miércoles, 22 de abril de 2020

Apostillas a la sexta clase teórica


La selección de ejemplos que siguen tiene como objetivo ilustrar de una manera introductoria y general las maneras en que en análisis literario se ha nutrido de los postulados básicos de la corriente posestructuralista y de la teoría de la deconstrucción, aun cuando los propios investigadores se preocuparon por alertar una y otra vez sobre el “peligro” de traslaciones y “aplicaciones”de este tipo.

En el primer caso se trata de una interpretación publicada por Jacques Derrida, en los restantes se reproducen fragmentos de una serie de especialistas argentinos, no solo del campo de los estudios literarios, para que se pueda estimar el impacto más o menos directo que estas ideas han tenido sobre la práctica crítica.

1.

En el volumen La filosofía como institución (Barcelona, Granica, 1984, pp. 95-114) se encuentra el artículo titulado “Kafka: Ante la Ley” que Jacques Derrida dedicó a reflexionar sobre todo lo “escondido” en ese breve relato de Franz Kafka que forma parte de su célebre novela El proceso. A continuación se transcribe primero la historia de Kafka y seguida se ofrece una síntesis de las observaciones que sobre el mismo realiza Derrida. En ellas queda claro por qué, pese a cimentar una concepción filosófica vasta, que puede reclamar para sí diversos objetos de reflexión, la literatura ocupa un especial lugar de tratamiento para de la teoría deconstruccionista.

Franz Kafka, “Ante la ley”

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta al guardián y le pide que lo deje entrar. Pero el guardián contesta que de momento no puede dejarlo pasar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde se lo permitirá.

-Es posible- contesta el guardián -, pero ahora no.

La puerta de la ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el campesino se inclina para atisbar el interior. El guardián lo ve, se ríe y le dice:

-Si tantas ganas tienes- intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón hay otros tantos guardianes, cada uno más poderoso que el anterior. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo soportar su vista.

El campesino no había imaginado tales dificultades; pero el imponente aspecto del guardián, con su pelliza, su nariz grande y aguileña, su larga barba de tártaro, rala y negra, lo convencen de que es mejor que espere. El guardián le da un banquito y le permite sentarse a un lado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta entrar un sinfín de veces y suplica sin cesar al guardián. Con frecuencia, el guardián mantiene con él breves conversaciones, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final siempre le dice que no, que todavía no puede dejarlo entrar. El campesino, que ha llevado consigo muchas cosas para el viaje, lo ofrece todo, aun lo más valioso, para sobornar al guardián. Éste acepta los obsequios, pero le dice:

-Lo acepto para que no pienses que has omitido algún esfuerzo.

Durante largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años abiertamente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo entre murmullos. Se vuelve como un niño, y como en su larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, ruega a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que brota inextinguible de la puerta de la ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte endurece su cuerpo. El guardián tiene que agacharse mucho para hablar con él, porque la diferencia de estatura entre ambos ha aumentado con el tiempo.

-¿Qué quieres ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.

-Todos se esfuerzan por llegar a la ley- dice el hombre-; ¿cómo se explica, pues, que durante tantos años sólo yo intentara entrar?

El guardián comprende que el hombre va a morir y, para asegurarse de que oye sus palabras, le dice al oído con voz atronadora:

-Nadie podía intentarlo, porque esta puerta estaba reservada solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

Derrida sobre Kafka

El análisis que Jacques Derrida realiza de “Ante la Ley” es un buen ejemplo de su trabajo deconstructivo aplicado a un particular texto literario.

La interpretación parte de considerar el “sistema de convenciones” que rodea e integra al relato. Se trata de un conjunto de axiomas o postulados implícitos que determinan:

1-un marco o límites que “nos parecen garantizados por un cierto número de criterios establecidos. (…) por leyes y convenciones positivas”;
2-la adjudicación del texto a un cierto autor, y
3-La pertenencia del texto a la esfera de la literatura.

En relación con el punto tercero Derrida establece una doble pregunta: “¿’Quién decide, y bajo qué determinaciones, la pertenencia de este relato a la literatura?” El autor observa al respecto: “…el contexto en el cual leí ‘Ante la Ley’. Se trata de un espacio en el que es difícil decir si el relato de Kafka plantea una potente elipse filosófica, o si la razón pura práctica guarda en sí misma algo de la fantasía o de la ficción narrativa”.

A continuación cita a Sigmund Freud: “En 1897 Freud expresaba su ‘convicción de que no existe en el inconsciente indicio alguno de realidad, de tal forma de que es imposible distinguir la verdad de la ficción cargada de afecto’. Si la ley es fantástica, si por entrelazamiento original y su advenir se empareja con la fábula…”. Aunque un poco después añade: “Más por lejos que pudiésemos ir en este sentido no explicaríamos la parábola de un relato definido como ‘literario’ con la ayuda de contenidos semánticos de origen filosófico o psicoanalítico” He allí, pues, la característica esencial del análisis deconstructivo y sus declarados límites, impuestos también por un “contexto” más general que son las formas del pensamiento con los que fatalmente se debe operar más allá de cualquier reparo.

A partir de allí Derrida convoca la idea freudiana de represión y, con ella, desarrolla su estudio cruzando las perspectivas que se nutren del psicoanálisis, el Derecho, la ciencia, la filosofía y el saber específicamente literario. No debería extrañar el múltiple cruce puesto que el término “ley” a todos esos discursos involucra y cita de manera directa, pocos términos hay en ese sentido tan emblemáticos.

Por ejemplo, a partir de la mirada de Freud liga simbólicamente la represión a la figuración de lo elevado, del guardia erecto, de la puerta erecta, que determinan la actitud (y el intercambio) de sumisión del campesino. Insiste, por otra parte, en que la narración testimonio de manera elíptica el carácter de la ley como “intolerante respecto de su propia historia, interviene como un orden absoluto y desligado de toda procedencia; dicha “naturalización” determina en última instancia el carácter esencialmente inaccesible de la ley.

En tanto fábula literaria “Ante la Ley” vuelve sobre sí. “El texto sería la puerta. (…) nada concluye El relato ‘Ante la Ley’ no contaría o no describiría otra cosa que a sí mismo en cuanto texto.

Es, precisamente, la apertura y el ofrecimiento del concepto mismo de texto: “Estamos ante un texto que, no diciendo nada claro, no presentando ningún contenido identificable más allá del texto, sino una diferencia interminable hasta la muerte, permanece no obstante rigurosamente intangible. Intangible: entiendo por esto, inaccesible al contacto, no susceptible de ser tomado y finalmente no previsible, incomprensible”.

Derrida extiende la comparación indicando que todo aquel que enfrente a la identidad original del texto deberá obligatoriamente comparecer ante la ley (que dice que eso es un texto, que dice que es literatura y posibilita, por tanto, el desarrollo de un cierto protocolo de lectura y de comprensión): “esto puede ocurrirle a todo lector en presencia del texto, al crítico, al editor, al traductor, a los herederos, a los profesores. Todos son, por lo tanto, ante la ley, guardianes y campesinos”.

De acuerdo a la explicación analítica aquello que obliga a ir difiriendo de una obra en otra no es el contenido ni la forma, sino los “movimientos de encuadre y referencialidad”. Son ellos los necesarios para hacer que una obra “aparezca”.

Derrida se remonta por este camino hasta fines del siglo XVIII y comienzos del XIX donde surge históricamente este “derecho” que permite establecer un cierto concepto de literatura que, sin embargo, nunca fue (porque no podía serlo en definitiva) de una exposición clara de las proposiciones conceptuales que lo constituyen; su origen, en consecuencia, ha sido siempre y siempre será oscuro. Quizás porque la literatura -sostiene Derrida- oscurece a la literatura, de algún modo la literatura debe no ser literatura. En condiciones históricas que no son únicamente lingüísticas, la literatura ha nacido para ocupar una suerte de comprensión suspendida.

Concluye el autor de De la gramatología: “En estas condiciones la literatura puede hacer de ley, reponerla al rodearla o soslayarla. Estas condiciones, que son también las condiciones convencionales de toda operatividad, no son, sin duda, puramente lingüísticas, a pesar de que toda convención puede, a su vez, dar lugar a una definición o a un contrato de orden lingüístico”.

2.

La filósofa argentina Esther Díaz ha dedicado buena parte de sus libros y su práctica docente a dar cuenta de los diversos autores de la escuela francesa que integran lo que aquí globalmente denominamos posestructuralismo. Ha escrito especialmente sobre la obra de Michel Foucault, pero también las figuras de Gilles Deleuze y, en menor medida, Jacques Derrida, asoman habitualmente en sus ensayos. Lo que sigue a continuación es un extracto del apartado primero, llamado “El sentido múltiple de la verdad”, que pertenece al capítulo inicial de su libro Entre la tecnociencia y el deseo (Buenos Aires, Biblos, 2007), donde puede verse la particular manera en que Díaz toma un relato y la intencionalidad expositiva con que lo hace.

1. El sentido múltiple de la verdad 

Japón, siglo XII, senderos en el bosque. Un samurai camina lentamente delante de un caballo blanco al que conduce por las riendas. Canto de pájaros. Rayos de sol que atraviesan el follaje y bailan en la maleza. Los medallones de luz tornan traslúcido el velo de una mujer posada en la montura. La tela se desliza hasta los pequeños pies, que delatan la nobleza de su dueña. La montura y el armamento brillan. Una especie de paz emana de la armonía de las cosas. Pero el delicado equilibrio se quiebra. La narración interrumpe su secuencia. Hay algo que la cámara no captó y al encenderse nuevamente nos devela el caos. El hombre muerto, la mujer violada, las armas no están, el sombrero de él en el suelo, el de ella cuelga desgarrado de un arbusto solitario.

Comienza Rashomon, de Akira Kurosawa.

El jurado a cargo del caso -que no se deja ver- escucha diferentes versiones del acontecimiento: 

• Un humilde leñador dice haber encontrado al samurai sin vida. Agrega que no vio a la mujer, tampoco al caballo, ni las armas.
• La viuda declara no saber cómo murió su marido y acusa a un desconocido de haberla ultrajado.
• Un mal viviente atrapado en el bosque asume haber violado, pero no matado.
• Finalmente el muerto, cuyo espíritu se expresa a través de una médium, acusa a su esposa y al delincuente.  

Todos difieren y todos, hasta el fantasma, despiertan sospechas. Sólo coincide cierto estado de las cosas: la desaparición del caballo y las armas, la mujer violada y el samurai muerto.

Sin embargo la verdad de lo acontecido se pierde en el misterio. Hay múltiples testimonios creíbles pero contradictorios entre sí. Esperamos ansiosos que finalmente se devele la incógnita. Pero el film termina y las incertidumbres se acrecientan.

En la película el jurado no aparece. Sin embargo, su ausencia intensifica su presencia. Mejor dicho, nos imaginamos que está presente porque los personajes que declaran miran al frente mientras tratan de demostrarles a los jueces la veracidad de sus relatos. En realidad los actores observan el ojo de la cámara y, al proyectarse la película, parece que esos personajes miraran a los espectadores. En cierto modo, el jurado de Rashomon ocupa nuestro lugar. Es como si saliera de la proyección, en la que nunca se refleja, y se instalara en la butaca.

Esos representantes de la justicia habitan un punto ciego y mudo en esta obra. El público no los ve ni los oye. Los jueces son opacos para nosotros, pero no para los personajes de ficción que los miran con énfasis y respeto. Una luz atraviesa la pantalla, emerge de las pupilas de los actores y choca con las nuestras. Esa flecha de intensidad nos incluye en la trama. Los testigos se dirigen al jurado que es al mismo tiempo el espectador. Se siente la impotencia de ocupar el lugar del juez y no poder juzgar. Mejor dicho, no poder contar con elementos que aseguren objetividad.

Kurosawa brinda una estremecedora lección acerca de la verdad. Ese discurso que construimos a partir del estado de las cosas, pero que no encuentra manera de corresponderse con ellas de modo ecuánime. De cada relato fluye un sentido diferente: se alternan diversas perspectivas, que semejan destellos de un diamante tallado que emite diferentes colores según los haces que lo iluminan.

La no correspondencia entre las versiones de los personajes diluye la posibilidad de dirimir una verdad clara y distinta. La multiplicidad de jueces es otro impedimento para forjar un juicio unánime. Pues, además de los que suponemos en la obra, existen tantos jueces como espectadores. La ilusión de verdad absoluta se pulveriza. En su lugar, titilan fragmentos de sentido. Los testimonios, por contradictorios, desconciertan. En lugar de una verdad única, hay fuga de sentido.

El sentido se produce en una dimensión incorporal (entiendo “incorporal” en sentido deleuzeano; el concepto está tomado de los estoicos quienes repararon que el sentido no reside en las cosas, tampoco en las palabras; se produce como efecto de choque entre cuerpos). La proverbial indiferencia de los acontecimientos provoca juicios disímiles. Provoca sentido que surge de choques de fuerzas y se desliza por la superficie de las palabras. El sentido no se encierra en proposiciones: deviene a través de ellas.  

3.

Josefina Ludmer, especialista argentina en teoría literaria y culturas latinoamericanas, ha estudiado las estructuras básicas que sostienen las narrativas, lo cual la ha llevado a descubrir los hilos conductores de algunas de las obras fundamentales de la literatura latinoamericana, por ejemplo la genealogía de la novela Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez o las claves de construcción de los relatos de Juan Carlos Onetti.
Ludmer no se conforma con una lectura inmanente del texto tal como lo proponen los análisis estructuralistas; ella misma ha escrito “sobre la necesidad de trascender a una lectura unitaria y unificante, y de construir otro concepto de contexto”. Esta búsqueda, de alguna manera está en relación con los estudios posestructuralistas en general y más en particular con las propuestas de figuras como Gilles Deleuze y Jacques Derrida.

Su análisis de la obra de Felisberto Hernández, según se desarrolla en “La tragedia cómica” (Escritura, VII, 13-14, Caracas, enero-diciembre de 1982), constituye una buena muestra de la anterior afirmación.

Ludmer destaca en la obra del uruguayo la singularidad y rareza de sus narradores-protagonistas. Éstos se desvían de su “propia” función social (“doméstica en las mujeres, comercial en los hombres: los lugares de la pequeña burguesía son pensados como naturales”) y parecen desdoblarse y transformarse en su complemento antagonista, o en su metáfora. Lo cual, en líneas generales, determina que los objetos se personifiquen o las personas se cosifiquen. Es el caso del protagonista de “Nadie encendía las lámparas” que lee un cuento ante un auditorio pequeñoburgués: “A mí me costaba sacar las palabras del cuerpo como de un instrumento de fuelles rotos”. Hay un descentramiento, una extrañeza y una “objetivación” del propio sujeto narrativo.

Ludmer agrega:

Dos posiciones básicas y correlativas generan ficción en Felisberto Hernández: la primera deriva de la pobreza del artista y su imposibilidad de comprar objetos deseados; la segunda, de la pobreza del mercado del arte: dificultad para venderlo.

Sin embargo esta dificultad se soluciona “con el mecenazgo o la privatización de lecturas o espectáculos” (lo cual es una primera marca del éxito buscado).

Ludmer menciona también los dos órdenes que se registran en los relatos de Felisberto. Por un lado, el orden de lo cotidiano y práctico representado por los lugares comunes, el lenguaje, la estética popular para construir la caricatura. El otro orden es la analogía del sueño, que remite -entre otras cosas- a asociaciones por semejanza y contigüidad.

Los dos órdenes están representados en el cuento mencionado cuando se da una vuelta de tuerca, un desplazamiento, a la fábula de la gallina y el zorro (la gallina es la sobrina y el zorro es el protagonista, que habrá de quedarse con ella).

Por todas estas condiciones, Ludmer toma a “Nadie encendía las lámparas” como “una síntesis y un manifiesto” de la forma de narrar de Felisberto Hernández. En tal sentido destaca en esta narración:

 El cuento leído. El sentido de la oralidad es fundamental en Felisberto: su registro escrito, uniforme y sin matices, requiere no sólo ese modo familiar de contar un cuento, sino también la modulación de la voz para otorgar valores tonales, cómicos e irónicos;
en la intimidad de la sala pequeñoburguesa: un cuento de cámara “alto”, fuera de la circulación indiscriminada. El público se ve, no es anónimo;
con ruptura brusca de todo pathos en la historia de la suicida que huye cuando un hombre la aborda: tragedia cómica;
debe únicamente desencadenar la risa. El texto leído excluye todo sentimiento, elocuencia y, sobre todo, todo didactismo, “razón” y sentido. Ante la pregunta sobre los motivos del suicidio el autor no sabe, “sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño”;
a la lectura siguen conversaciones triviales y caricaturas de personajes según el modo en que se peinan y, finalmente:
la segunda marca del éxito: la sobrina que se transforma en “gallina” frente al “zorro” que es el escritor.
4.

Dos fragmentos de La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig:

III. Toto, 1939

Son tres muñequitos, con la dama antigua, peinada de alto con peluca grande, y la pollera inflada más cara de seda, los tres muñequitos tienen medias blancas largas hasta el bombachón de seda hasta la rodilla, las muñecas con traje de seda y los muñecos con traje de seda también, mami, y la pechera blanca los hombres igual que la tuya, con la puntillita, y la peluca blanca, son de porcelana y están parados en una repisa, de la madre del chico de enfrente, que son duros, no se comen, con el mismo traje que los muñecos con caras de tontos, son buenos, miran todos a una sentada en la hamaca, dibujados en la tapa de tu caja para carreteles, guardada al lado del mantel y las servilletas, la caja que antes traía bombones. Con el mismo traje, iban disfrazados, en el Beneficio de la Escuela 3 el número de los chicos más grandes bailaron vestidos como los muñecos, la gavota, el número más lindo de la Escuela 3 ¡mami! ¿por qué no viniste? con papi, porque mami de turno en la farmacia se perdió todos los números que hicieron los chicos de la Escuela 3. Era un muñequito, y una muñequita, y un arbolito y una casita, todos que terminan en una punta de escarbadiente para pincharlos en la torta de nuez? (...)

Papi: ¡ganas de hacer pis! “podés irte solo”, ¡no alcanzo a la luz! pero mami, en el cine en el intervalo se prenden todas las luces y con vos “vamos a aprovechar a hacer pis ahora” al baño de las mujeres porque al de los varones las mujeres no entran, pero si mamá no tuviera ganas de hacer pis en el patio del cine hacen pis los nenes y las nenas. Una nena grande. Con el vestido de tul almidonado duro que pincha, pincha con el vestido, la Bruja de Blancanieves pincha con la nariz de pico, está sentada en la mesa de al lado ¡papi, no, no le digas nada! “querida ¿podés acompañar a mi nene al baño?” una nena grande con cara de mala, papá, ella no puede llevarme al baño de varones “lleválo al baño de mujeres, no importa” ¡no, vení vos! “¿a qué baño te lleva mamá en el cine?”.

El escritor y crítico Alan Pauls publicó en 1986 (Buenos Aires, Hachette, Biblioteca Crítica) un libro breve pero interesante sobre La traición de Rita Hayworth (1968), la primera novela del escritor argentino Manuel Puig. Aquí, vamos a comentar dos o tres aspectos claves que Pauls, empapado de las teorías posestructuralistas, en particular provenientes del libro Mil mesetas, de Gilles Deleuze y Félix Guattari, analiza en la obra de Puig.

Lo primero que señala Pauls y todos aquellos que leen La traición de Rita Hayworth, es la ausencia de un narrador. La novela, entonces, está constituida sobre la pura enunciación de sus personajes. De esta manera, se deconstruye una de las instancias más criticadas por Derrida: la noción de un origen o autoridad que otorgue un significado absoluto y que cierre el proceso de significación, en este caso la figura del narrador.

La traición es un ajuste de cuentas con la narración, y con esa función que preside toda descripción narratológica: la función narrador. Inaugurando una de las consignas fundamentales del programa literario de Puig, la pulverización de la instancia narrativa, La traición decreta la acefalía del lugar clásico de la enunciación: no hay sujeto de la narración, y esta vacancia es uno de los principios de disolución de la “historia”. En La traición sólo hay voces: de sus 16 capítulos, once se presentan como la reproducción del discurso directo de los personajes (del I al XI), y los restantes son transcripciones de textos escritos. (...)

De ahí que en La traición, la trama (en el sentido narrativo de la palabra) sea en realidad una trama en su sentido textil: un tejido de voces, montaje de discursos sin cuerpo, estructura coral que se despliega más allá de la mirada única del narrador y la subvierte con su polifonía. No hay un “yo” que cohesione esas voces, ningún principio de homogeneidad que las abrace.

Muerto el narrador, ya no existe una función que organice el texto (sólo aparece una indicación que encabeza cada “capítulo”, en la que se indica quién habla y el lugar y fecha -“En casa de Berto, Vallejos 1933” o “Toto, 1942”-), que otorgue un sentido, una dirección posible de lectura. Muerto el narrador, es el lector, que asume la mayoría de edad, quien tiene que hacerse cargo de los posibles sentidos del relato. Así, el efecto que produce la lectura de La traición es similar al que siente el espectador de Rashomon.

La traición introduce siempre otros discursos. La relación nombre-discurso nunca es directa, tampoco natural. En cada una de las voces del texto, nada singular, ninguna originalidad. (...) Cada voz es en sí misma un mosaico de rumores, una conflagración de ecos. La voz, en La traición, no plantea circuitos simples de emisión: siempre establece mediaciones, siempre pantallas, siempre citas. Cada voz retoma, refiere, deforma o reproduce las voces de los otros,

subraya Pauls.

Esta segunda característica se complementa con la anterior: en la novela no hay una autoridad, sólo voces; o mejor dicho, enunciados, que son, por definición, sociales.

La segunda deconstrucción que Pauls advierte en el texto de Puig es la del paradigma sexual: La traición implica una ruptura con la lógica maniquea que capta el mundo en dos polos separados, bien diferenciados, y aun antagónicos: masculino/femenino, alto/bajo, adentro/afuera, blanco/negro, etc. Pauls dice que Puig, en su literatura, pone entre dicho ciertas oposiciones binarias (cultura alta/cultura baja, kitsch/camp), las denuncia y subvierte.

Para que el sexo tenga sentido es preciso establecer, primero, un paradigma, una oposición binaria, un par. El discurso infantil de Toto es una máquina prodigiosa de producciones de pares (...) Así, el enigma del sexo es equivalente al enigma del sentido. No hay sentido sin paradigma; no es casual, pues, que la cuestión del sentido (y) del sexo se plantee para Toto en forma de alternativas binarias. Muñecos/muñecas, muñequito/muñequita, chico/chica, y toda la cadena de pares que metaforizan esta oposición genérica y sexual básica (arbolito/casita, aceituna verde/aceituna negra, etc.). Como se ve, sexualidad y sentido van unidos por efecto de una estructura lingüística: el paradigma gramatical de género. La oposición de las desinencias a/o, paradigma morfológico que designa los dos géneros, es literalizado en La traición; o mejor: Puig sexualiza el paradigma gramatical, de modo que toda decisión de sentido es al mismo tiempo, e inevitablemente, una decisión sobre la sexualidad.

Sin embargo, esta manía de los pares y las oposiciones tiene un punto de fuga; siempre hay, en esta clasificación binaria del mundo, un momento tercero, una instancia que escapa al paradigma y lo desactiva, anulando la diferencia que lo funda. En La traición nunca hay dos sin tres. Muñecas y muñecos visten el mismo traje de seda, y para todo chico o chica hay una careta rosa detrás de la cual ocultar la identidad sexual. La traición trabaja neutralizando los paradigmas, poniendo en evidencia la fragilidad de las diferencias. Siempre se puede hacer que la diferencia vacile, hacer temblar las discriminaciones, pervertir los repartos. El arte de Puig es precisamente un arte del tercer término, lo que no significa un arte de la síntesis. Si se desactiva un paradigma, denunciando lo que de político hay en su gramaticalidad, no es para refugiarse en una hibridez apacible, ni para reivindicar los beneficios de la complementariedad. El primer gesto del trabajo de Puig consiste en sexualizar cada término del paradigma, des-inocentizarlo, arrancarlo de la asepsia de la gramática de la lengua para inscribirlo en un uso que remite siempre a una política. La diferencia chico/chica nunca es sólo gramatical, o en todo caso La traición siempre empieza por delatar el orden político que sostiene el orden gramatical. La traición es una crítica de los usos; postula que todo uso de las categorías de la lengua es un uso a la vez sexual y político, y que la diferencia gramatical (la oposición masculino/femenino) es el soporte de una diferencia que se instaura en el campo de la sexualidad social.

Un momento de la novela que ejemplifica lo dicho hasta aquí, es aquel en que Berto debe llevar a su pequeño hijo, Toto, al baño (están en un lugar público) y no sabe a cuál de los dos: si al de mujeres o al de hombres. Lo irónico de la situación es que Berto reniega de los gustos de su hijo por considerarlos “inadecuados” para un varón y constantemente exige de éste un comportamiento “masculino”.

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