miércoles, 29 de abril de 2020

Apostillas a la séptima clase teórica


Figuras de escritor, figuraciones de literatura

La selección de ejemplos que se agrupan en este apartado tiene como meta primordial acercar una serie de ilustraciones generales para que se observe de qué manera la teoría y la crítica literaria han utilizado algunas de sus nociones principales. Esto es así, aun cuando los diversos autores que engrosan las corrientes estructuralista y posestructuralista insisten hasta la actualidad acerca de los peligros que suponen las traslaciones rápidas y las “adaptaciones” con fines pedagógicos del tipo de las que aquí se brindan.

En fin, que en este caso al menos el fin justifique los medios.

1.
La “biografía literaria” de Felisberto Hernández

A continuación se transcribe un párrafo particularmente significativo de la “Biografía literaria” del escritor Felisberto Hernández (Montevideo, Uruguay, 20 de octubre de 1902 - 13 de enero de 1964) que reproduce el Centro Virtual Cervantes sin hacer mención de autor.

Ya el título es de por sí sugestivo en relación con el tema central que se desarrolla en esta publicación; sobre todo porque parece existir en él la voluntad de crear o delimitar una suerte de “género” particular. Como puede verse a través de la cita, la mezcla de los datos propios de la vida de Hernández se articulan y fusionan de tal manera con la mención de sus obras que es casi imposible distinguir cuándo se está brindando a los lectores cierta información biográfica general y cuándo se vuelca un determinado acercamiento crítico a sus relatos. Dice esta “Biografía literaria”:

Por lo regular, se da por sentado que los escritos del autor uruguayo pueden ordenarse de acuerdo a su cronología personal. Sin lugar a dudas, los hechos de su biografía forman parte de ese mundo ficticio, si bien tamizado por la dialéctica de los afectos que suele imponer la memoria. Aludiendo a esta identidad en juego, dice Enriqueta Morillas que “en ese estar mal situado opera uno de sus recursos más llamativos: Felisberto imbrica selectivamente hilos de su propia biografía en sus relatos. Es el pianista itinerante, o el escritor que lee su creación a un auditorio, o bien quien recibe una narración que luego habrá de contar el protagonista reconocible de sus historias” (Introducción a Nadie encendía las lámparas, Madrid, Cátedra, 1993, p. 24). Por todo ello, es muy comprensible que la obra Hernández, justamente por indagar en los mecanismos del recuerdo, adquiera su pleno sentido cuando se reinterpreta a la luz de ciertos datos de su vida. Y aunque con ello no se discute la soberanía de sus creaciones, puede que interrogar esos impulsos resuelva algunos problemas en nuestro análisis.

Como puede leerse sería la decisión del propio autor, Felisberto Hernández, de tomar “episodios” y “hechos” de su biografía para construir su poderoso “mundo ficticio”, la que habilitaría la necesidad de “comprender” la obra a partir de la reconstrucción biográfica: porque para que “adquiera su pleno sentido” la obra del cuentista uruguayo “se reinterpreta” (¿?) “a la luz de ciertos datos de su vida”. La tarea crítica y hermenéutica, en consecuencia, se cierra en el trabajo del biógrafo. (El texto completo tomado como referencia se puede leer en: http://cvc.cervantes.es/actcult/fhernandez/biografia.htm.)


2.
Oscar Wilde y la vida propia como fundamento y quehacer estético

En su artículo “Retrato de un mundo nuevo” (ADNCultura, 29 de marzo de 2008, pág. 12), Daniel Molina presenta al escritor irlandés Oscar Wilde (Dublin, Irlanda, 16 de octubre de 1854 - París, Francia, 30 de noviembre de 1900) como “primer y solitario artista pop radical”, quien “sentó las bases de la sensibilidad contemporánea”.

Para afirmar su juicio, Molina argumenta que Wilde intuyó con décadas de anterioridad a las vanguardias históricas la transformación existencial vertiginosa que estaba sufriendo el hombre contemporáneo, comulgó con la certidumbre de que el arte moderno “debía ampliar radicalmente las potencialidades de cada individuo” y “reinventar el mundo a cada instante”. Si bien en las aseveraciones parece haber alguna exageración tomada del filme Velvet Goldmine (escrita y dirigida por Todd Haynes; EEUU - Gran Bretaña, 1998), es por demás interesante el señalamiento con que cierra su estimación:

Este proyecto artístico (…) tuvo su primer manifiesto en uno de los ensayos centrales de Wilde: El crítico como artista, libro en el que -décadas antes de que Marcel Duchamp estableciera las bases de la línea conceptualista de la cultura moderna- ya se traza el itinerario del arte como práctica mental que deconstruye y, a la vez, establece, el sentido del mundo.

El juicio sobre Oscar Wilde como primer artista conceptual no agota por cierto la heterogeneidad y tensiones que habitaron las obras y las ideas del autor de El retrato de Dorian Gray, quien en muchos de sus escritos se muestra como un heredero decadente y tardío de la concepción romántica del artista trazada por las escuelas romántica y simbolista. Así -y en contrapunto a las afirmaciones que realiza Molina y para observar el juego crítico-interpretativo múltiple que se abre alrededor de las obras de las figuras artísticas fuertes- se puede constatar en el fragmento que sigue, el cual ilustra desde una perspectiva particular la excepcionalidad del artista y la obra de arte como natural producto de su expresividad original.

En La tragedia de mi vida (Carta a Lord Alfred Douglas) (Buenos Aires, Centro editor de América Latina, Biblioteca total/30, 1977) se puede leer:

Pocos son los hombres quienes el Destino indica para ocupar durante su vida una posición semejante, y a pocos se las ratifica. Por lo general son el historiador y el crítico, quienes, largo tiempo más tarde, efectúan esta ratificación, si llegan a efectuarla alguna vez, cuando tanto el hombre como su época ya han desaparecido. Muy distinto fue conmigo. Personalmente sentí la altura de mi posición, y personalmente se la hice sentir a los demás. Fue también Byron una encarnación, pero reflejaba la pasión, y la fatiga de la pasión de su época. Representaba yo algo más noble, más perenne, algo que poseía una importancia más vital y un significado más dilatado. (…)

Novela, drama, prosa poética y poesía en verso, diálogo espiritual o fantástico, todo lo que yo toqué quedó revestido con una nueva belleza. Y hasta a la verdad le impuse el artificio y le concedí su carácter natural, y de ambos hice su imperio legítimo. (…)

El arte para mí fue una realidad superior y una forma de la ficción la vida; desperté de mi siglo la imaginación, haciendo que me envolviera en mitos y leyendas. (…)

Mi propio genio derroché y hallé una especial alegría en arruinar una juventud que habría tenido que ser eterna. Harto de pasearme por las cumbres, descendí desde los caminos de libertad a los abismos y en ellos me precipité, explorador de nuevas sensaciones. (…)

Comprendo ahora que el dolor, la emoción más noble de la que es el hombre capaz, es al mismo tiempo el modelo original y la piedra de toque del gran arte. (…)

Consiste la verdad, en arte, en la concordancia que guarda un objeto consigo mismo; en que se convierte lo exterior en expresión de lo interior, en carne el alma, y que en el cuerpo está animado por el espíritu. Y por ello no existe verdad comparable al dolor.

Se trata de un texto escrito en un muy particular momento de la vida del escritor; y donde, quizás por tal circunstancia, casi funde aquello que rememora como el devenir de la propia vida con el camino que traza el gran arte. A su manera, Wilde retoma el tópico romántico tradicional del artista como “genio”, y ve al arte como la natural expresión de la interioridad de un ser excepcional.

  
3.
El affaire Onetti-Los adioses

En su Teoría de la vanguardia (Barcelona, Península, 1995), Peter Bürger señala que los movimientos artísticos llamados “vanguardias históricas” cumplen el rol histórico de volver evidente y, además, motivo de denuncia y escándalo, el carácter “construido”, arbitrario y convencional de todo fenómeno estético. Si bien el ensayo de Bürger se ocupa de la Europa de comienzos del siglo veinte, también es útil para ser extendido a otras geografías, como el Río de la Plata, y a otros momentos históricos.

Desde esta perspectiva, se puede analizar el desfile publicitario, por ejemplo, que Oliverio Girondo organizó para la “promoción y venta” de su libro Espantapájaros (al alcance de todos), allá en la década del veinte. Girondo pretendía volver transparente y a la vez objeto de parodia y sarcasmo, el evidente carácter de mercancía que los libros y las obras de arte en general toman necesariamente en la era capitalista.

Esta tarea de develamiento cubre, de manera extensiva, no sólo a las obras de arte en tanto objetos sino que se derrama también sobre el conjunto de las instituciones por las que el arte circula, así como a sus figuras más representativas: el artista y el crítico en primerísimo lugar. Tal labor, además, no parte únicamente de los propios textos literarios, de artículos periodísticos o largos ensayos que toman la cuestión como tema central, sino que es producto incluso de “puestas en escena” que los años van convirtiendo en verdaderas leyendas y, por lo tanto en discursos. Se vuelve, entonces, impertinente la respuesta al interrogante de si alguna vez ocurrieron o no, si sucedieron de esa manera o de otra, si se trató de acciones calculadas y premeditadas desde la ironía crítica o de espontáneos estallidos del inconsciente (individual y cultural).

Creemos que en ese sentido apunta el “caso teórico” que involucra al narrador uruguayo Juan Carlos (Montevideo, Uruguay, 1 de julio 1909 - Madrid, España, 30 de mayo 1994) y una de sus novelas más célebres y leídas. Las interpretaciones diversas de lo acontecido por parte de la crítica engordan con la potencialidad de su incertidumbre el carácter irónico del evento. A partir de la publicación de Los adioses (1954), la crítica se sintió provocada y se mostró afanosa en ‘encontrar’ la solución al enigma que planteaba la obra.

En esta novela breve se narra cómo un ex deportista, enfermo de tuberculosis, se hospeda en un sanatorio en las sierras de Cosquín, sin mucha convicción de curarse. Allí recibe las visitas, en primer lugar, de una señora y su niño (supuesta esposa e hijo del deportista) y, después, la de una joven muchacha (supuesta amante o hija); finalmente coinciden ambas mujeres en el sanatorio. Las dudas sobre la verdadera relación que une a estos personajes escandalizan a los habitantes del pueblo y constituye el eje de esta novela.

La historia, narrada según la técnica de la ambigüedad, nos llega a través de la mirada del almacenero, quien la construye a partir de los dichos de diversos “informantes”, cada uno de los cuales sostiene una versión distinta. En este sentido, la novela no arroja ninguna certeza, y las diferentes interpretaciones permanecen abiertas; no existe ninguna explicación que ‘cierre’ el relato.

Desde la publicación de la novela el silencio acerca de la verdadera relación entre el deportista y las mujeres ha suscitado las más variadas respuestas de la crítica. Los críticos (Ruffinelli, Ludmer, etc.) entendieron que el enigma era una provocación del autor, una adivinanza, y recogieron el guante. Uno de ellos, el más ferviente exegeta, es el alemán Wolfgang Luchting, quien se ha empeñado en develar el secreto de Los adioses.

En un artículo publicado en el semanario uruguayo Marcha, en junio de 1970, “El lector como protagonista de la novela”, Luchting propone la solución definitiva: la muchacha no sería hija del deportista, sino su amante:

El detalle es éste -y con mencionarlo devuelvo la novela a los lectores, doy la última “turn of the screw” [vuelta de tuerca], revelo lo que considero la última y culminante ambigüedad de Onetti-: ¿Qué pasa si la muchacha no es la hija del hombre? ¿Si éste le ha mentido a la mujer, aunque fuese sólo para tener su tranquilidad y, por supuesto, para mantener sus amores con las dos?

Esta posible solución provocó una respuesta por parte “autor”, titulada ‘Media vuelta’ de tuerca, que se publicó a partir de 1973 junto con la novela. En ella, Onetti aumenta el misterio al considerar insuficiente la interpretación de Luchting:

Luego de leer inevitables interpretaciones críticas y escuchar en silencio numerosas opiniones sobre “Los adioses”, comprendí que había omitido una vuelta de tuerca, tal vez indispensable. Para mejor comprensión o para que todo quedara flotando y dudoso. Ahora surge desde Lisboa Herr Wolfgang Luchting, escribe sobre el libro con una gracia de profundidad que nada tiene de teutona y al final del estudio aventura, sorprendentemente, una media vuelta de tuerca que nos aproxima a la verdad, a la interpretación definitiva. Pero sigue faltando una media vuelta de tuerca, en apariencia fácil pero riesgosa, y que no me corresponde hacerla girar. Lo importante es que gracias a Herr Luchting, mi amigo y cofrade, nos vamos acercando. 

                                                                                                            J. C. O.

Las palabras de Onetti pueden ser entendidas en varios sentidos. Si bien la intención paródica e irónica respecto de la labor crítica aparece en primer plano, aun cuando Onetti parece jugar y divertirse con las diferentes interpretaciones a su adivinaza, hay críticos que no lo entienden así. El crítico argentino Jorge Panesi señala que el uruguayo cae en la “estética de la expresión” (ya analizada en la primera parte de este cuadernillo), que encuentra en la subjetividad del autor el sentido último del texto:

Onetti (...) no renuncia al poder ilusorio de controlar los sentidos de su texto, abiertos ahora a la imprevisibilidad de las lecturas. Vuelve a firmar el texto en un apéndice equívoco que, declarando no cerrada la interpretación, interviene para hacer valer la índole autoral de origen y fin del sentido.

Es decir, para Panesi el carácter irónico de las palabras de Onetti se ve neutralizado con una acaso impensada reivindicación del lugar del autor como garante del sentido. No obstante, el epílogo de Onetti no hubiese tenido mayor trascendencia si el crítico alemán no hubiera tomado a rajatabla la autoridad del novelista. Al aceptar la provocación, al buscar esa otra media vuelta de tuerca, Luchting comete un equívoco crítico: cree en las palabras del autor y reemprende el camino interpretativo, sólo que esta vez bajo la tutela de aquél: en una visita personal al novelista no puede contenerse y le pregunta cuál es esa ‘media vuelta de tuerca’ que aún falta:

Poco tiempo después de la primera publicación de mi estudio en forma de epílogo a una reedición de Los adioses (...) tuve la suerte de ser invitado a la casa de Onetti una noche en Montevideo, invitación en cuyo curso mi curiosidad me indujo a preguntarle cuál era esa ‘media vuelta de tuerca’ final, cuál aquella ‘interpretación definitiva’. La respuesta fue brevísima y, en efecto, riesgosa: ‘Incesto’, dijo Onetti.

(En “¿Esse acaso ya no est percipi?”, Texto crítico, año VI, Nº 18-19 (Onetti en Xalapa), julio-diciembre de 1980, pp. 241-248.)

Luchting, sabedor de la debilidad de esta afirmación basada en un dato oral, se apresura a mencionar los testigos de ocasión: “Estuvieron presentes, como testigos, por decirlo así, Jorge Ruffinelli, la esposa de Onetti y el editor Oreggioni”.

Al fin de cuentas, la anécdota anterior revela dos operaciones que vienen a legitimar el lugar del autor como depositario final del sentido de la obra. La primera, según sostiene Panesi, la del mismo Onetti, cuando se arroga la facultad de resolver el enigma, de clausurar la lectura (aunque, como señalamos, la carta de Onetti también encierra un sentido paródico y burlón respecto de la labor crítica). La segunda, la más importante, cuando Luchting ratifica esta pretensión del autor en su artículo “¿Esse acaso ya no est percipi?”. Ahora bien, el equívoco metodológico del crítico consiste en que nunca desconfía de la palabra de Onetti, premisa del análisis literario ‘científico’, es decir, sujeto a un método de análisis.

Sin embargo, no hay inocencia por parte del alemán, sino más bien todo lo contrario, ya que Luchting, al adherir sin reparos a la versión del autor, sabe que en el mismo movimiento se legitima a sí mismo como exegeta privilegiado de Onetti. En este sentido, vale repetir las citadas palabras de Barthes:

Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura. Esta concepción le viene muy bien a la crítica, que entonces pretende dedicarse a la importante tarea de descubrir al Autor (o a sus hipóstasis: la sociedad, la historia, la psique, la libertad) bajo la obra: una vez hallado el Autor, el texto se “explica”, el crítico ha alcanzado la victoria.

Este procedimiento de Luchting, que encuentra la validación de la palabra crítica en la persona del autor, ya había sido parodiado por Borges. En su “Pierre Menard, autor del Quijote” (1939), el narrador es un crítico que defiende sus afirmaciones por haber sido amigo del autor. Es decir, en un paroxismo de la estética de la expresión, sólo aquéllos que frecuentaron a Menard, que lo conocieron en su intimidad, a quienes el escritor les explicó su obra, son los que poseen la voz autor(izada) para interpretar sus textos. Quienes estén fuera del círculo íntimo, tienen vedada la opinión.
Se puede observar así, para concluir, hasta qué punto la ironía vanguardista (e insistimos en que se utiliza aquí el concepto en una dimensión bien amplia que pretende englobar lo mejor de la literatura y el arte del siglo veinte y, a la vez, dar cuenta de su naturaleza profunda) cumple el papel de fiscal acusador de la ideología subjetivo-expresiva aplicada al arte y su necesidad patológica por encontrarle orígenes y garantías a los sentidos que se interpretan en la lectura. Como se indicó antes, se trata de esa vocación trascendentalista e idealista para la que Jorge Luis Borges supo escribir con “Pierre Menard” su epitafio.


4.
Edgar Morisoli y su “vida-obra”

La obra de Edgar Morisoli (Acebal, Santa Fe, 5 de noviembre de 1930) se desarrolla en La Pampa a partir de la década de 1950. Desde entonces ha publicado trece poemarios y numerosos textos producto de sus lecturas públicas (conferencias, paneles, congresos, etc.). Muchos de sus poemas fueron musicalizados y han alcanzado amplia difusión. La obra de Morisoli interesa aquí, y así será considerada, no tanto desde una perspectiva poética o estética, sino desde la de su intervención estético-ideológica. Es en ese sentido que se buscan subrayar los modos en que tal intervención anuda una geografía y una biografía que se corresponden. Una y otra, el espacio (simbólico) y la vida de quien lo canta son inseparables, y se encuentran fundidos, incluso por la forma de una paradoja: son esas tierras (las propias de la “pampeanidad”) las que alimentan y dan vida al sujeto que les brinda inteligibilidad, las celebra, padece con ellas y las defiende en su andar; pero a la vez, y a la inversa, puede juzgarse que es el decir de ese sujeto el punto de origen y de creación, y es en consecuencia de él de quien parte la necesidad de existencia de ese territorio y su carácter trascendente.

Así, sus escritos poseen características interesantes porque enlazan fuertemente los planos de la ficción (poesía) y de la no ficción (ensayo). Este doble trabajo intelectual persigue un mismo fin para Morisoli: dar a conocer un espacio vivido, revelar una cultura y un paisaje singular, y con ello “crear” la identidad de una región. Vale recordar aquí que “región”, entre otras acepciones, significa una localización geográfica específica en la que se recrea la memoria de una colectividad.

Ambos planos de la escritura parecen comunicarse a través de un sujeto enunciador que se adueña de la representación de un contexto determinado. Un sujeto polígrafo que se ubica más allá de los textos en sí, por fuera de ellos, constituyendo la fuerza expresiva que los junta y amalgama como partes de un proyecto único que se despliega a lo largo de medio siglo. Si esto es así, se puede conjeturar en consecuencia que los géneros en sí constituyen un dato menor, importante sí pero secundario en la medida de la tarea que, como Atlas, el sujeto en cuestión carga sobre sus espaldas. Una tarea legendaria, épica.

Si el sujeto que escribe y dice se encuentra más allá de los textos y sus formas, se mueve y vive por fuera de sus límites, pues entonces esto significa que en su devenir es más que un mero efecto de enunciación, se derrama sobre las formas de la vida misma.

Desde una perspectiva tradicional, se podría estudiar la obra de Morisoli en estrecha relación con su biografía (su trabajo, sus estudios, sus experiencias personales). Sería un modo de darle relieve a la “fuerza expresiva” de su literatura, en la que el tono enunciativo pone de manifiesto un subjetividad que desborda la escritura misma y busca representar una experiencia de vida y identidad regional-literaria. 

Desde una tendencia crítica más moderna, se busca recortar la presencia del “autor” Morisoli y se privilegia el análisis del enunciado cuya realidad no es otra que la producida por el mismo lenguaje del enunciado, aun cuando se muestre como un efecto que lo trasciende. Es la indicación propuesta por Roland Barthes, por ejemplo, cuando afirma que en la escritura se pierde toda identificación con el autor, que éste es exterior al discurso y que en todo caso tiene otro tipo de entidad o estatus. En este tal caso se percibe al texto como un espacio donde se mezcla una gran variedad de significados, ninguno de ellos originales, “escritos por primera vez”. Dicho de otro modo, la misma escritura de Morisoli construye desde una determinada estrategia estética, ideológica y política, un enunciador y una serie de conceptos que pretenden modelar una idea de cultura regional. La pluralidad de los textos devela la naturaleza múltiple de la procedencia de los materiales (discursos) con los que obligada y necesariamente se construye.

Precisamente esta lectura de los escritos de Morisoli se orienta hacia la figura del enunciador y sus esfuerzos por fundar los motivos de su obra, que se cifran, como se dijo, en una ideología: su concepción del artista y de la región con la cual se lo identifica. Una poética de la expresividad que abreva, por un lado y como clásicamente puede esperarse, de la instancia del yo poético propio de la lírica, pero que extiende esas características expresivas y retóricas hacia las formas denuncistas de sus ensayos y conferencias, atraviesa los prólogos que ha escrito para las obras de otros autores en donde toma las formas del crítico estético y cultural, actividad que incluso vuelve sobre sí mismo cuando a través de los reportajes se convierte en interpretador de sus propios versos.

El ensayista como intérprete

Una muestra del estilo de Morisoli, y también de su forma de pensar una identidad a partir de la cual desplegar la creatividad poética, lo hallamos en su definición y caracterización de la “pampeanidad”:

Una manera de ser y de sentir, hecha de llaneza y hondura, amasada con mucho silencio y una serena voluntad de afirmación creadora: cordial en la doble vertiente del vocablo. Una cosmovisión, en fin, que la matriz bravía del Mamüll Mapú [Tierra del Monte], fue troquelando, lenta pero firmemente, sobre el alma de los hombres venidos de tantos rumbos y cuya progenie de confluencia encarnó en definitiva al pampeano actual. Pampeanidad: un diálogo con la tierra que no cesa jamás, que no se agota nunca; una metafísica de la planicie, tejida en sentimiento y reflexión, cuyo “tempo” lo marca tal vez el pausado ofertorio, la rueda fraterna del mate, y cuya trascendencia debe filiarse, en suma, a esa corriente imperecedera de sabiduría-en-la-sangre (las “mesmas aguas de la vida”, como decía Teresa de Ávila), que vela y custodia la memoria del pueblo.

(En “Umbral”, prólogo al libro de poemas de Juan R. Nervi Rastro en la sal, Santa Rosa, La Arena, 1979)

Al ensayar su idea sobre la identidad regional Morisoli evoca puntos de contacto con el romanticismo. Este amplio movimiento de ideas, cultural y literario europeo, gestado a fines del siglo XVIII, se ha caracterizado por la exaltación del individualismo, por otorgarle relevancia a los denominados valores autóctonos, populares y diferenciales, es decir, los que fueron tramando los espacios geoculturales con identidad propia. En este ambiente se desarrollaron y consolidaron las literaturas de lengua “nacional”, y se vertebró la necesidad de existencia de poetas, intelectuales y artistas en general que con esa lengua fundaran mítica (y realmente) el espacio que los contenía.

Morisoli se interesa por representar con su literatura valores de un espacio más acotado aunque no menos trascendente, como es su idea de región. Tal concepción es entendida como propia y representativa de una época, de una generación. Una matriz de pensamiento y sentimientos que tiene siglos de existencia, necesariamente emerge en cada etapa con diversas modificaciones, que a la vez que marcan las diferencias posibilitan su continuidad. El mismo Morisoli, en una conferencia, se refiere a un “espíritu de época”, una representación que sitúa entre las décadas del 50 y del 90 del siglo pasado:

Particularmente hablaré de algunos [poetas] (porque son muchos más), de aquellos en quienes percibo más vivo el diálogo secreto con la tierra, por cuyo medio mito y realidad expresan no sólo la peripecia espiritual del poeta como individuo sensible, sino también ráfagas mayores del acontecer humano, que lo abarcan pero lo superan como persona, para hacerlo cauce y voz de emociones, memorias, sueños o visiones colectivas.

(“Mito y realidad en la poesía de La Pampa”, conferencia. Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 1993).

Allí también puede leerse la función del poeta según el pensamiento de Morisoli: la creatividad artística encadenada a una responsabilidad política e ideológica.

En esta misma dirección apunta el prefacio a Solar del viento (Buenos Aires, Stilcograf, 1966), en el que expone su poética: la realidad se funde con el “deber” del artista. Por un lado, los postulados (el prefacio), por el otro la interpretación de tales postulados (los poemas). En el caso específico de este libro, la composición del poema implicará desarrollar una triple voz, de características similares a la tragedia griega. El enunciador del prefacio indica cómo debe leerse su poesía y lo que ella tiene de representativa de acuerdo a la región que motiva el “canto”. Las indicaciones de lectura parecen tan estrictas que presuponen un lector pasivo, lo contrario del rol que suelen asignar diversos críticos al lector moderno. En este sentido el poeta debe ser considerado también un disertador, un pedagogo, un formador, en una tradición que puede remontarse a la antigüedad más lejana y el origen mismo de la práctica de la poesía.

El prefacio primero plantea una especie de contrapunto entre dos voces del poema que, si volvemos a recordar lo apuntado en el texto de Ernst Cassirer citado en el cuerpo inicial de esta publicación, cada una por su lado, componen las emociones (subjetividad) y la realidad (objetividad):

…En el pecho del poeta se da un día en que luchan dos voces entre tantas, dos ademanes para aprehender el mundo. Uno, que trata de asumir la realidad de sus momentos mejores, de sus experiencias más hondas y más fieles: es, en fin, una memoria-que-elige, una memoria-que-combina, seleccionando los destellos de su tránsito vital, integrándose tan sólo en lo que ama. La otra voz, en cambio, plantea y exige una asunción total de lo vivo, con relámpagos y sombras, con hojarascas y cumplidos frutos: una militancia sin retaceos, un destino que busque su sazón en la pulpa dramática de lo cotidiano.

La tercera voz, el coro, se arroga una representación amplia y de fondo, que parece responder a la “voz del pueblo”. Es la significación mayor dentro de la concepción del poema.

Frente a las dos voces que dialogan, se interpenetran y se oponen en busca de su confluencia dialéctica -porque ambas son el poeta, y de allí ese vislumbre de correspondencia profunda que gravita, simbólicamente, en ciertos claroscuros formales-, junto a las dos voces se alza el Coro. Como siempre en la poesía, el Coro es la memoria de la tierra, el pueblo en lo que tiene de limo germinal, infinito: pasión y sentimiento que son la sangre de la historia, y estremecedora presencia -casi corpórea- del mito.

En realidad lo que parece surgir con nitidez de las citas es la intención de Morisoli de construir un yo poético fuerte con el fin de lograr una representación de los valores esenciales y propios de una comunidad. Hacia el final del prefacio, las palabras vuelven a definir la misión del poeta. Tanta insistencia no hace más que evocar la otra imagen, la romántica, la que mezcla subjetivismo y realidad:

Pero el Coro es ciego. Nombra o conjura, crea por la palabra, pero no explica poéticamente los elementos del doloroso ámbito, la desgarrada belleza de ese Oeste de olvidos. Por eso la Segunda Voz, que es el amor combatiente, acerca la lucidez, señala netamente los protagonistas, sus roles, cómo y quiénes forjaron la “patria del castigo”.
(…)

A través de ese paisaje y su polvoriento grito, por la urgida presencia de esta pena, se replantea en el pecho del poeta -desde su latido más íntimo y más prójimo-, los interrogantes esenciales de la creación: la permanencia o la fugacidad del canto, la legitimidad de su tono provincial, la razón misma del quehacer poético.

El origen del poema

Nos queda por echar un vistazo sobre el modo en que la figura de Morisoli ha sido captada por el periodismo. En este ámbito también el poeta es visto como el intérprete necesario de un espacio regional definido. Lejos de hacer retroceder la figura del autor, en las entrevistas y reseñas periodísticas de su obra reaparece el rol social del poeta ligado estrechamente a la enunciación de su propia obra. Tal circunstancia nos remite a una cita del profesor y crítico literario Walter Mignolo cuando caracteriza la poesía de cuño romántico y modernista:

La lírica estrecha la distancia entre enunciación y enunciado o, en términos de Hamburger, entre el polo del sujeto y el polo del objeto. De esta manera, la figura o la imagen textual del poeta no solo se confunde con su imagen social (por ejemplo, el autor), sino que no hay distinción tan clara entre la imagen del poeta que enuncia y el que actúa.

(“La figura del poeta en la lírica de vanguardia”, en Revista Iberoamericana, Nº 118-119, enero-junio de 1982).

Esto parece sostenerse en las propias palabras de Morisoli cuando reflexiona sobre la labor del artista. En una entrevista, ante la pregunta sobre cuál es la misión del escritor, no se despega de la idea de compromiso social y su traslado al campo de la invención poética:

ningún escritor ha sido ajeno a su tierra y a su tiempo, a las inquietudes y demandas de su pueblo y de su época, así se expresen en forma directa o alegórica, en lenguaje llano o claves más o menos herméticas.

(Revista La Lechuza, 1, Santa Rosa, agosto de 2008; entrevista realizada por Emigdio Fragassi: “Morisoli: ‘El talento creador, la calidad literaria logran, tarde o temprano, la legítima trascendencia’.)

Y en la misma entrevista, más adelante, parece que Morisoli sigue construyendo una idea tradicional del artista que ya forma parte del imaginario de una sociedad: 

El escritor no postula la región, no la asume apriorísticamente, sino que la vive, la padece, la celebra, cuando ello es propio de su espíritu y como cualquier poblador de ese ámbito (…) En síntesis: si la región constituye, para determinado escritor, un valor entrañable, una verdad del corazón, ésa será la verdad, la argamasa visible o secreta de su obra.

En otra entrevista se le vuelve a preguntar sobre las motivaciones de su escritura:

en las cosas que he escrito no hay fundamentalmente imaginación, fantasía... puede haberla de manera complementaria. En los relatos de “Última rosa...” puede haber un complemento de imaginación, pero la base es el hecho, sea vivido por mi -protagonizado o escuchado- o descubierto en lecturas de viejos expedientes. En “Tabla del náufrago” hay datos que le ofrezco al lector como un complemento que pueden ser útiles. De todos modos el poema, como la fotografía, no tiene que andar explicándose en otro papel, tiene que hablar por sí solo. 

(“La poesía como facultad”, El Diario, Santa Rosa, 11 de septiembre de 2008)

Es notable que el poeta reflexione sobre su arte como lo hace, es decir, sin establecer la mediación del lenguaje, dejando librado el acto creativo a la impregnación directa de lo vivido, ya sea a través de la experiencia personal o de lo “descubierto” en la lectura. No parece existir, lo decimos una vez más, separación entre la vida del autor y el sujeto lírico como un efecto de la escritura.

A manera de conclusión, y para cerrar la cuestión en torno al tema central de este escrito, vale la pena subrayar la siguiente evidencia que surgió de buscar y analizar el material periodístico-crítico que desde los diarios y las revistas locales ha acompañado la salida periódica de cada uno de los libros de Morisoli.

Cuando se leen los recortes guardados con mínimo detenimiento se advierte de inmediato el siguiente (curioso y significativo) fenómeno: difícilmente alguno de ellos se refiera a la obra en sí, es decir aquella que, supuestamente y siguiendo la inercia obvia de la práctica periodística, constituye el motivo inmediato del artículo, por lo general breve.

En lugar de reseñar aunque sea de manera somera el contenido, los temas y ciertas líneas de su tratamiento formal, aunque sólo fuera a través de un esbozo general, los supuestos comentarios se dirigen invariablemente a destacar la figura del escritor, a confirmarla.

Se trata de manera evidente, y siguiendo los protocolos de un rito cíclico, de un modo de confirmar conservadoramente lo ya sabido antes que arriesgar de manera mínima la posibilidad de lo diverso o diferente. Queda así delineado un funcionamiento “crítico” que se alimenta estacionalmente de la paradoja de que la figura del autor termina sepultando con una pesada loza toda riqueza estilística y el desafío de la heterogeneidad que la obra misma (que, en el fondo, en la víscera, nunca puede ser la misma aunque el autor lo proclame e intente) trae consigo, para hacer migrar la apreciación sobre una hacia la preocupación sobre el otro;  así, el juicio estético se convierte en una afirmación moral.

Repasar los datos biográficos y apuntar los títulos de sus libros anteriores, ensalzar la seriedad y la consistencia de su “proyecto” estético, la coherencia del compromiso con las tradiciones y los intereses culturales de la región, éstos son algunos de los datos que por lo común llenan el espacio tipográfico y se enfatizan, pero siempre al costo de no decir casi palabra sobre la obra nueva que acaba de ser editada. En varias ocasiones la “opinión” queda subsumida por las líneas del reportaje al propio Morisoli; el movimiento de traslación es lógico y explicable, puesto que queda claro que en este contexto es el propio autor mejor que nadie el encargado de resumir la naturaleza y dirección de su intencionalidad expresiva. ¿Quién podría agregar algo a la contundencia de tamaño sentido común?


Séptima clase teórica


Esta clase está dedicada a repasar una serie de conceptos que se juzgan centrales en relación a la reconsideración de la literatura y el arte como “expresión” a partir de las ideas vertidas por la escuelas estructuralista y posestructuralista europeas, en particular a partir de dos de sus autores principales: Roland Barthes y Michel Foucault. A éste se debe el sintagma “tema de la expresión” que se ha utilizado para el título general y sobre el que se vuelve una y otra vez a lo largo de las páginas que siguen.
También, a modo de ilustración, incluimos “Pierre Menard, autor del Quijote”, ficción clásica de Jorge Luis Borges que en las clases iniciales les habíamos pedido que tuvieran bien leída.
Se ha obviado en este caso subrayar el cambio profundo que, desde comienzos del siglo veinte, introdujo la llamada escuela de los formalistas rusos al atacar las estéticas y estimaciones de cuño biografista. Los formalistas pusieron el foco de los estudios literarios en aquello que bautizaron “literaturidad”, y cuya primera función estratégica (y definitiva en el plano teórico y metodológico) fue la de hacer retroceder las nociones de sujeto, época y geografía a las que los fenómenos estéticos se encontraban subordinados a la hora de su análisis y valoración empobrecedores.
Para no abundar más al respecto, basta señalar aquí que en su célebre artículo “Lingüística y poética”, el ruso Roman Jakobson (Moscú, Rusia, 1896 - Boston, Estados Unidos, 1982) traza el mapa de las funciones del lenguaje. Su objetivo era liberar a la función poética (aquella que coloca en el primer plano el predominio de las estructuras del propio mensaje) de las funciones expresiva y referencial (correspondientes a los componentes comunicativos del emisor y el referente o mundo, respectivamente). Basta recorrer los “debates” estéticos reproducidos por los medios masivos comerciales -y no sólo ellos- para observar hasta qué punto la lección de Jakobson sigue sin ser bien aprendida. Aún se insiste en juzgar a los productos del arte y la literatura en relación a su “fuerza expresiva” o su capacidad de dar “testimonio de su época”.

El “cruce” que se establece entre las ideas de los investigadores franceses con las del filósofo alemán Ernst Cassirer, anterior a ellos, busca demostrar hasta qué punto se trata de una problemática extendida en el tiempo: los acentos disciplinarios y las múltiples resonancias continúan vivas y “actuantes”. Esta continuidad se puede observar en ese reportaje televisivo que se emitió anoche, en la página cultural del diario que se ha leído hace un rato o en el enfoque elegido por un manual escolar que quizás sea el único acceso “crítico” a la literatura que tendrán en su vida cientos de miles de estudiantes de la escuela primaria y media.

Robándole ahora las palabras a Barthes, podría decirse que, precisamente porque se trata de una cuestión ideológica, un modo de percibir el mundo, se trata también de una pelea que enfrenta conceptos, metodologías y programas completos (literarios, estéticos, culturales, políticos).

El tema de la expresión

Durante décadas los comentarios sobre las obras de arte encontraron en su carácter “expresivo” la naturaleza misma de aquello que juzgaban. Como suele ocurrir en casos similares, los diversos autores que recurrieron al término no lo hicieron siempre de la misma manera, y en la heterogeneidad y las variantes se mezclan observaciones absolutamente pueriles con otras que se muestran mucho más profundas e interesantes. En cualquier caso, lo que aquí interesa es el problema en su conjunto, aunque vale la pena alertar desde el comienzo que con el afán de postular un eje integrador inevitablemente se simplifica y pulen las variaciones de una problemática heterogénea que bien podrá seguir siendo analizada en trabajos futuros.

Interesa, además, en la certidumbre de que la centralidad del aspecto “expresivo” de la obra de arte se relaciona con otra serie de conceptos ya habituales (obra, autor, estilo, emoción, talento, etc.) que constituyen, de una manera muchas veces imprecisa, una ideología. Y no se trata de una cosmovisión menor, sino de una ideología cuyo nacimiento puede encontrarse en la Europa de hace más de dos siglos y cuyas huellas firmes y evidentes llegan hasta hoy.

La expansión de una teoría literaria renovada y con afán de rigor a lo largo del siglo XX, en el seno del conjunto de unas ciencias sociales en transformación, ha atacado con fuerza tales ideas y ha levantado el combate contra la “ideología de la expresión” como uno de los puntos centrales de su programa de investigación. No obstante, a veces -con intención o sin ella- ha sabido (o debido) también alimentarse de ese cúmulo de apreciaciones.

Siguiendo esta indicación sería interesante historizar y contextualizar las diferentes apropiaciones y usos que se han hecho del término “estilística”. Por ejemplo, desde Charles Bally -discípulo de Ferdinand de Saussure- y el formalismo ruso, hasta llegar a su versión estructuralista, pasando antes por figuras centrales dentro de los modernos estudios literarios de tradición española como Amado y Dámaso Alonso.

De acuerdo a cómo se la mire, se trata de una pelea ya concluida o en pleno desarrollo. Esto es así según dónde se fije la perspectiva. Por un lado, en la opinión dominante dentro de los ámbitos académicos y especializados. Por otro, en los amplios territorios que ocupan los medios de la comunicación masiva y la industria cultural, que parecen ser los herederos del conjunto de tópicos que alguna vez emergieron con el Romanticismo rodeados de brillos revolucionarios.

En su célebre artículo, originalmente una ponencia de congreso, denominado “¿Qué es un autor?”, el pensador francés Michel Foucault (Poitiers, 15 de octubre de 1926 - París, 25 de junio de 1984) enfatiza en su introducción:

En primer lugar se puede decir que la escritura de hoy se ha liberado del tema de la expresión: no se refiere más que a sí misma, y sin embargo ella no está atrapada en la forma de la interioridad, se identifica con su propia exterioridad desplegada.

Y agrega un poco después: 

En la escritura no se trata de la manifestación o de la exaltación del gesto de escribir, no se trata de prender a un sujeto con alfileres en un lenguaje, se trata de la abertura de un espacio en el que el sujeto que escribe no cesa de desaparecer.

Con estas afirmaciones, Foucault sintetiza uno de los esfuerzos centrales que ha caracterizado a los estudios sobre el arte y la literatura a lo largo del siglo veinte, y que se fueron afianzando con posterioridad a la extensión de los conceptos básicos acuñados por los formalitas rusos, la lingüística y la irrupción de las corrientes estructuralista y posestructuralista. Sintéticamente: el desplazamiento de la idea del sujeto creador como origen y fundamento del fenómeno artístico o literario. Se trata, sin duda, de una verdadera revolución copernicana, más allá de los agregados que puedan (y deban) hacerse a esta primera conclusión.

Es imposible y errado aseverar que tal noción de sujeto, incluso en su formulación más crudamente ideológica, ha desaparecido del mundo el arte y de la literatura. Sin embargo, sin duda sí lo ha hecho en el campo del análisis y la crítica, al menos en relación a aquellos autores y obras que desde comienzos del siglo XX se desempeñan con cierto rigor metodológico y verdadero afán comprensivo. Dicho en otras palabras: es posible que puedan anotarse todavía en la columna del “tema de la expresión” una cierta cantidad de escritos sobre la literatura y el arte producidos en el interior de las universidades de todo el planeta. Pero, sin duda, los mismos ocupan hoy una zona no hegemónica y carente de atractivo e interés, menospreciada por la mayoría de los estudiantes avanzados, profesores e investigadores.

Si las ideas de “creador” y “genio” no terminaron de evaporarse (a veces incluso se muestran robustecidas) es porque su descendencia desde la cuna romántica ha prendido de una manera devaluada, aunque todavía fuertemente operativa, a través de los medios de comunicación masiva y la industria cultural. Esto es así, aunque los territorios que los medios comerciales reservan al arte y la “cultura” hace tiempo que también han sido permeados por las convicciones que habitan las aulas universitarias. Un solo ejemplo sirve como ilustración general:

Patricia SomozaYa que hablamos de autores, y volviendo a la escena actual, ¿qué está pasando con la noción de autor? Porque con las posibilidades técnicas que ofrecen Internet y los nuevos medios (la facilidad del “corto y pego”, la disponibilidad de los textos), la idea de autor parece estar en cuestión, al menos en lo que se refiere a la propiedad intelectual.

Ricardo Piglia: Yo veo ahí un punto de transformación posible. Porque esta nueva situación pone en escena una contradicción que está presente pero que apenas percibimos, que es el hecho de que en el lenguaje no hay propiedad privada. Es la sociedad la que luego define la propiedad, y define también la literatura, que es un uso privado del lenguaje. La escritura está ligada a esa cuestión desde su origen. Son las relaciones de propiedad las que están ahora en cuestión y parecen entrar en una nueva etapa.

(Tomado del reportaje publicado en ADNCultura, revista del diario La Nación, en la ciudad de Buenos Aires el sábado 19 de abril de 2008.)

Foucault indica que se trata de un sujeto que “no cesa de desaparecer”, con lo cual, dándole continuidad al proceso, enfatiza de alguna manera su permanencia o, como prefiere demostrarlo el propio Foucault en el desarrollo del artículo mencionado, su transformación.

El corolario obtenido como moraleja de “¿Qué es un autor?” es que el espacio de la subjetividad en la escritura, al parecer, no puede ser desterrado de manera radical, porque se trata de una necesidad de la escritura misma. El sujeto se vuelve entonces función, efecto de escritura. Se convierte en un recurso o una suma de operatividades que la literatura puede tomar, engordar o abandonar según le convenga “estratégicamente”, de acuerdo al género, el modo y el punto de vista de la narración, la corriente o escuela literaria que se integre, etcétera.

La problemática que rodea al “tema de la expresión” tiene para Foucault un cierto contexto histórico natural, que lo ata principalmente a las ideas de autor y propiedad (intelectual):

En nuestra civilización, no son siempre los mismos textos los que han pedido recibir una atribución. Hubo un tiempo en que esos textos que hoy llamaríamos “literarios” (relatos, cuentos, epopeyas, tragedias, comedias) eran recibidos, puestos en circulación, valorizados, sin que se planteara la cuestión de su autor; su anonimato no ocasionaba dificultades, su antigüedad, verdadera o supuesta, era suficiente garantía para ellos.

Con el discurso científico sucedía lo opuesto de lo que pasaba con la “literatura” de aquellos tiempos. En la Edad Media, las necesarias fórmulas del tipo “Plinio cuenta” o “Hipócrates dijo”, más allá de constituir figuras de autoridad, eran indicios que certificaban que los conocimientos divulgados en tales escritos, a través del nombre de su autor, estaban debidamente “probados”. Así, sostiene Foucault:

En el siglo XVII o en el XVIII se produjo un quiasmo: los discursos científicos comenzaron a ser recibidos por ellos mismos, en el anonimato de una verdad establecida o siempre nuevamente demostrable; están garantizados por su pertenencia a un conjunto sistemático, y no por referencia al individuo que los ha producido. La función autor se borra (…);

en cambio

Los discursos “literarios” sólo pueden recibirse dotados de la función autor; a todo texto de poesía o de ficción se le preguntará de dónde viene, quién lo escribió, cuándo, en qué circunstancias o a partir de qué proyecto. El sentido que se le otorga, el estatuto o el valor que se le reconozca dependen de la manera en que se responda a estas preguntas. (…)

El anonimato literario nos resulta insoportable, sólo lo aceptamos como enigma.

Queda claro, en consecuencia, que Foucault describe una mutación -la de las nociones de “autor” y “sujeto”- en términos histórico-culturales. Se trata de “necesidades” de los discursos que caracterizan momentos específicos de la historia humana y por ella son determinados social y culturalmente, aunque no de un modo directo e inmediato.

Roland Barthes (Cherburgo, Francia, 12 de noviembre de 1915 - París, 25 de marzo de 1980), en el artículo “La muerte del autor” (en El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós, 1987, pp. 65-71), publicado originalmente en la revista Manteia en 1968, examina estas mismas nociones desde una perspectiva similar a la de Foucault. No obstante, hay algunas acotaciones interesantes y necesarias para realizar. Lo primero para resaltar es que Barthes no da por “terminada” la guerra contra la figura del autor e indica la importancia que tiene este concepto en las estimaciones más populares y generalizadas de la literatura y el arte:

Aún impera el autor en los manuales de historia literaria, las biografías de escritores, las entrevistas de revista, y hasta en la misma conciencia de los literatos, que tienen buen cuidado de reunir su persona con su obra gracias al diario íntimo; la imagen de la literatura que es posible encontrar en la cultura común tiene su centro, tiránicamente, en el autor.

No podría ser de otra forma. De acuerdo con Barthes, el autor es esencialmente un “personaje moderno”,

Producto indudablemente de nuestra sociedad, en la medida en que ésta, al salir de la Edad Media y gracias al empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de la Reforma, descubre el prestigio del individuo o, dicho de otra manera más noble, de la “persona humana”. Es lógico por lo tanto que en materia de literatura sea el positivismo, resumen y resultado de la ideología capitalista, el que haya concedido la máxima importancia a la “persona” del autor.

Como puede juzgarse en la cita, la fusión histórico-cultural que nutre las raíces del “autor” de la que habla Barthes se vincula directamente con el recorrido indicado por Foucault. De cualquier modo, aquí interesa resaltar que, en tanto la figura del autor y el “tema de la expresión” ligado a él siguen vivos y además ciertas corrientes de la teoría literaria y la lingüística han decretado ya su muerte, queda planteado un combate ideológico (y práctico) en torno a dichos conceptos. El término “práctico” refiere a que la pelea no es una mera abstracción, sino que se desarrolla en las formas en que se enseña a leer (qué, cómo hacerlo): en los diversos niveles educativos, en las revistas, los suplementos culturales de los diarios comerciales y el conjunto de los medios de comunicación de masas, la oferta editorial...

Al igual que Foucault, Barthes indica el carácter “moderno” (su necesidad) del autor, como un movimiento antinatural en el sentido en que opera contra la “esencia” misma (su materialidad) de la actividad de la escritura. Ésta constituye una acción que, ni bien se realiza, determina que “la voz pierda su origen” y, en consecuencia, “el autor entra en su propia muerte”. El “origen” de la escritura marca extensivamente la muerte del autor.
 Barthes indica que en las sociedades antiguas aquel que recitaba o narraba era un mediador, de quien se podía admirar su capacidad técnica o escénica, pero jamás describir en términos de su “genialidad”. La Edad Moderna se ha movido en el sentido contrario y ha acuñado la imagen del “autor” en consonancia con el desarrollo de las ideas de “sujeto” y “propiedad”.

Buena parte de la literatura contemporánea, sigue Barthes, de Stephane Mallarmé a los surrealistas y Bertolt Brecht, denuncia el carácter arbitrario y artificial de tal construcción, y muestra hasta qué punto “el escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las escrituras”.

Jorge Luis Borges (escritor valorado por los estructuralistas por su capacidad para exponer esta problemática) recorre este tópico en muchos de sus relatos, poemas y ensayos. “Pierre Menard, autor del Quijote”, perteneciente al volumen Ficciones, es una pieza clave y magistral en ese sentido.

La imposición moderna que hace un siglo comenzó a derrumbarse es la de, en apariencia, la dupla Obra-Autor, que Barthes describe en términos de una tríada precisamente por el rol fundamental que juega el Crítico en la tarea de levantar y apuntalar los términos anteriores. Barthes concluye:

Una vez alejado el Autor, se vuelve inútil la pretensión de “descifrar” un texto. Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura: esta concepción le viene muy bien a la crítica (…);

entonces:

No hay nada asombroso en el hecho de que, históricamente, el imperio del Autor haya sido también el del Crítico, ni tampoco en el hecho de que la crítica (por nueva que sea) caiga desmantelada a la vez que el Autor.

Barthes sostiene, finalmente, que la muerte del autor es también la de la crítica y la de la obra. Este último concepto será reemplazado por la noción de “texto”, con sus resonancias múltiples, y un nuevo rol le tocará ocupar al Lector. Ya no se trata de un lector-reproductor, pasivo, atado a la servidumbre del autor, y cuya sola tarea consiste en “entender” aquello que el autor “quiso decir” y que el Crítico -par del Autor- se ocupa de “traducir” cuando se presentan dificultades. Es el turno ahora de un lector-productor, activo. Habría que decir también un lector hipotético, virtual, deseable antes que real, que podrá al fin nacer y proyectarse en un futuro por hacer.

En el final, el artículo de Barthes toma las formas de intervención de un verdadero manifiesto. El texto, la escritura, son términos que adquieren para Barthes una dimensión “revolucionaria” en tanto y en cuanto liberan al sentido de dios, la razón, la ciencia y la ley. En todo caso, si del derrumbe puede ser salvada, la crítica lo hará deviniendo trabajo crítico, es decir una práctica intensiva y entusiasta de la infinita capacidad de la lectura.

El filósofo germano adscrito a la corriente neokantiana, Ernst Cassirer (Breslau, Alemania, 1874 - Princeton, Nueva York, 1945), entre 1919 y 1923 dio a conocer su obra principal llamada Filosofía de las formas simbólicas. Más tarde, cuando obligadamente debió exiliarse en Inglaterra a comienzos de los años cuarenta, fue resumida bajo el título de Antropología filosófica (México, Fondo de Cultura Económica, 1977). En ese volumen Cassirer dedica un capítulo especial, “El arte”, a reseñar las particularidades del símbolo artístico.

Comienza estableciendo que se debe a Immanuel Kant, a través de su Crítica del juicio, la primera aportación de una prueba clara y concluyente acerca de la autonomía del arte. Cassirer sostiene que todos los intentos anteriores, en primer lugar el de Alejandro Baumgarten, se quedaron a mitad del camino que Kant se atrevería finalmente a recorrer por completo. Con anterioridad a Kant, los juicios sobre las obras de arte en realidad no eran tales, puesto que en última instancia siempre se apoyaban sobre cuestiones del orden de la moral o del conocimiento práctico del mundo. Por lo tanto, estaban destinados a sobrevivir de una manera subordinada.

Cassirer sostiene que las teorías sobre el origen del lenguaje se reducen en última instancia a dos, que él denomina onomatopéyica y expresiva. Si se sigue la primera, se obtiene como resultado que el género humano habría desarrollado la capacidad de lenguaje copiando los sonidos del mundo. Así, al imitar el viento, el correr del agua, los aullidos, refunfuños y gorjeos de los animales, el hombre habría ido desarrollando su capacidad de articular sonidos.

Si se sigue la segunda, lo propio del hombre sería su capacidad de emoción, de asombro, de que en su interior se generen estados de alma que, de tan intensos, fueron obligando al propio cuerpo a “generar” los instrumentos que hicieran manifiesta esa rica interioridad. El lenguaje habría encontrado su nacimiento en formulaciones cercanas a las interjecciones. Pues bien, sostiene Cassirer, esa doble vía es la que también ha desarrollado la filosofía del arte:

El lenguaje y el arte oscilan, constantemente, entre dos polos opuestos, uno objetivo y otro subjetivo. Ninguna teoría del lenguaje o del arte puede olvidar o suprimir uno de estos polos, aunque puede hacer hincapié en uno o en otro.

El denominado polo objetivo se apoya, en un sentido general y más allá de los matices, en la categoría de imitación (mimesis). Como tal fue conceptualizada por Aristóteles y así llega hasta la actualidad: el fin del arte es la copia de todo aquello que nos rodea, mejor arte será el que desenvuelva una capacidad más fina y acabada de la imitación.

De acuerdo con Cassirer, “la teoría general de la imitación pareció mantenerse firme y resistir todos los ataques hasta la primera mitad del siglo XVIII”. Vale la pena subrayar la cercanía de las fechas propuestas por Cassirer y aquellas citadas de Foucault en cuanto a la inversión de la categoría de “autor” en lo que respecta a las series científica y estética. La figura donde puede verse el quiebre es el pensador francés Jean-Jacques Rousseau, para quien “el arte no es una descripción o reproducción del mundo empírico sino una superabundancia de emociones y pasiones”.

De inmediato suma al de Rousseau los apellidos de Herder y el Goethe de 1773, “el de su juvenil período de Sturm und Drang”; un poco después otros nombres y obras se agregarán a este listado: Benedetto Croce, Wordsworth, Fichte, Schelling, Nietzsche y  las concepciones románticas en general.

Cassirer condensa en una serie de citas la perspectiva subjetiva que enhebra a un conjunto de pensadores a veces muy alejados en el tiempo y la geografía. Los ejemplos centrales que Cassirer acerca giran en torno a las teorías románticas; la explicación estaría dada por la necesidad histórica de enfrentar las teorías intelectualistas y racionalistas del arte de las cuales el neoclasicismo europeo ofrece su mejor ilustración. Frente a quienes pretendieron convertir a “la obra de arte en un problema aritmético, que tiene que ser resuelto por una especie de regla de tres”, la reacción romántica no puede caracterizarse sino como un impulso justo y benéfico, razona Cassirer; sin embargo, la reacción rápidamente fue capturada por un error similar que la llevó pasarse al otro extremo.

Para ilustrar su punto de vista, Cassirer hace referencia a los escritos del romántico alemán Friedrich Schlegel:

El comienzo de toda poesía consiste en abolir la ley y el método de la razón, que procede racionalmente, y en sumergirnos, una vez más, en la arrebatadora confusión de la fantasía, en el caos original de la naturaleza humana.

Tratando de apuntalar esa misma aseveración, cita también a continuación al filósofo “vitalista” Henri Bergson:

El sentimiento de lo bello no es un sentimiento específico… todo sentimiento experimentado por nosotros asumirá un carácter estético siempre que haya sido sugerido y no causado… Así pues, tenemos distintas fases en el progreso de un sentimiento estético como en el estado de hipnotismo…

Sin embargo, la idea central que Cassirer abona y sobre la que insiste es la imposibilidad de un pensamiento puro y ortodoxamente subjetivista, puesto que siempre se muestran como partícipes del fenómeno artístico otros componentes (el mundo, el material con el que se trabaja…) que tensan la experiencia estética en el sentido contrario y obligan a pensar en términos de síntesis. Porque “el arte es expresivo, mas no puede ser expresivo sin ser formativo, y este proceso formativo se lleva a cabo en un determinado medio físico”, argumenta Cassirer. De igual modo, el arte es la expresión de una cierta racionalidad, pero este principio de razón se muestra de una forma específica: se trata de una racionalidad de la forma.

A manera de resumen y conclusión, habría que señalar que el subjetivismo, y el conjunto de ideas que esta denominación arrastra consigo, del mismo modo que el objetivismo aplicado al arte, sólo acercan al pensamiento verdades parciales, modos mutilados de la comprensión del fenómeno estético. Por esta razón, Cassirer ofrece su teoría del símbolo a la manera de una síntesis que permitiría reunir de modo superador los aciertos e iluminaciones de cada uno de esos dos polos en la amalgama de la forma.

En uno de los textos que podrán leerse a continuación, el perteneciente a Oscar Wilde, puede encontrarse una definición del arte como “la natural expresión de la interioridad de un ser excepcional”, que se ajusta de manera plena a la ideología estética descrita como constitutiva de la esfera del arte moderno. Sin embargo, habría que agregar como conclusión y cierre, que el “sujeto artista” no sólo es “excepcional” por sus características de genio que lo apartan del común de los mortales, por la intuición de la forma cuya sutil apreciación le pertenece por naturaleza, sino también porque hace a su excepcionalidad la de ser el encargado de sintetizar la cultura de un pueblo.

Durante el Romanticismo, los grandes pensadores y artistas alemanes y franceses no sólo cantaron loas al genio y la trascendental espiritualidad. Además, también rastrearon en los orígenes mismos de la historia humana los modos en que la sabiduría y los sentimientos de las naciones, las regiones y los pueblos encontraron la vía para su plasmación simbólica en la voz de los cantores y las palabras de los poetas, en los colores y las líneas que traman los pintores y en los sonidos armónicos que hilvanan los músicos.

Así, el “tema de la expresión” excede los límites del sujeto para dar cuenta de la subjetividad en un plano y una proporción mayor para que la ideología se vuelva “idiosincracia”, modo de ser comunitario del cual el artista se convierte en testigo, depositario y revelador (tal el modo en que se descubre su ser creador), fusión simbólica de tiempo y espacio, mitología.