presupuesto básico- explicar las diversas zonas en que se organiza la experiencia social. Un conjunto finito de componentes, un repertorio de relaciones fácilmente reconocibles y pequeño número de normas y leyes, tal el objetivo descriptivo elemental que alimentaba las investigaciones estructuralistas.
La búsqueda apuntaba, en última instancia, hacia un “fondo” (el sistema, la estructura, el código) en relación con el cual los objetos concretamente analizados -un mito, una novela, ciertas formas actuales de la moda, etcétera- no son más que un medio que se disuelve por la vía del descubrimiento del modelo oculto de las complementariedades diferenciales que enhebran sus componentes según la forma de universales invariantes. Precisamente en esta meta final radicaba parte de la fascinación que el estructuralismo supo ejercer, puesto que ofrecía la posibilidad de encontrar por debajo de una maraña compleja y heterogénea de objetos sociales -la “superficie”- un modelo que pudiera ordenarlos y explicarlos con unos pocos trazos.
Por eso es que Tzvetan Todorov hizo la bien útil e iluminadora indicación de que, siguiendo la inspiración de los formalistas rusos, centrar el estudio en la literaturidad significaba obligadamente olvidarse de la literatura viva y real (Poética, Buenos Aires, Losada, 1977). Una esquematización que muchos de los críticos iniciales del estructuralismo no tardaron en llamar “neopositivismo”, mientras que otros prefirieron ligar de manera más amplia a cierta metáfora que el filósofo alemán Georg W. F. Hegel utilizó de manera emblemática para definir la fatalidad de cualquier abstracción científica cuando escribió que toda teoría era necesariamente gris y sólo podía estar lleno de vivos colores el árbol de la vida.
Como se puede observar por sus resultados en el campo que aquí interesa, el de la teoría y el análisis literario, la exigencia descriptiva se vio precisada de apartar o minimizar las cuestiones propias del sentido. De alguna manera, se puede conjeturar que los estructuralistas entendieron que hasta aquel entonces había reinado en este campo un “exceso” de sentido, entendido el mismo en los términos de una liviandad interpretativas; por lo tanto la reacción, que se consideraba imprescindible para dar a estas investigaciones un verdadero espíritu riguroso y científico, se vio obligado a poner entre paréntesis el afán de la rápida atribución de significados.
Inmediatamente después del período inicial de deslumbramiento no fueron pocos los críticos del estructuralismo que señalaron que el “traslado” que los miembros de esta corriente en el territorio de la literatura y el arte hacían de conceptos provenientes de la lingüística, el psicoanálisis o el ideario marxista poco conservaban de su definición y operatividad original cuando se los utilizaba para el análisis de otro tipo de fenómeno social en lugar de aquel para el cual habían sido elaborados en un principio. Así, decía la crítica, la ambición científica de los estructuralistas terminaba en la acumulación de una serie de metáforas que daban cuenta, con mayor o menor felicidad, de un cierto objeto social con una imprecisión que se mostraba en las antípodas de la pretensión de cientificidad explícitamente postulada.
De cualquier manera, los estructuralistas (Roland Barthes en primer lugar) hicieron el señalamiento desde muy temprano que el estudio de los sistemas de signos debía romper el supuesto equilibrio heredado de Ferdinand de Saussure acerca de cierta simetría y homología entre el plano del significante y el del significado, la necesidad de contemplar los dos planos por igual, para indicar que la clave del análisis estaba en centrarse en las operaciones del plano del significante. El posestructuralismo sabrá nutrirse de esta idea, y extremarla.
Pasados los años muchos de los propios investigadores que formaron parte de la corriente estructuralista volvieron con afán autocrítico sobre las posibilidades verdaderamente “científicas”, en el sentido más amplio y a la vez más tradicional del término, alguna vez enunciadas. Barthes, por ejemplo, en reportajes y textos como “La aventura semiológica”, casi lo hizo para mofarse de sus propias y grandilocuentes ilusiones de juventud al respecto.
 Así fue desapareciendo el estructuralismo que alguna vez se había mostrado como un programa de investigación y fueron quedando de lado, cuestionados, los modelos universales, el acotado repertorio de componentes invariantes, incluso el diseño de metodologías rigurosas. Lo que dejó como herencia innegable, y de utilidad fortísima en el ámbito de los estudios literarios en particular, es la necesidad de detenimiento para la consideración minuciosa de los componentes formales (esa “demora” de la que sabrá hablar Jacques Derrida), sepultando para siempre su estimación sumaria o secundaria como acceso rápido a las cuestiones del tema y el “contenido”. Una lección que la teoría y el análisis literario aprenderían para siempre.
Es particularmente llamativo en este sentido la fértil descendencia con que el estructuralismo ha impregnado, en su despliegue y difusión, las prácticas pedagógicas de la lengua y la literatura sobre todo en la escuela media. Ocurre que los modelos analítico-descriptivos ofrecen herramientas sólidas y eficaces para la práctica en el aula tanto para el reconocimiento de los diversos componentes que forman parte de, por ejemplo, una oración o un cuento, como para estimar los modos del entrelazamiento de esas unidades en otras mayores y, extensivamente, proporcionar, todo lo simplificada que se quiera, una buena guía para la comprensión y la producción de textos.


Estructuralismo, posestructuralismo y deconstrucción: continuidad y divergencias

El término posestructuralismo presenta una serie de dificultades. Se puede afirmar que esto es así porque, en primer lugar porque no parece haber surgido de la boca y la letra de los propios investigadores que habitualmente se mencionan como referentes de esta corriente (como Julia Kristeva, Jacques Derrida o Gilles Deleuze, para citar algunos de los ejemplos más célebres), sino que fue utilizado “desde afuera” con respecto a tales autores y sus obras, como una denominación que rápidamente se mostró fértil en su designación clasificatoria en el interior de las universidades anglosajonas y que rápidamente se fue extendiendo, y encontró eco y aceptación en ámbitos similares de otras tradiciones nacionales.
Ese tipo de operación de designación, y los problemas que trae asociados para la comprensión y el análisis, nada tienen de nuevo por otra parte, puesto que ya se conocen desde larga data dentro de los la literatura y los estudios literarios, en particular en lo que respecta a su desarrollo a lo largo del siglo veinte como lo ilustra claramente lo ocurrido con el formalismo ruso y el estructuralismo. En relación a este último sustantivo, vale la pena señalar la paradoja que envuelve el hecho de que varios de los autores a los que aquí se hace referencia dedicaron un buen esfuerzo para despegarse de su alcance y cuando creían haber resuelto la cuestión pasaron automáticamente, como si hubieran atravesado una aduana, a formar parte del posestructuralismo, es decir que fueron recogidos por el capítulo siguiente del manual y de la historia de la crítica literaria, y posibilitaron, de paso, que los suplementos culturales de los diarios pudieran preparar ya una nueva nota central.
Quede claro que aquí posestructuralismo interesa simplemente a los fines prácticos de “ponerse de acuerdo” sin demasiados preámbulos en relación a un cierto universo del discurso a partir del término con que más comúnmente se lo designa en los ámbitos universitarios y también fuera de ellos, en artículos periodísticos, bibliotecas y librerías. Pero por su naturaleza es también obligado señalar el presupuesto de que se trata de una calificación en el más alto grado de generalidad, lo cual supone necesariamente que el análisis concreto de conceptos, obras, artículos y autores tiene entre sus cometidos básicos obligatorios precisar los predicaciones que en cada caso encierra (y quizás obtura) tal designación.
Entre las virtudes, si puede usarse tal sustantivo, que pueden enlistarse a favor de su antecesora, la corriente estructuralista, está la de haber generado, incluso antes de que fuera percibida como una escuela fuerte y definible, un sinnúmero de críticas y polémicas, casi todas ellas bien interesantes y de rica proyección conceptual en los años posteriores.
El término posestructuralsimo tiene, de esta manera, la particularidad de recoger un singular fenómeno que ocurrió con la corriente que se considera como su inmediata antecesora, una de esas paradojas que Jacques Derrida solía denominar “escándalo”. Porque el estructuralismo se desplazó desde su origen francés hacia otras zonas del mundo con la característica de que prácticamente en todas partes su arribo coincidió con las duras críticas que recibía. De tal modo ocurrió en Buenos Aires, por ejemplo. Así, los universitarios y especialistas al mismo tiempo que actualizaban aquellos conocimientos sobre lingüística y fonología que les posibilitarían penetrar el vocabulario que el estructuralismo traía consigo, entraban en contacto con artículos y obras de otros lingüistas, filósofos, psicólogos, sociólogos  y marxistas que se dedicaban a demoler el dogma de la estructura.
Por lo general lo hacían de una manera muy especial. Es decir, en el sentido de que pretendían volver ese combate productivo desde una perspectiva metodológica y teórica, pero incluso también política, razón por la cual la crítica, por lo general quedaba claro, más o menos implícitamente, suponía el rescate de aquellos componentes que se consideraban valiosos y que el estructuralismo traía consigo; como si entre ortodoxos y heterodoxos existiera un acuerdo o consenso explícito determinado por la certidumbre de que, cualquiera fuera su resolución, se asistía a un capítulo fundamental en la modernización y consolidación de las ciencias sociales. Este fenómeno de crítica y recuperación es particularmente notorio en un libro como La estructura ausente. Introducción a la semiótica del italiano Umberto Eco, una obra clásica de su época y a la vez bien emblemática de lo que se acaba de afirmar.

La struttura ausente es de 1968 (aquí la citamos según la versión española traducida por Francisco Serra Cantarell, Barcelona, Lumen, 1978). En uno de sus últimos apartados y a modo de balance crítico el autor italiano realizaba el simple señalamiento epistemológico de que una cosa es que la noción de estructura fuera juzgada como presupuesto ontológico, y por lo tanto estimada como una suerte de esencia oculta propia del objeto que se pretende estudiar, y muy otra que se la tomara como una necesidad metodológica, de carácter inevitable y fatal a juzgar por los dichos de algunos investigadores, pero, como toda herramienta, revisable y cuestionable en cuanto a sus verdaderos alcances; un medio como otros,  no una meta a alcanzar.
Así, Eco concluye:
Al estar ausente, la estructura no puede ser considerada como el término objetivo de una investigación definitiva, sino como un instrumento hipotético para ensayar fenómenos y trasladarlos a correlaciones más amplias. (pág. 452)
Una estructura, entonces, debía ser entendida básicamente en consonancia a los componentes de un modelo explicativo:
Estos modelos pueden ser teóricos, en el sentido de que han de ser postulados como los más cómodos y “elegantes” anticipándose así una recensión empírica y una reconstrucción inductiva que en otro caso serían utópicas dadas las dimensiones del territorio y su diacronicidad. (pág. 460)
El punto que Jacques Derrida pone en discusión alrededor de la idea de estructura tiene otra dimensión y dirección que la planteada por el autor del Tratado de semiótica general, tanto en lo que respecta a su fundamento filosófico como, si puede decirse así, a sus alcances en el territorio de la cognición, pero no es necesariamente contrario a ellas. Y es así si se tiene en cuenta la sencilla pero definitiva observación de Eco en relación al salto epistemológico -que es también ideológico y político- que supone postular “de contrabando” algo que no se ha demostrado y se pretende aceptar sin más (una esencia) a partir de la demostración de la eficacia de unos ciertos procedimientos para detectar y aislar unidades mínimas y enunciar a partir de ellas las normas que determinan los modos de sus relaciones prototípicas (una metodología, orientada por algunos postulados heurísticos).
Quizás el estructuralista haya querido argumentar que tales postulados metafísicos se desprendían como presupuesto obligatorio para cimentar el conjunto de su arquitectura teórica y operativa, y que si se los tacha de poco serviría una metodología tan ciega y de corto alcance, en otras palabras buscaba fundamentar ciertas decisiones arbitrarias de inicio como necesidades lógico-epistemológicas, pero para los investigadores que seguían atentamente aunque a prudente distancia sus pasos fue evidente desde el vamos que aceptar una operación de tal tipo involucraba de manera extensiva aceptar un mundo a imagen y semejanza de los requerimientos de un conjunto de metáforas constructivistas y funcionales que decían “postergar” los problemas del sentido cuando en realidad los auspiciaban y los volvían urgentes.

El pensamiento básico de Derrida sobre este punto comienza a plasmarse de una manera clara en una conferencia dictada originalmente en la Universidad de Yale, en los Estados Unidos, y que, a juzgar por los historiadores y la leyenda, abrió para el pensador francés las puertas que posibilitarían el avasallador despliegue de la teoría de la deconstrucción en el sistema académico norteamericano, y de allí al mundo.
 Convertido en artículo con el título de “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas” integró L’Ecriture et la Différence, publicado originalmente en 1967 por la editorial Gallimard (y que aquí citaremos en la versión española de Patricio Perisher, Barcelona, Anthropos, 1989, pp. 383-400). En él, Derrida busca develar el procedimiento por medio del cual debajo del concepto de estructura en realidad se hace pasar un principio de ordenamiento de sentido único y estático. De tal modo, la estructura, en lugar de abrir una vía novedosa para el análisis y la comprensión de los fenómenos sociales, no hace sino segar nuevamente esa posibilidad en su encarnación contemporánea y remozada por la lingüística, y lo hace en función de un cierto principio vertebrador del orden de lo metafísico.
Los estructuralistas buscaban leer “por debajo” de los fenómenos sociales para encontrar esa estructura única, simple y universal que los explica en su funcionamiento y también en su reproducción. Tal la novedad que el estructuralismo traía consigo. En una suerte de reduplicación irónica Derrida copia el gesto de los estructuralistas y lee “por debajo” de la noción de estructura para enunciar también un par de postulados sencillos y definitivos: uno reza que la noción de estructura nada tiene de nuevo, el otro que desde siempre la noción de estructura ha estado encadenada a una norma de organización que es externo a la estructura misma y la cierra de manera definitiva.
En las palabras del autor:

(…) el concepto de estructura, e incluso la palabra estructura tienen la edad de la episteme, es decir, el mismo tiempo de la ciencia y la filosofía occidentales, (…) hunden sus raíces en el suelo del lenguaje ordinario, al fondo del cual va la episteme a recogerlas para traerlas hacia sí en un desplazamiento metafórico. Sin embargo, hasta el acontecimiento al que quisiera referirme, la estructura, o más bien, la estructuralidad de la estructura, aunque siempre haya estado funcionando, se ha encontrado siempre neutralizada, reducida: mediante un gesto consistente en darle un centro, en referirla a un punto de presencia, a un origen fijo. (pág. 383)
Como ya casi forma parte del mito, cuando con el andar de la década del sesenta del siglo pasado el estructuralismo se convirtió en un tema interesante para el debate a juicio de las universidades de los Estados Unidos, una de ellas, John Hopkins, se apresuró a organizar una conferencia que se dictó finalmente en el año 1966. El encargado de darla fue Jacques Derrida y sus dichos, como se dijo, fueron recogidos en el artículo “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”. El impacto que produjo fue profundo, entre otras cosas por el escándalo que suponía, como se desprende evidentemente de la lectura de la cita anterior que corresponde a la introducción del artículo,  que alguien que se esperaba que hablara más o menos celebratoriamente de una corriente en realidad expuso una crítica fuerte a los fundamentos conceptuales de la misma.
La exposición de Derrida se organiza básicamente en dos cuerpos. En el primero el autor de De la gramatología se dedica a revisar los orígenes del concepto de estructura y el modo en que fue usado y abusado a lo largo de la historia occidental, desde cuando se sometía a dicho concepto a una cierta máxima metafísica que lo congelaba y detenía, pasando por una utilización similar en la Edad Media bajo la hegemonía de la idea de un dios-centro hasta llegar a la contemporaneidad donde otras dominancias -una cierta consideración acerca del hombre, alguna cosmovisión moral o política- cumplieron el mismo papel enajenante y cosificador.
El cuerpo segundo está dedicado a la elaboración y el uso de ciertos conceptos por parte de Claude Lévi–Strauss. Es importante destacar, sobre todo para que se perciba el carácter simbólico de aquella conferencia derridiana, que Lévi-Strauss, fundamentalmente a través de su artículo “Las estructura elementales del parentesco” y sus libros Antropología estructural, El pensamiento salvaje y Tristes trópicos, se había convertido en la principal figura de referencia del pensamiento estructuralista. Esto es así, principalmente, porque el resto de los autores fundamentales que aparecen relacionados a esta corriente -Jacques Lacan, Michel Foucault, y Roland Barthes- nunca terminaron de sentirse cómodos dentro de los límites del estructuralismo y con extraordinaria rapidez se despojaron de lo que consideraban que era un ropaje demasiado pesado como para transitar el camino que habían prefigurado. Frente a esos vaivenes Lévi-Strauss aparecía como el más sólido representante del estructuralismo, e incluso de su encarnación más ortodoxa (es decir, no de aquellos investigadores que pueden haber recurrido ocasionalmente a la idea de estructura de una manera más alegórica y general, sino de quien la piensa a partir del modelo de la fonología de Trubetzkoi) y es por ello que no puede considerarse casual la elección de Derrida.
Sin embargo, incluso si se tienen como referencia y medida otros intercambios polémicos que Derrida ha desarrollado, el modo en que trata a Lévi-Strauss es excesivamente amable. No se cansa de, más o menos explícitamente, ponderar la “honestidad intelectual” de Lévi-Strauss sobre todo en lo que se relaciona con la sinceridad que este desconfía de las herramientas metodológicas y los conceptos por él mismo utilizados y cada tanto subraya la imperfección de los mismos. En ciertas zonas de De la gramatología Derrida va a retomar la figura de Lévi-Strauss, así como las de Ferdinand de Saussure y Jean-Jacques Rousseau con un cierto giro dramático, en tanto los pinta como pensadores que ya aceptan ciertas determinaciones de lo que Derrida denomina el “logocentrismo” propio de la episteme occidental ya desconfían y se alejan de tales certidumbres con ademán de constructivo; es ese vaivén, pues, el que puede caracterizarse como digno de drama.
De alguna manera las conclusiones con que Derrida cierra su artículo, esa especie de “final abierto” al que lo somete y que se nutre de la constatación de que los conceptos que se “deconstruyen” no por ello dejan de ser los únicos que tenemos, en tanto y en cuanto son aquellos que la historia y la cultura han dejado como herencia y son por lo tanto una necesidad del entendimiento, una conclusión de tal tipo supone una vacilación en cuanto al camino a seguir (algo que Derrida explicita).
El posestructuralismo carga con esa tensión y el debate que subyace, puede decirse para cerrar, supone como consecuencia una liberación de la noción de estructura, habilita su variada utilización como herramienta de análisis y posibilita pensar las complejas relaciones que sostienen la significación pero siempre alentando la posibilidad de la multiplicación, el uso “táctico” de la herramienta orientado hacia los desplazamientos horizontales y más o menos fugaces antes que hacia la profundidad y la certeza de los  universales del sentido.


El posestructuralismo y la teoría de la deconstrucción

1.
Posestructuralismo es una denominación a la vez, y quizás necesariamente, útil e imprecisa.
Más allá de cualquier discusión sobre el mencionado término lo cierto es que bajo su superficie se amontona una problemática a la vez extensa y compleja, pero que se juzga indispensable en su tratamiento para relevar, evaluar y aprovechar algunos de los conceptos, presupuestos teóricos y metodológicos, debates ideológicos y hasta políticos más interesantes que han sacudido la arquitectura de la crítica literaria en las últimas cuatro décadas.
Se trata de un espacio disciplinario que, desde comienzos del siglo veinte y hasta la expansión de la escuela estructuralista, apuntalada por las certidumbres y herramientas que le fue procurando una lingüística epistemológicamente bien asentada, pareció atreverse a tocar el cielo de la ciencia con las manos, para que, unos años más tarde viera nacer de su propia entraña a aquellos investigadores y pensadores que con ánimo parricida se empeñaron en devolver el total de la problemática del arte y la literatura a las incomodidades e incertidumbres de la vida sobre la tierra, dicho sea esto en los términos generales de unas ciencias sociales reconocibles en las formas de la comprensión y la interpretación.
Quizás haya quien todavía mencione con nostalgia aquel intento de cientificidad como vía de fortalecimiento para los estudios estéticos, aquí se parte más bien de la presunción contraria. Que quede en entredicho el estatus científico de la disciplina, por otra parte, no supone necesariamente que se disipe todo anhelo de rigor; de que sus límites y los contornos del objeto a estudiar se hayan difuminado tampoco se sigue de manera lógica que se haya abandonado toda necesidad metodológica. El enfrentamiento con el estructuralismo, se podría agregar y como lo permite entrever el simple juego de palabras que encierran las denominaciones clasificatorias, no es tan fuerte como para que no puedan anotarse ciertas persistencias.
Por ejemplo la de aquella muletilla de Ferdinand de Saussure, que luego tomaron en herencia Émile Benveniste y los semiólogos europeos de “primera generación”, que porfiaba en que una de las primeras tareas que le competía a la naciente ciencia de la lingüística era la de autodefinirse como ciencia y en las proporciones de su objeto de estudio y su metodología; la diferencia estriba en que Saussure estimaba que se trataba de una labor que debía llevarse a cabo una vez y para siempre, mientras que los posestructuralistas más bien han subrayado la productividad que encierra volver permanentemente al espacio y el tiempo que contiene dicha interrogación; una suerte de eterno retorno a un pensamiento que se fortalece y complejiza cada vez que se pone en frente del mismo problema.
En fin, se lo piense en los términos de una mayor o menor demarcación, lo cierto es que los territorios del posestructuralismo son amplios y están atravesados por versiones y definiciones en muchos casos antitéticas; aquí se ha privilegiado cierta homogeneidad, una suerte de “superficie de igualación”, necesaria incluso a los fines de que el trabajo se vuelva materialmente posible.
Una observación obligada, en el medio de la proliferación de los “pos”, es que si bien en cierto registro amplio -para la descripción y la impugnación- hay quienes asocian al posestructuralismo con el posmodernismo, en realidad no hay ninguna razón evidente para hacerlo, más allá de la intencionalidad de aquel que realiza la identificación, y en muchos casos más bien debe entendérselas como denominaciones antitéticas. Más allá de la acotación, es cierto que si Woody Allen bautizó a su película de 1997 Deconstructing Harry, se utiliza la palabra “deconstructiva” para adjetivar ciertas tendencias de la moda, la arquitectura o la gastronomía, y hasta es posible advertir en el suplemento juvenil de algún diario que se valora a cierto grupo de rock por el modo en que “deconstruye” las formas tradicionales de la canción pop, pues se vuelve evidente que es posible registrar una “inflación” del término -hasta podría hablarse de una popularización a través de cierto registro de divulgación- que excede lo que aquí se intenta.
En tal campo, pues, todo recorte supone y coloca en evidencia la arbitrariedad. Bienvenida sea. El primer tramo a recorrer es aquel que encierra la obra de Jacques Derrida y su teoría de la deconstrucción.

2.
Jonathan Culler ubica a la deconstrucción como “la tendencia mayor” del posestructuralismo (Sobre la deconstrucción, Madrid, Cátedra, 1984). Obliga de tal manera a pensar a esa corriente difusa y de tan dificultosa demarcación, como ya se dijo, que se reúne bajo la denominación de “posestructuralismo” a partir de las obras y la teoría de Jacques Derrida. El autor de De la gramatología se convierte en un principio de ordenamiento, en un clave para acceder a una cierta arquitectura teórica y metodológica. Un prólogo y quizás también un epílogo, puntos entre los cuales conviven las polémicas más fértiles y diversas.
El argumento más o menos explícito que conduce a Culler hacia tal afirmación es la solidez teórica de Derrida; lo cual no deja de ser una paradoja, puesto que si bien tal aseveración puede surgir de la confrontación con otros autores, como por ejemplo Julia Kristeva y el “último” Roland Barthes que quizás no se pueden reconocer en el calco de un dogma tan claro e influyente como el derridiano, es cierto también que el propio Derrida se ha opuesto a que se identifique al deconstrucconismo, a contrapelo de lo que la elección de Culler podría sugerir, con un conjunto de ideas enunciables y fijas.
Resulta difícil saber a ciencia cierta si Culler tiene o no razón, lo suyo es, en definitiva, una jerarquización que esconde, aunque no mucho, una cierta opinión, un punto de vista. Si se acuerda con él, ¿se lo hace desde el convencimiento que supone la opción de una determinada perspectiva teórica o más bien se está cediendo a los brillos de un cierto “estrellato” académico, un derramamiento de prestigio?
Es preciso anotar que la obra de Derrida no fue únicamente saludada con alabatorios fuegos artificiales, sino también muy cuestionada, y desde perspectivas diferentes, como fue particularmente notable en los textos de “balance” teórico de su obra aparecidos en el momento de su muerte. Según apunta Peter Krieger (“La deconstrucción de Jacques Derrida”, en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, n. 84, Universidad Nacional Autónoma de México, 2004, pp. 179-188):

Su marca registrada en el mercado de los pensamientos filosóficos se llamó “deconstructivismo”, un instrumento controvertido de lectura de textos, que según la evaluación irónica de Georg Steiner, un año antes de la muerte de Derrida, se caracterizó por el bluff (la patraña) y el absurdo del movimiento vanguardista Dada (“Der ganze Poststrukturalismus und die Dekonstruktion kommt vom Dadaismus her, von Hugo Ball und seinen Unsinn-Gedichten. Es ist ein dadaistisches Spiel”. Cita de George Steiner en una entrevista del periódico Süddeutsche Zeitung, edición del 18 de mayo de 2003; traducida del alemán al español por Peter Krieger).
De hecho, uno de los obituarios, en un órgano de central importancia para los educados estadounidenses, el New York Times (Jonathan Kandell, “Jacques Derrida, Abstruse Theorist, Dies at 74”, en New York Times, 10 de octubre de 2004) descalificó al filósofo muerto con el título como “teórico abstruso”. El autor de ese obituario -uno entre cientos en la prensa mundial- reduce el alcance del método deconstructivista al demostrar que “toda escritura estuvo llena de confusión y contradicción”.
Al respecto Jorge Panesi escribió para la revista de la Universidad de Buenos Aires unos meses después de ocurrida la muerte de Derrida y como para demostrar que la polémica es cierta:
Jacques Derrida fue un filósofo de la afirmación y no -como una superficial mirada miope de uso corriente en ciertos ámbitos periodísticos anglosajones quieren creer- un “relativista” o un “nihilista”. Su combate contra la “metafísica occidental”, al igual que Heidegger, tuvo en cuenta que todo lo que pensamos y hemos pensado pertenece a este dominio, y que revolucionar un sistema no es solamente invertirlo (esta operación favorece al sistema que quiere atacar), sino efectivamente transmutarlo; por lo tanto, la deconstrucción (su invento) prefiere desplazar internamente el pensamiento metafísico sin el cual nada podría ser pensado.
(“Jacques Derrida (1930-2004). El deconstructor”, en Uba: Encrucijadas. Revista de la Universidad de Buenos Aires, 30, marzo de 2005, pp. 68-70)
Jacques Derrida nació en 1930 en El-Biar, Argelia, hijo de una familia judía, y murió en un hospital de París en octubre de 2004.
Forma parte de un conjunto de pensadores europeos, especialmente franceses, cuyos artículos y libros tuvieron una fuerte influencia en la segunda mitad del siglo veinte. Esa importancia se nota, en primera instancia, en el lugar destacado que, por lo menos, debe asignarse a tres libros de su autoría como son De la gramatología, Márgenes de la filosofía y La escritura y la diferencia. Por otro lado, son también ya de referencia obligada dentro de las ciencias sociales contemporáneas algunos de los debates y polémicas que supo llevar a delante con (contra) Michel Foucault, Jacques Lacan o John Searle, para destacar los más “publicitados”.
A veces resulta bien difícil de explicar que la perspectiva marcadamente antiinstitucionalista de sus escritos terminara catapultándolo hacia el “estrellato” académico, uno más de ese exclusivo “mandarinato” intelectual del que forman parte un selecto grupo de habitantes de las más destacadas universidades europeas y, en primer lugar, de los Estados Unidos.
Participó originalmente de la ya clásica revista Tel Quel, cuyas páginas compartió con figuras como Julia Kristeva, Roland Barthes, Gilles Deleuze y Philippe Sollers (director de la publicación y quien prologó De la gramatología), donde, sintetizando, se puede decir que nació y tomó fuerza el posestructuralismo que Derrida traduciría a los términos de una teoría de la deconstrucción.
Tel Quel (el mismo nombre que el poeta Paul Valéry le dedicó a sus volúmenes de ensayos breves de 1941 y 1943) nació en 1960 capitaneada por Sollers y Jean-Edem Hallier para la editorial  Seuil y se extendió hasta comienzos de la década del ochenta (cerró en 1982).

Se trataba de una revista trimestral de escritores, que surgió en 1960 y que participó activamente en lo que acontecía en el terreno cultural francés de su época. Era un período menos conformista que el actual y Tel Quel ayudó en la transformación de muchos aspectos. Fue una especie de unión entre la literatura, la filosofía y el psicoanálisis,
según sintetizó el propio Sollers en un reportaje que le concedió a Abraham de Amézaga (Pérgola, n. 11, Bilbao, diciembre de 2003).
Un tiempo “menos conformista”, define informalmente y en trazo grueso Sollers; la observación no puede dejar de subrayarse en tanto y en cuanto en buena medida, de manera más o menos directa, parte del prestigio del posestructuralismo es producto de la asociación que puede establecerse entre su génesis, el Mayo francés y las grandes movilizaciones que en esos años sacudieron a Francia, Europa y buena parte del mundo, y fue visualizado (en algún punto todavía lo es) como un modo renovado de practicar la protesta y reflexionar sobre la transformación y el cambio sin caer en las formas “tradicionales” de la política.
Por este camino hay que pensar también la asociación, si bien difusa, con el “discurso” marxista antes que con su práctica (que históricamente está orientada por la forma del partido revolucionario). En los escritos de los posestructuralistas, Derrida entre ellos, y siguiendo de alguna manera las indicaciones de Louis Althusser o, más atrás, Theodor Adorno, puede detectarse el armado de una antología de textos marxistas según un criterio que impone, como no podría ser de otra manera, presencias y ausencias, premios y castigos, amigos y enemigos, flexiones filosóficas antes que programáticas o “práctico-políticas”.
Tal contexto biográfico y epocal ha sido tomado, un tanto unilateralmente es cierto, por algunos críticos para identificar las raíces que nutrieron la empresa de la deconstrucción:

Esta figura del pensamiento indudablemente contiene una dimensión política, es la lucha contra todas las instancias que centralizan el poder y excluyen la contradicción. Durante su adolescencia en Argelia, cuando el régimen derechista de Vichy en 1942 impuso una política antisemita, Jackie (posteriormente Jackie Derrida afrancesó su nombre: “Jacques”) Derrida experimentó la brutalidad de un sistema político que pretendió erradicar la diversidad étnico-religiosa a favor de un poder totalitario: por su procedencia judía tuvo que salir de la preparatoria temporalmente. Con esta experiencia, Derrida aprendió una lección sobre la unidimensionalidad del autoritarismo, lo que hace entendible que posteriormente, en varias ocasiones, el filósofo se comprometió con los derechos humanos, apoyó a Nelson Mandela en Sudáfrica con un comité anti-apartheid a partir de 1983 y, en uno de sus últimos ensayos, criticó la desastrosa y antidemocrática monopolización del poder en Estados Unidos bajo la administración de George W. Bush (Jacques Derrida, Voyous, París, Galilée, 2003). La condición del argelino exiliado en Francia, país de la represión colonialista hasta los 60, además de su diferencia religiosa frente a la mayoría cristiana, casi otorgaron una dimensión teológica al pensamiento deconstructivista. Jürgen Habermas, en la necrológica de su colega, constató que “bajo su mirada intransigente se fragmenta cualquier coherencia”, lo que en consecuencia revela la inhabitabilidad del mundo: un mensaje religioso de un exiliado permanente,
escribió el ya mencionado Krieger (ob.cit., pág. 180).
Todas las observaciones anteriores se tensan y potencian cuando llega el momento de hacer mención al “estilo” derridiano. En la cita que se hizo de su reportaje Sollers destacó también esa mixtura de literatura más filosofía y psicoanálisis que conformó la lengua de quienes aparecieron en las páginas de Tel Quel: gran parte de las “dificultades” de lectura (y los malos entendidos) de los textos de autores como Derrida proviene en parte de estos cruces y mixturas.
En el artículo denominado “El cartero de la verdad” (en La tarjeta postal. De Sócrates a Freud y más allá, México, Siglo XXI, 1986, pág. 396), que dedica a polemizar con el famoso Seminario sobre “La carta robada” de Jacques Lacan, Derrida dice sobre los dichos del psicoanalista:

La lógica del significante interrumpe el semantismo ingenuo. Y el “estilo” de Lacan estaba hecho para frustrar mucho tiempo todo acceso a un contenido aislable, a un sentido unívoco, determinable más allá de la escritura,
donde hablando en apariencia sobre el estilo del otro en realidad Derrida parece estar refiriéndose al propio, o al menos así se puede interpretar.
Más allá del ensayo y a un cierto “saber filosófico”, en el sentido habitual del término, el “estilo” derridiano convoca reiteradamente, en su intento por exasperar los protocolos de la escritura y la lectura tradicionales, procedimientos propios casi de las experiencias de vanguardia.
Al respecto se puede convocar como caso extremo a Glas (París, Denoël/Gonthier, 1974), texto concebido para poner en cuestión la forma “libro” y las formas de producción, propiedad y lectura que encierra. Glas es un bricolaje, una mezcla incesante de fragmentos, de recortes, de columnas y de columnas de columnas donde a la voz propia se suma la voz que habla de otros, que se desdibuja tras las pistas de Hegel en diálogo polémico con Jean Genet en cuanto a las problemáticas asociadas a la lengua y la literatura. Así Derrida intenta deslizarse en equilibrio provocador en el filo que separa (y une, como ocurre ancestralmente, porque de manera oculta o a los ojos de todos siempre ha sido así) al discurso filosófico y el discurso literario. La idea, siempre, está orientada más hacia la dirección de una apertura máxima (de desborde de sentido, de interpretación, de incomodidad…) antes que a la clausura. Ese gesto diferente marca bien la distancia que separa a Derrida de la búsqueda estructuralista con la que a veces algunos manuales lo confunden. En la marcada exageración del gesto reside también la imposibilidad de la identificación, allí está el obstáculo que impide convertirse en “derridiano”: de hecho quienes lo han intentado y lo intentan por lo general se han condenado a una extrema pobreza teórica y de análisis, como si la única manera de la copia fuera la de la inmediata precipitación en la aplicación bastarda, vulgarizada.
En relación a una manera de la escritura que aquí se está denominando globalmente como “estilo” Derrida dedica parte de Pasiones a reflexionar sobre los modos en que intenta llevar adelante su práctica hermeneútica, dice:

¿En lugar de ahondar la cuestión o el problema de frente, directamente -lo que sin duda sería imposible, inapropiado o ilegítimo-, deberíamos proceder oblicuamente? Lo he hecho a menudo, y he llegado a reivindicar la oblicuidad bajo este nombre, incluso confesándola, pensarían algunos, como una falta de deber, puesto que se suele asociar la figura de lo oblicuo a la falta de franqueza o de rectitud. Pensando sin duda en esta fatalidad, una tradición de lo oblicuo en la que, de alguna manera, me encuentro inscripto, David Wood para invitarme, incitarme u obligarme a participar en este volumen, me ofrece titular estas páginas “La ofrenda oblicua”…
(Passions, París, Galilée, 1993, traducción de Jorge Panesi para material pedagógico utilizado en la Universidad de Buenos Aires)
Así, se trata de un “estilo” pero también de un “método”, o mejor un discurrir que responde a ciertos presupuestos ideológico-filosóficos que pretenden no sedimentar ni dejar simiente. Si se utilizó la palabra “método” para de inmediato corregirla es con el fin de tratar de definir la práctica derridiana a partir de aproximaciones; en ese sentido “método” algo dice pero lo dice de manera insuficiente en tanto se derrama más allá de su definición en el ámbito de la ciencia que, por su misma naturaleza, ronda la pretensión de una objetividad, de un asordinamiento de la indeseable intromisión subjetiva, que en el pensamiento de Derrida poco interesa. Insiste en Pasiones:

A la reflexión, lo oblicuo no parece ofrecerle la mejor de las figuras para los recorridos que traté de calificar de esa manera. Siempre me sentí incómodo con esta palabra que, sin embargo, tanto utilicé. Aun cuando la haya empleado siempre de manera negativa, para romper y no tanto para prescribir, para evitar o decir que se debería evitar, para decir que, por otra parte, no se podía no evitar la confrontación directa, el abordaje inmediato.
“Para romper y no tanto para prescribir”, escribió Derrida para que quedara claro el por qué de las dificultades de pensar al deconstruccionismo como un método y por lo tanto como una descendencia.
Es en ese sentido que tanto Derrida como el conjunto de los posestructuralistas parecen haber sacado una lección del devenir estructuralista y su obsesión técnico-científica. El desafío se orienta en otra dirección que alimentan los vientos de la filosofía y el psicoanálisis, principalmente, y, en todo caso, aires lingüísticos alejados del estructuralismo (en su debate con John Searle puede advertirse bien hasta qué punto Derrida se muestra decidido a echar mano según sus necesidades a la pragmática lingüística sin alterarse en lo más mínimo frente a la indicación de que no respeta la acuñación originaria de los conceptos que toma “prestados”). En la elección de esa suerte de “a-metodismo” pueden encontrarse también las razones de muchas de las impugnaciones que la teoría derridiana ha padecido y todavía padece.
Panesi subraya la intencionalidad con que el propio Derrida supo insistir acerca del carácter “no prescriptivo” de sus análisis, pero indica que no necesariamente tal elección debe ser leída como la carencia absoluta de metodicidad (vacío, por lo demás, impensable al calor de cualquier teoría):

La deconstrucción no es un método (nos lo ha repetido siempre), pero algo tiene de camino, un camino de lectura que pone al texto del otro no tanto para destruirlo o demorarlo, sino para integrarlo selectivamente a una tarea infinita y futura, luego de apartar lo que tiene de connivencia con la metafísica. El tiempo de la deconstrucción no es el tiempo del derruir, sino la preparación del oído para hacer posible el discurso de una melodía futura. Una tarea previa y necesaria, o también, un diálogo de lectura textual donde el pasado se redime.
(ob. cit., pág. 69)
En el ya mencionado artículo sobre Lacan, a la hora de reconocerle méritos al psicoanalista francés Derrida escribió:

Si la crítica de cierto semantismo constituye una fase indispensable en la elaboración de una teoría del texto, se puede entonces reconocer en el Seminario ya un avance muy nítido en relación con toda una crítica psicoanalítica posfreudiana. 
El deconstruccionismo abreva en la vertiente más radical que el llamado giro lingüístico imprimió a las ciencias en general y a las ciencias sociales en particular casi desde los inicios del siglo veinte.
La “consigna” derridiana que sostiene la imposibilidad de que el hombre pueda concebir el universo por fuera de los signos que él mismo ha creado y reproduce de manera enajenada, se toca con las proposiciones surgidas de las tres categorías y las formas de los signos-pensamientos de Charles Peirce, con el Ludwig Wittgenstein que sostuvo que los límites del lenguaje son necesariamente los límites del mundo o con Jacques Lacan y su ordenamiento de lo simbólico y la “tiranía” del significante.
La deconstrucción, según reza ya la leyenda, nació la conferencia dictada por Derrida en 1966 en la universidad Johns Hopkins, en los Estados Unidos, con el nombre “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”. En dicha conferencia Derrida supo poner en tela de juicio al estructuralismo cuando esta escuela se encontraba en su punto más fuerte, y lo hizo asociándola, si bien con matices, con las tradiciones de manipulación y sometimiento del sentido que han sido desde siempre hegemónicas en la cultura occidental.
A partir de ese momento el desconstruccionismo irradió sobre el conjunto de la vida académica y logró una fuerte descendencia en el ámbito norteamericano, particularmente a través de figuras como Hillis Miller, Geoffrey Hartman y, en primer lugar, Paul De Man. En ese contexto los límites precisos de la prédica deconstructiva fueron difuminándose. Se entrelazaron, más acá o más allá de las intenciones y la letra de Derrida y De Man, por izquierda y derecha, con parte de los estudios culturales, con los escritos de la posmodernidad, los “pensamientos de la diferencia” o “débiles”, con las neohermenéuticas… En fin, un complejo territorio que le valió a esta corriente evaluaciones muy diversas, que en muchos casos se alimentaron primariamente  de las simpatías nazis de De Man en su juventud o en la sospecha que proporcionan un devenir tan exitoso dentro del mundo académico más cerrado.
Afirma Panesi:

…quizás el mayor malentendido de la deconstrucción haya sido su enclaustramiento y generalización en el mundo universitario norteamericano, en esa empresa de reproducción académico-comercial que el mismo Derrida llamó la “deconstrucción en América”. Malentendido porque su amigo Paul De Man, el cabeza de las filas de constructivistas americanas, había celosamente ocultado el pasado colaboracionista en la Bélgica natal ocupada. Malentendido que Derrida no logró aclarar del todo, enredado a la fidelidad que le debía a su amigo.
(ob. cit., pág. 69)
Aquí nos interesa más describir y evaluar, aprovechar el posestructuralismo y la teoría de la deconstrucción en los términos de una “manera” del análisis textual, antes que en las dimensiones más discutibles de una filosofía o, si se quiere, una visión política.
En tal sentido interesa subrayar en el comienzo la particular atención que Derrida y los posestructuralistas de conjunto prestaron al problema del nacimiento de las disciplinas y los discursos. La influencia, en esta dirección, proviene de la renovadora tradición que en el siglo veinte lanzaron las especulaciones fenomenológicas de Edmund Husserl y su descendencia “existencialista” en la obra de Martin Heidegger. Muchos de los textos de Michel Foucault apuntan en este sentido.
En lo que respecta a Derrida, y para que se observe el complejo entramado que está detrás de tales elecciones, se puede citar también que el propio Louis Althusser lo impulsó para que investigara sobre los “orígenes materiales y sociales de saberes y conocimiento”.
La obsesión derridiana por el “origen”, es decir, por la necesidad de todo discurso de postular de manera espectacular o camuflada un punto de nacimiento, es directamente proporcional a su advertencia acerca de hasta dónde dicha operación ha teñido el conjunto de las prácticas críticas en el área de las ciencias sociales y, más allá de ella, es reconocible también en las formas de la religión, de la ciencia y de la política. Instituir un origen “de sangre”, natural, es imponer un sentido y una cierta manera de pensar y de actuar; al contrario, el quehacer deconstructivo -que estima en una dimensión amplia se toca con la búsqueda de otros autores que se suelen englobar en el posestructuralismo, en primer lugar Foucault- apunta a denunciar esa impostura, a desbrozar los afeites que tiñen lo que no es más que una imposición para que se advierta su carácter histórico y cultural. Remontándose por esta senda se comprende su interés y relectura de la noción de “genealogía” acuñada por Friedrich Nietzsche.


3.
Al comienzo de su libro De la gramatología, Derrida analiza y critica aquello que él llama logocentrismo, y que explica en los términos de una metafísica de la escritura fonética que, a su vez, está enraizada en la tradición de Occidente, desde los griegos de la época clásica hasta nuestros días, con una cierta manera de concebir al hombre, la razón, la sociedad, el conocimiento y el arte. Pese a las diferencias y vaivenes de los diversos modelos -es obvio quizás destacar que tal imperatívo cobra diversas formas, por ejemplo, en la Edad Mdia cristiana y en el capitalismo tardío-, la metafísica occidental siempre se las arregló para encontrar en el logos el origen de la verdad en general.
El logocentrismo, explica Derrida, dirige:
a) El concepto de escritura;
b) la historia de la metafísica que, como se dijo, siempre asignó al logos el origen de la verdad;
c) el concepto de ciencia o de los presupuestos que posibilitan estimar la “cientificidad” de la ciencia.
Así la escritura se ve encerrada (y su poder “diferido”) por una consideración de la lengua que coloca en primer plano la oralidad en tanto y en cuanto la realización de la misma supone el encadenamiento existencial e inevitable de las palabras a una cierta idea de sujeto. Para Derrida, la fonetización de la escritura ha sido la condición de la episteme, el elemento que otorgó orden y sentido a la estructura del pensamiento filosófico en Occidente.
Según explica en el artículo compilado en La escritura y la diferencia que ya se mencionó, “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, siempre se neutralizó la estructura mediante la operación de otorgarle un centro, cuya función era organizar y limitar el juego de dicha estructura. El pensamiento clásico entiende que el centro, si bien rige y determina la estructura, escapa a la misma, por lo tanto de alguna manera la sobredetermina, se convierte en su causa y a la vez la explica. El centro se constituye en una certeza tranquilizadora: nada puede ser pensado más allá del límite impuesto, el juego de las articulaciones posibles se desarrolla siempre dentro de unas fronteras pautadas -fijas- por ese punto central. Esta reducción de la estructura es concebida a partir de una presencia plena y fuera del juego, la presencia del centro que, mediante tal operación asignativa, se convierte en origen y fin.
A lo largo de lo que habitualmente se denomina historia del pensamiento occidental, el centro ha tenido nombres alternativos: logos, razón, Dios, hombre, etc., pero tamaña variedad remite a una función única y homogénea cuando se advierte que se relaciona con una misma estructura fija de pensamiento. Entonces es posible advertir también que se orienta en todos los casos hacia el mismo fin: delimitar las fronteras del conocer, establecer los límites epistemológicos de la actividad filosófica, tranquilizar limitando las posibilidades de recreación del sentido.
La filosofía, según explica Jonathan Culler parafraseando a Derrida en Sobre la deconstrucción (Madrid, Cátedra, 1992), ha sido siempre una “metafísica de la presencia”: los distintos nombres del centro siempre designan una presencia. Cada uno de los conceptos mencionados en esa posición central ha figurado entre los intentos filosóficos de describir lo que es fundamental y ha sido tratado como centro, fuerza, base o principio ordenador. En oposiciones como significado y forma, alma y cuerpo, intuición y expresión, inteligible y perceptible, etc., “el término superior pertenece al logos y el término inferior señala la caída”, resume Culler. El logocentrismo asume la prioridad del primer término y concibe el segundo en relación con éste, como complicación, negación o desborde.
Producto directo del pensamiento logocéntrico es el fonocentrismo que impone la primacía del habla y relega a la escritura a un segundo plano. La filosofía, señala Culler, trata a la escritura como un medio de expresión, que en el mejor de los casos es irrelevante para el pensamiento que expresa y en el peor una barrera. Según este mismo autor,

la filosofía se define a sí misma como la [disciplina] que trasciende la escritura, e intenta dejarla de lado, considerándola un mero sustituto del habla. El fonocentrismo, que supone una relación directa -natural- con el sentido, reposa sobre esta premisa.
La primacía del habla parte de una concepción dualista que divide el ser en cuerpo y alma (y de allí otras dicotomías como las que se señalaron antes: forma/expresión, sensible/inteligible, etc.).
Así, frente a lo que ligaría indisolublemente la voz al alma o pensamiento del sentido significado -la cosa misma-, todo significante escrito sería derivado. Siempre, sigue Derrida, sería técnico y representativo. En el habla hay mediación, pero los significantes desaparecen tan pronto como se acaban de emitir. Derrida explica que, de este modo, la época del logos rebaja la escritura, “pensada como mediación de mediación y caída en la exterioridad del sentido”. Es en la escritura donde los aspectos negativos de toda mediación se hacen visibles: la escritura presenta al lenguaje como una serie de marcas físicas que operan en ausencia del hablante. La amenaza de opacidad es constante: la materialidad de la palabra escrita puede oscurecer la claridad de un pensamiento.
A la época del logos pertenece también la distinción entre significado y significante. Recordemos que el fundador de la lingüística moderna, Ferdinand de Saussure, propone como unidad de análisis al signo y aclara que éste no es la unión de una cosa y un nombre sino de una idea (significado) y una imagen acústica (significante; no el sonido material, físico, sino la huella psíquica de ese sonido). A su vez, el signo no tiene un valor positivo, sino que se define en función de los demás elementos del sistema: un signo es aquello que no son los otros signos. Esto significa que la lengua es un sistema cerrado de puras diferencias, un sistema de valores puros.
Derrida le reconoce al ginebrino dos aportes fundamentales para el estudio del lenguaje. Primero, que demostró que el significado era inseparable del significante; posibilitó cuestionar de esta manera la consideración clásica de la tradición metafísica occidental, para la cual el significado (lo inteligible: ideas, pensamiento, contenido) es anterior al significante (lo sensible: la forma, las letras, los fonemas). Éste, el plano de la expresión fonética, no sería más que una herramienta para expresar a aquél, una mera traducción. En otras palabras, para la concepción clásica la escritura es una traducción del habla y ésta del pensamiento.  Por el contrario, para Saussure no son dos entidades paralelas sino las “dos caras de un único fenómeno”, el signo lingüístico:

Muchas veces se ha comparado esta unidad de dos caras con la unidad de la persona humana, compuesta de cuerpo y alma. La comparación es poco satisfactoria. Más acertadamente se podría pensar en un compuesto químico, el agua, por ejemplo: es una combinación de hidrógeno y de oxígeno; tomado aparte, ninguno de estos dos elementos tiene las propiedades del agua.
(Curso de lingüística general, Buenos Aires, Losada, 1945, edición y traducción de Amado Alonso, pág. 122)
En segundo lugar, Derrida indica la importancia que revista el hecho de que, al enfatizar el carácter diferencial y formal del sistema de la lengua, Saussure des-sustancializa tanto el contenido significado como la “sustancia de expresión”. La lengua no es ni contenido ni sonidos materiales, sino únicamente un sistema de diferencias. La lengua es una forma se convirtió desde Saussure en el eslogan fundante de la lingüística como ciencia.
Sin embargo, Derrida le crítica a Saussure el hecho de no que no hubiera desarrollado todas las consecuencias que encierran sus tesis, que se mostrara impotente de llevar sus conclusiones hasta las últimas consecuencias, y que, de ese modo, hubiera terminado ratificando la tradición metafísica.
La primera crítica que Derrida lanza sobre la teoría saussureana es que al mantener la distinción entre significante y significado, al trabajar con un cierto concepto de signo, Saussure abra la puerta a que pueda especularse acerca de la existencia de un “significado trascendental” (Dios, logos, hombre...). Esto es, un significado que se basta a sí mismo, que ya no remite a ningún otro significante y que, por lo tanto, sería independiente de la lengua (sistema de significantes). Este significado trascendental se convierte, de tal modo, en el centro de la estructura, la base que determina todos los elementos y que, al mismo tiempo, se mantiene fuera de la misma porque no funciona como significante, esto es, no participa del juego de sustituciones, de alguna manera se las ha ingeniado para quedar fuera de las reglas del sistema.
La segunda crítica se orienta hacia la identificación que realiza Saussure entre lengua y lengua oral. Aunque Saussure -como ya vimos- reconoció que el carácter fónico del signo no era lo esencial de la lengua, al recurrir concepto metafísico de signo debió privilegiar la palabra hablada. Saussure le otorga preeminencia a la substancia fónica (habla, voz):

Así, aunque la escritura sea por sí misma extraña al sistema interno, es imposible hacer abstracción de un procedimiento utilizado sin cesar para representar la lengua; es necesario conocer su utilidad, sus defectos y sus peligros.
(ob. cit., pág. 51; el resaltado es nuestro) 
(…) la imagen gráfica de las palabras nos impresiona como un objeto permanente y sólido, más propio que el sonido para constituir la unidad de la lengua a través del tiempo. Ya puede ese vínculo ser todo lo superficial que se quiera y crear una unidad puramente ficticia: siempre será mucho más fácil de comprender que el vínculo natural, el único verdadero, el del sonido.
(Ob. cit., pág. 53; el resaltado es nuestro)
Y, al hacerlo, relega la escritura a un papel secundario, la condena a convertirse en un simple mediador:

Lengua y escritura son dos sistemas de signos distintos; la única razón de ser del segundo es la de representar al primero; el objeto lingüístico no queda definido por la combinación de la palabra escrita y la palabra hablada; esta última es la que constituye por sí sola el objeto de la lingüística.
(ob. cit., pág. 51; el resaltado es nuestro)
Por este camino de derivación especulativa la voz finalmente aparece como una sustancia que remite a la conciencia misma, sin mediación alguna: “un significante que oigo tan pronto como emito, que parece no exigir el uso de ningún instrumento”, sintetiza Derrida. De este modo, el significante termina por ser borrado -se hace transparente- para posibilitar que el concepto se presente a sí mismo, se convierta en su sola presencia y no remita a nada fuera de él, nada que le sea externo.
Para Derrida, esta reducción de la exterioridad del significante es una ilusión en la que se apoyan los presupuestos de la metafísica occidental. Justamente, el filósofo deconstructivista busca hacer pie y desplegar las consecuencias lógicas de la teoría lingüística moderna que Saussure no completó, y para ello comienza por cuestionar el concepto mismo de signo, aunque advierte que no se puede abandonarlo por el gran arraigo que tiene.
Uno de los conceptos clave y fundante de la teoría de la deconstrucción es el de différance, un neologismo creado a partir de dos palabras francesas que le posibilitan a Derrida fusionar las ideas de “diferenciar” y “diferir”.
El principio de la diferencia elaborado por Saussure permite inferir que no hay por qué privilegiar una sustancia -fónica- y excluir a  otra -gráfica-, sino que el punto está en considerar el proceso de significación como un juego formal de diferencias (Derrida habla de “huellas”). Este juego supone que en ningún momento un elemento está presente en sí mismo y que no remite más que a sí mismo: siempre remitirá otro elemento, tal la definición “natural” y necesaria de cada uno de los elementos que forma parte de un sistema de valores. Este encadenamiento hace que cada elemento -fonema o grafema- se constituya a partir de la huella que han dejado en él otros elementos del sistema. No hay nada presente o ausente, sino sólo diferencias, huellas y huellas de huellas.
Es así que Derrida propone la noción de grama como el concepto más general de la semiología y señala que su ventaja es que neutraliza la tendencia fonologista del signo. El grama como différance es, a la vez, una estructura y un movimiento que no se dejan pensar desde la oposición presencia/ausencia. La différance es el juego sistemático de las huellas de las diferencias, del espaciamiento por el que los elementos se relacionan unos con otros. Las diferencias no se inscriben en un sistema cerrado, en una estructura estática, sino que son los efectos de las transformaciones.
La consecuencia de este planteo es que la lengua -y los códigos semióticos- son efectos que no tienen por causa un sujeto, una sustancia o una presencia que puedan escapar al movimiento de la différance. Nada precede a la différance (sistema de diferencias): la relación con el presente y la referencia a una realidad actual están siempre diferidas. El principio de la diferencia implica que un elemento no significa ni funciona más que remitiendo a otros elementos pasados y/o futuros que se ensamblan en cadenas infinitas, la estimación de cuyos límites suman una problemática que Derrida también ha contemplado en otros escritos. Por el contrario, todas las oposiciones metafísicas (significado/significante, inteligible/sensible, palabra/escritura, lengua/palabra, actividad/pasividad, etc.) subordinan el movimiento de la différance a la presencia de un valor o de un sentido que sería anterior a tal diseminación y la dirigiría.
El posestructuralismo implicó una radicalización de los postulados estructuralistas. La teoría de la decontsrucción ocupa un lugar de privilegio dentro de esta corriente. Si Saussure separaba la palabra de la cosa -el signo del referente-, el posestructuralismo escinde el significado del significante y abre nuevas posibilidades para la consideración semiótica de los “significantes” como cadenas y desplazamientos y los “significados” como producción de sentidos. Las consecuencias de tal reorientación conceptual y metodológica se hacen sentir hasta el día de hoy en el campo de la teórica y el análisis literarios. Como ya se dijo, los territorios diversos que ocupa la corriente posestructuralista exceden -y a veces hasta enfrenta- los planteos de Derrida; aquí, por razones pedagógicas y expositivas, hemos optado casi por yuxtaponer unos y otros.

Digamos, como final, que en cierta medida, la guía implícita que sigue esta exposición toma al pie de la letra el “consejo” tantas veces repetido en sus textos por Gilles Deleuze en el sentido de orientar el quehacer intelectual en los términos de una máxima pragmática que reza que se debe tomar lo que se quiera (y lo que se pueda) según se lo requiera. De alguna manera, el uso es el único significado real de la comprensión.


(Sobre)Textos

La selección de ejemplos que siguen tiene como objetivo ilustrar de una manera introductoria y general las maneras en que en análisis literario se ha nutrido de los postulados básicos de la corriente posestructuralista y de la teoría de la deconstrucción, aun cuando los propios investigadores se preocuparon por alertar una y otra vez sobre el “peligro” de traslaciones y “aplicaciones”de este tipo.
En el primer caso se trata de una interpretación publicada por Jacques Derrida, en los restantes se reproducen fragmentos de una serie de especialistas argentinos, no s{olo del campo de los estudios literarios, para que se pueda estimar el impacto más o menos directo que estas ideas han tenido sobre la práctica crítica.

1.

En el volumen La filosofía como institución (Barcelona, Granica, 1984, pp. 95-114) se encuentra el artículo titulado “Kafka: Ante la Ley” que Jacques Derrida dedicó a reflexionar sobre todo lo “escondido” en ese breve relato de Franz Kafka que forma parte de su célebre novela El proceso. A continuación se transcribe primero la historia de Kafka y seguida se ofrece una síntesis de las observaciones que sobre el mismo realiza Derrida. En ellas queda claro por qué, pese a cimentar una concepción filosófica vasta, que puede reclamar para sí diversos objetos de reflexión, la literatura ocupa un especial lugar de tratamiento para de la teoría deconstruccionista.

Franz Kafka, “Ante la ley”

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta al guardián y le pide que lo deje entrar. Pero el guardián contesta que de momento no puede dejarlo pasar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde se lo permitirá.
-Es posible- contesta el guardián -, pero ahora no.
La puerta de la ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el campesino se inclina para atisbar el interior. El guardián lo ve, se ríe y le dice:
-Si tantas ganas tienes- intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón hay otros tantos guardianes, cada uno más poderoso que el anterior. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo soportar su vista.
El campesino no había imaginado tales dificultades; pero el imponente aspecto del guardián, con su pelliza, su nariz grande y aguileña, su larga barba de tártaro, rala y negra, lo convencen de que es mejor que espere. El guardián le da un banquito y le permite sentarse a un lado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta entrar un sinfín de veces y suplica sin cesar al guardián. Con frecuencia, el guardián mantiene con él breves conversaciones, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final siempre le dice que no, que todavía no puede dejarlo entrar. El campesino, que ha llevado consigo muchas cosas para el viaje, lo ofrece todo, aun lo más valioso, para sobornar al guardián. Éste acepta los obsequios, pero le dice:
-Lo acepto para que no pienses que has omitido algún esfuerzo.
Durante largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años abiertamente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo entre murmullos. Se vuelve como un niño, y como en su larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, ruega a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que brota inextinguible de la puerta de la ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte endurece su cuerpo. El guardián tiene que agacharse mucho para hablar con él, porque la diferencia de estatura entre ambos ha aumentado con el tiempo.
-¿Qué quieres ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la ley- dice el hombre-; ¿cómo se explica, pues, que durante tantos años sólo yo intentara entrar?
El guardián comprende que el hombre va a morir y, para asegurarse de que oye sus palabras, le dice al oído con voz atronadora:
-Nadie podía intentarlo, porque esta puerta estaba reservada solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.



 Derrida sobre Kafka

El análisis que Jacques Derrida realiza de “Ante la Ley” es un buen ejemplo de su trabajo deconstructivo aplicado a un particular texto literario.
La interpretación parte de considerar el “sistema de convenciones” que rodea e integra al relato. Se trata de un conjunto de axiomas o postulados implícitos que determinan:

1-un marco o límites que “nos parecen garantizados por un cierto número de criterios establecidos. (…) por leyes y convenciones positivas”;
2-la adjudicación del texto a un cierto autor, y
3-La pertenencia del texto a la esfera de la literatura.

En relación con el punto tercero Derrida establece una doble pregunta: “¿’Quién decide, y bajo qué determinaciones, la pertenencia de este relato a la literatura?” El autor observa al respecto: “…el contexto en el cual leí ‘Ante la Ley’. Se trata de un espacio en el que es difícil decir si el relato de Kafka plantea una potente elipse filosófica, o si la razón pura práctica guarda en sí misma algo de la fantasía o de la ficción narrativa”.
A continuación cita a Sigmund Freud: “En 1897 Freud expresaba su ‘convicción de que no existe en el inconsciente indicio alguno de realidad, de tal forma de que es imposible distinguir la verdad de la ficción cargada de afecto’. Si la ley es fantástica, si por entrelazamiento original y su advenir se empareja con la fábula…”. Aunque un poco después añade: “Más por lejos que pudiésemos ir en este sentido no explicaríamos la parábola de un relato definido como ‘literario’ con la ayuda de contenidos semánticos de origen filosófico o psicoanalítico” He allí, pues, la característica esencial del análisis deconstructivo y sus declarados límites, impuestos también por un “contexto” más general que son las formas del pensamiento con los que fatalmente se debe operar más allá de cualquier reparo.
A partir de allí Derrida convoca la idea freudiana de represión y, con ella, desarrolla su estudio cruzando las perspectivas que se nutren del psicoanálisis, el Derecho, la ciencia, la filosofía y el saber específicamente literario. No debería extrañar el múltiple cruce puesto que el término “ley” a todos esos discursos involucra y cita de manera directa, pocos términos hay en ese sentido tan emblemáticos.
Por ejemplo, a partir de la mirada de Freud liga simbólicamente la represión a la figuración de lo elevado, del guardia erecto, de la puerta erecta, que determinan la actitud (y el intercambio) de sumisión del campesino. Insiste, por otra parte, en que la narración testimonio de manera elíptica el carácter de la ley como “intolerante respecto de su propia historia, interviene como un orden absoluto y desligado de toda procedencia; dicha “naturalización” determina en última instancia el carácter esencialmente inaccesible de la ley.
En tanto fábula literaria “Ante la Ley” vuelve sobre sí. “El texto sería la puerta. (…) nada concluye El relato ‘Ante la Ley’ no contaría o no describiría otra cosa que a sí mismo en cuanto texto.
Es, precisamente, la apertura y el ofrecimiento del concepto mismo de texto: “Estamos ante un texto que, no diciendo nada claro, no presentando ningún contenido identificable más allá del texto, sino una diferencia interminable hasta la muerte, permanece no obstante rigurosamente intangible. Intangible: entiendo por esto, inaccesible al contacto, no susceptible de ser tomado y finalmente no previsible, incomprensible”.
Derrida extiende la comparación indicando que todo aquel que enfrente a la identidad original del texto deberá obligatoriamente comparecer ante la ley (que dice que eso es un texto, que dice que es literatura y posibilita, por tanto, el desarrollo de un cierto protocolo de lectura y de comprensión): “esto puede ocurrirle a todo lector en presencia del texto, al crítico, al editor, al traductor, a los herederos, a los profesores. Todos son, por lo tanto, ante la ley, guardianes y campesinos”.
De acuerdo a la explicación analítica aquello que obliga a ir difiriendo de una obra en otra no es el contenido ni la forma, sino los “movimientos de encuadre y referencialidad”. Son ellos los necesarios para hacer que una obra “aparezca”.
Derrida se remonta por este camino hasta fines del siglo XVIII y comienzos del XIX donde surge históricamente este “derecho” que permite establecer un cierto concepto de literatura que, sin embargo, nunca fue (porque no podía serlo en definitiva) de una exposición clara de las proposiciones conceptuales que lo constituyen; su origen, en consecuencia, ha sido siempre y siempre será oscuro. Quizás porque la literatura -sostiene Derrida- oscurece a la literatura, de algún modo la literatura debe no ser literatura. En condiciones históricas que no son únicamente lingüísticas, la literatura ha nacido para ocupar una suerte de comprensión suspendida.
Concluye el autor de De la gramatología: “En estas condiciones la literatura puede hacer de ley, reponerla al rodearla o soslayarla. Estas condiciones, que son también las condiciones convencionales de toda operatividad, no son, sin duda, puramente lingüísticas, a pesar de que toda convención puede, a su vez, dar lugar a una definición o a un contrato de orden lingüístico”.


2.

La filósofa argentina Esther Díaz ha dedicado buena parte de sus libros y su práctica docente a dar cuenta de los diversos autores de la escuela francesa que integran lo que aquí globalmente denominamos posestructuralismo. Ha escrito especialmente sobre la obra de Michel Foucault, pero también las figuras de Gilles Deleuze y, en menor medida, Jacques Derrida, asoman habitualmente en sus ensayos. Lo que sigue a continuación es un extracto del apartado primero, llamado “El sentido múltiple de la verdad”, que pertenece al capítulo inicial de su libro Entre la tecnociencia y el deseo (Buenos Aires, Biblos, 2007), donde puede verse la particular manera en que Díaz toma un relato y la intencionalidad expositiva con que lo hace.

1. El sentido múltiple de la verdad 

Japón, siglo XII, senderos en el bosque. Un samurai camina lentamente delante de un caballo blanco al que conduce por las riendas. Canto de pájaros. Rayos de sol que atraviesan el follaje y bailan en la maleza. Los medallones de luz tornan traslúcido el velo de una mujer posada en la montura. La tela se desliza hasta los pequeños pies, que delatan la nobleza de su dueña. La montura y el armamento brillan. Una especie de paz emana de la armonía de las cosas. Pero el delicado equilibrio se quiebra. La narración interrumpe su secuencia. Hay algo que la cámara no captó y al encenderse nuevamente nos devela el caos. El hombre muerto, la mujer violada, las armas no están, el sombrero de él en el suelo, el de ella cuelga desgarrado de un arbusto solitario.
Comienza Rashomon, de Akira Kurosawa.
El jurado a cargo del caso –que no se deja ver– escucha diferentes versiones del acontecimiento: 
• Un humilde leñador dice haber encontrado al samurai sin vida. Agrega que no vio a la mujer, tampoco al caballo, ni las armas.
• La viuda declara no saber cómo murió su marido y acusa a un desconocido de haberla ultrajado.
• Un mal viviente atrapado en el bosque asume haber violado, pero no matado.
• Finalmente el muerto, cuyo espíritu se expresa a través de una médium, acusa a su esposa y al delincuente.  
Todos difieren y todos, hasta el fantasma, despiertan sospechas. Sólo coincide cierto estado de las cosas: la desaparición del caballo y las armas, la mujer violada y el samurai muerto.
Sin embargo la verdad de lo acontecido se pierde en el misterio. Hay múltiples testimonios creíbles pero contradictorios entre sí. Esperamos ansiosos que finalmente se devele la incógnita. Pero el film termina y las incertidumbres se acrecientan.
En la película el jurado no aparece. Sin embargo, su ausencia intensifica su presencia. Mejor dicho, nos imaginamos que está presente porque los personajes que declaran miran al frente mientras tratan de demostrarles a los jueces la veracidad de sus relatos. En realidad los actores observan el ojo de la cámara y, al proyectarse la película, parece que esos personajes miraran a los espectadores. En cierto modo, el jurado de Rashomon ocupa nuestro lugar. Es como si saliera de la proyección, en la que nunca se refleja, y se instalara en la butaca.
Esos representantes de la justicia habitan un punto ciego y mudo en esta obra. El público no los ve ni los oye. Los jueces son opacos para nosotros, pero no para los personajes de ficción que los miran con énfasis y respeto. Una luz atraviesa la pantalla, emerge de las pupilas de los actores y choca con las nuestras. Esa flecha de intensidad nos incluye en la trama. Los testigos se dirigen al jurado que es al mismo tiempo el espectador. Se siente la impotencia de ocupar el lugar del juez y no poder juzgar. Mejor dicho, no poder contar con elementos que aseguren objetividad.
Kurosawa brinda una estremecedora lección acerca de la verdad. Ese discurso que construimos a partir del estado de las cosas, pero que no encuentra manera de corresponderse con ellas de modo ecuánime. De cada relato fluye un sentido diferente: se alternan diversas perspectivas, que semejan destellos de un diamante tallado que emite diferentes colores según los haces que lo iluminan.
La no correspondencia entre las versiones de los personajes diluye la posibilidad de dirimir una verdad clara y distinta. La multiplicidad de jueces es otro impedimento para forjar un juicio unánime. Pues, además de los que suponemos en la obra, existen tantos jueces como espectadores. La ilusión de verdad absoluta se pulveriza. En su lugar, titilan fragmentos de sentido. Los testimonios, por contradictorios, desconciertan. En lugar de una verdad única, hay fuga de sentido.
El sentido se produce en una dimensión incorporal (entiendo “incorporal” en sentido deleuzeano; el concepto está tomado de los estoicos quienes repararon que el sentido no reside en las cosas, tampoco en las palabras; se produce como efecto de choque entre cuerpos). La proverbial indiferencia de los acontecimientos provoca juicios disímiles. Provoca sentido que surge de choques de fuerzas y se desliza por la superficie de las palabras. El sentido no se encierra en proposiciones: deviene a través de ellas.  


3.

Josefina Ludmer, especialista argentina en teoría literaria y culturas latinoamericanas, ha estudiado las estructuras básicas que sostienen las narrativas, lo cual la ha llevado a descubrir los hilos conductores de algunas de las obras fundamentales de la literatura latinoamericana, por ejemplo la genealogía de la novela Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez o las claves de construcción de los relatos de Juan Carlos Onetti.
Josefina Ludmer no se conforma con una lectura inmanente del texto tal como lo proponen los análisis estructuralistas; ella misma ha escrito “sobre la necesidad de trascender a una lectura unitaria y unificante, y de construir otro concepto de contexto”. Esta búsqueda, de alguna manera está en relación con los estudios posestructuralistas en general y más en particular con las propuestas de figuras como Gilles Deleuze y Jacques Derrida.
 
Su análisis de la obra de Felisberto Hernández, según se desarrolla en “La tragedia cómica” Escritura, VII, 13-14, Caracas, enero-diciembre de 1982), constituye una buena muestra de la anterior afirmación.
Ludmer destaca en la obra del uruguayo la singularidad y rareza de sus narradores-protagonistas. Éstos se desvían de su “propia” función social (“doméstica en las mujeres, comercial en los hombres: los lugares de la pequeña burguesía son pensados como naturales”) y parecen desdoblarse y transformarse en su complemento antagonista, o en su metáfora. Lo cual, en líneas generales, determina que los objetos se personifiquen o las personas se cosifiquen. Es el caso del protagonista de “Nadie encendía las lámparas” que lee un cuento ante un auditorio pequeñoburgués: “A mí me costaba sacar las palabras del cuerpo como de un instrumento de fuelles rotos”. Hay un descentramiento, una extrañeza y una “objetivación” del propio sujeto narrativo.
Ludmer agrega:

Dos posiciones básicas y correlativas generan ficción en Felisberto Hernández: la primera deriva de la pobreza del artista y su imposibilidad de comprar objetos deseados; la segunda, de la pobreza del mercado del arte: dificultad para venderlo.

Sin embargo esta dificultad se soluciona “con el mecenazgo o la privatización de lecturas o espectáculos” (lo cual es una primera marca del éxito buscado).
Ludmer menciona también los dos órdenes que se registran en los relatos de Felisberto. Por un lado, el orden de lo cotidiano y práctico representado por los lugares comunes, el lenguaje, la estética popular para construir la caricatura. El otro orden es la analogía del sueño, que remite -entre otras cosas- a asociaciones por semejanza y contigüidad.
Los dos órdenes están representados en el cuento mencionado cuando se da una vuelta de tuerca, un desplazamiento, a la fábula de la gallina y el zorro (la gallina es la sobrina y el zorro es el protagonista, que habrá de quedarse con ella).

Por todas estas condiciones, Ludmer toma a “Nadie encendía las lámparas” como “una síntesis y un manifiesto” de la forma de narrar de Felisberto Hernández. En tal sentido destaca en esta narración:
 El cuento leído. El sentido de la oralidad es fundamental en Felisberto: su registro escrito, uniforme y sin matices, requiere no sólo ese modo familiar de contar un cuento, sino también la modulación de la voz para otorgar valores tonales, cómicos e irónicos;
en la intimidad de la sala pequeñoburguesa: un cuento de cámara “alto”, fuera de la circulación indiscriminada. El público se ve, no es anónimo;
con ruptura brusca de todo pathos en la historia de la suicida que huye cuando un hombre la aborda: tragedia cómica;
debe únicamente desencadenar la risa. El texto leído excluye todo sentimiento, elocuencia y, sobre todo, todo didactismo, “razón” y sentido. Ante la pregunta sobre los motivos del suicidio el autor no sabe, “sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño”;
a la lectura siguen conversaciones triviales y caricaturas de personajes según el modo en que se peinan y, finalmente:
la segunda marca del éxito: la sobrina que se transforma en “gallina” frente al “zorro” que es el escritor.


4.

Dos fragmentos de La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig:

III. Toto, 1939

Son tres muñequitos, con la dama antigua, peinada de alto con peluca grande, y la pollera inflada más cara de seda, los tres muñequitos tienen medias blancas largas hasta el bombachón de seda hasta la rodilla, las muñecas con traje de seda y los muñecos con traje de seda también, mami, y la pechera blanca los hombres igual que la tuya, con la puntillita, y la peluca blanca, son de porcelana y están parados en una repisa, de la madre del chico de enfrente, que son duros, no se comen, con el mismo traje que los muñecos con caras de tontos, son buenos, miran todos a una sentada en la hamaca, dibujados en la tapa de tu caja para carreteles, guardada al lado del mantel y las servilletas, la caja que antes traía bombones. Con el mismo traje, iban disfrazados, en el Beneficio de la Escuela 3 el número de los chicos más grandes bailaron vestidos como los muñecos, la gavota, el número más lindo de la Escuela 3 ¡mami! ¿por qué no viniste? con papi, porque mami de turno en la farmacia se perdió todos los números que hicieron los chicos de la Escuela 3. Era un muñequito, y una muñequita, y un arbolito y una casita, todos que terminan en una punta de escarbadiente para pincharlos en la torta de nuez? (...)

Papi: ¡ganas de hacer pis! “podés irte solo”, ¡no alcanzo a la luz! pero mami, en el cine en el intervalo se prenden todas las luces y con vos “vamos a aprovechar a hacer pis ahora” al baño de las mujeres porque al de los varones las mujeres no entran, pero si mamá no tuviera ganas de hacer pis en el patio del cine hacen pis los nenes y las nenas. Una nena grande. Con el vestido de tul almidonado duro que pincha, pincha con el vestido, la Bruja de Blancanieves pincha con la nariz de pico, está sentada en la mesa de al lado ¡papi, no, no le digas nada! “querida ¿podés acompañar a mi nene al baño?” una nena grande con cara de mala, papá, ella no puede llevarme al baño de varones “lleválo al baño de mujeres, no importa” ¡no, vení vos! “¿a qué baño te lleva mamá en el cine?”.


El escritor y crítico Alan Pauls publicó en 1986 (Buenos Aires, Hachette, Biblioteca Crítica) un libro breve pero interesante sobre La traición de Rita Hayworth (1968), la primera novela del escritor argentino Manuel Puig. Aquí, vamos a comentar dos o tres aspectos claves que Pauls, empapado de las teorías posestructuralistas, en particular provenientes del libro Mil mesetas, de Gilles Deleuze y Félix Guattari, analiza en la obra de Puig.

Lo primero que señala Pauls y todos aquellos que leen La traición, es la ausencia de un narrador. La novela, entonces, está constituida sobre la pura enunciación de sus personajes. De esta manera, se deconstruye una de las instancias más criticadas por Derrida: la noción de un origen o autoridad que otorgue un significado absoluto y que cierre el proceso de significación, en este caso la figura del narrador.
La traición es un ajuste de cuentas con la narración, y con esa función que preside toda descripción narratológica: la función narrador. Inaugurando una de las consignas fundamentales del programa literario de Puig, la pulverización de la instancia narrativa, La traición decreta la acefalía del lugar clásico de la enunciación: no hay sujeto de la narración, y esta vacancia es uno de los principios de disolución de la “historia”. En La traición sólo hay voces: de sus 16 capítulos, once se presentan como la reproducción del discurso directo de los personajes (del I al XI), y los restantes son transcripciones de textos escritos. (...)
De ahí que en La traición, la trama (en el sentido narrativo de la palabra) sea en realidad una trama en su sentido textil: un tejido de voces, montaje de discursos sin cuerpo, estructura coral que se despliega más allá de la mirada única del narrador y la subvierte con su polifonía. No hay un “yo” que cohesione esas voces, ningún principio de homogeneidad que las abrace.” (pág. 20)
Muerto el narrador, ya no existe una función que organice el texto (sólo aparece una indicación que encabeza cada “capítulo”, en la que se indica quién habla y el lugar y fecha -“En casa de Berto, Vallejos 1933” o “Toto, 1942”-), que otorgue un sentido, una dirección posible de lectura. Muerto el narrador, es el lector, que asume la mayoría de edad, quien tiene que hacerse cargo de los posibles sentidos del relato. Así, el efecto que produce la lectura de La traición es similar al que siente el espectador de Rashomon.
La traición introduce siempre otros discursos. La relación nombre-discurso nunca es directa, tampoco natural. En cada una de las voces del texto, nada singular, ninguna originalidad (...) Cada voz es en sí misma un mosaico de rumores, una conflagración de ecos. La voz, en La traición, no plantea circuitos simples de emisión: siempre establece mediaciones, siempre pantallas, siempre citas. Cada voz retoma, refiere, deforma o reproduce las voces de los otros.” (pág. 22)
Esta segunda característica se complementa con la anterior: en la novela no hay una autoridad, sólo voces; o mejor dicho, enunciados, que son, por definición, sociales.
La segunda deconstrucción que Pauls advierte en el texto de Puig es la del paradigma sexual: La traición implica una ruptura con la lógica maniquea que capta el mundo en dos polos separados, bien diferenciados, y aun antagónicos: masculino/femenino, alto/bajo, adentro/afuera, blanco/negro, etc. Pauls dice que Puig, en su literatura, pone entre dicho ciertas oposiciones binarias (cultura alta/cultura baja, kitsch/camp), las denuncia y subvierte.
“Para que el sexo tenga sentido es preciso establecer, primero, un paradigma, una oposición binaria, un par. El discurso infantil de Toto es una maquina prodigiosa de producciones de pares (...) Así, el enigma del sexo es equivalente al enigma del sentido. No hay sentido sin paradigma; no es casual, pues, que la cuestión del sentido (y) del sexo se plantee para Toto en forma de alternativas binarias. Muñecos/muñecas, muñequito/muñequita, chico/chica, y toda la cadena de pares que metaforizan esta oposición genérica y sexual básica (arbolito/casita, aceituna verde/aceituna negra, etc.). Como se ve, sexualidad y sentido van unidos por efecto de una estructura lingüística: el paradigma gramatical de género. La oposición de las desinencias a/o, paradigma morfológico que designa los dos géneros, es literalizado en La traición; o mejor: Puig sexualiza el paradigma gramatical, de modo que toda decisión de sentido es al mismo tiempo, e inevitablemente, una decisión sobre la sexualidad.
Sin embargo, esta manía de los pares y las oposiciones tiene un punto de fuga; siempre hay, en esta clasificación binaria del mundo, un momento tercero, una instancia que escapa al paradigma y lo desactiva, anulando la diferencia que lo funda. En La traición nunca hay dos sin tres. Muñecas y muñecos visten el mismo traje de seda, y para todo chico o chica hay una careta rosa detrás de la cual ocultar la identidad sexual. La traición trabaja neutralizando los paradigmas, poniendo en evidencia la fragilidad de las diferencias. Siempre se puede hacer que la diferencia vacile, hacer temblar las discriminaciones, pervertir los repartos. El arte de Puig es precisamente un arte del tercer término, lo que no significa un arte de la síntesis. Si se desactiva un paradigma, denunciando lo que de político hay en su gramaticalidad, no es para refugiarse en una hibridez apacible, ni para reivindicar los beneficios de la complementariedad. El primer gesto del trabajo de Puig consiste en sexualizar cada término del paradigma, des-inocentizarlo, arrancarlo de la asepsia de la gramática de la lengua para inscribirlo en un uso que remite siempre a una política. La diferencia chico/chica nunca es sólo gramatical, o en todo caso La traición siempre empieza por delatar el orden político que sostiene el orden gramatical. La traición es una crítica de los usos; postula que todo uso de las categorías de la lengua es un uso a la vez sexual y político, y que la diferencia gramatical (la oposición masculino/femenino) es el soporte de una diferencia que se instaura en el campo de la sexualidad social.” (pág. 25-26)
Un momento de la novela que ejemplifica lo dicho hasta aquí, es aquel en que Berto debe llevar a su pequeño hijo, Toto, al baño (están en un lugar público) y no sabe a cuál de los dos: si al de mujeres o al de hombres. Lo irónico de la situación es que Berto reniega de los gustos de su hijo por considerarlos “inadecuados” para un varón y constantemente exige de éste un comportamiento “masculino”.

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