miércoles, 18 de marzo de 2020

Apostillas a la primera clase teórica


¿Para qué sirve la teoría literaria? Es difícil dar una respuesta única, en general y en abstracto, fuera de contextos específicos. De modo que pensamos su importancia aquí, ahora, en relación a la sistematización de los estudios literarios que supone la institución universitaria. Entonces se podría considerar que de lo que trata es de distinguir, clasificar y revisar (hasta cierto punto: destruir) un cierto sentido común que histórica y culturalmente -aunque con las banderas de la naturaleza y la tradición- se ha apoderado del arte y la literatura.

Es decir, que el lector ingenuo deje de ser ingenuo. Consecuentemente, de lo que se trata es de hacer a un lado los mitos que pesan sobre la creación estética desde hace siglos, razón por la cual han echado raíces tan profundas. Existe un vocabulario legendario que liga a la experiencia artística con la inspiración, el éxtasis, la invocación trascendentalista, el alma, el espíritu,  entidades todas ellas que andan por allí rondando el corazón de quien escribe como el del lector mesmerizado por el embrujo de las palabras. O sea, una ideología más o menos clara en algunas de sus determinaciones es, más difícil de precisar en relación a otras.

Justo es decir que si tal imaginario no existiera, si  algún lugar de nuestras cabezas no habitara la idea de que la literatura tiene algunas virtudes mágicas y misteriosas, a lo mejor no estaríamos aquí, ni leeríamos poesías y ficciones. Quién sabe.

Detengámonos en una definición única, que se desprende de lo anteriormente dicho: la teoría literaria es una reflexión fuerte sobre las categorías que -de manera necesaria aunque no evidente- sostienen el fenómeno literario, tanto en lo que hace a la creación, como a su distribución y  apropiación lectora. Maneras que, ni bien se rasca un poco la superficie, posibilitan la emergencia y el reconocimiento de nociones como, por ejemplo, género literario o criterios de clasificación y selección. El francés Jacques Derrida ha señalado la paradoja de que son leyes que se obedecen aunque en realidad no están explicitadas en ningún lado. Constituyen una suerte de protocolo fantasma.

En la filosofía, una categoría es una de las nociones más abstractas y generales a través de las cuales los entes son reconocidos, diferenciados y ordenados como parte de un conjunto. Mediante las categorías se precipita una taxonomía jerárquica de  las cosas del mundo. Fenómenos muy parecidos y con características comunes constituirán una categoría única, y a su vez categorías afines en su aspecto integrarán una categoría superior… Lo importante es advertir que no están allí afuera, en el mundo, no se alimentan de los datos que brindan los sentidos, sino adentro de las cabezas, ordenan y ayudan al trabajo de nuestros cerebros, donde no se han depositado a partir de un determinado talento o virtud individual, sino que son la compleja sedimentación del trabajo histórico de un conjunto de patrones o esquemas culturales.

Por eso el filósofo idealista alemán Immanuel Kant calificaba a las categorías como propias del sujeto trascendental, y consideraba que se trataba de formas a priori, es decir independientes y previas al “llenado” que precipitaba la actividad sensorial.

En el sentido contrario al análisis, las categorías siguen la dirección lógica de la síntesis; lo uno que posibilita, en definitiva, entender lo múltiple.

Los empiristas escoceses, entre los siglos diecisiete y dieciocho, David Hume en primer lugar, señalaban sobre la noción de causalidad que se trataba de un “agregado”, un “suplemento” sumado por la inercia de la costumbre antes que por la fuerza de la lógica a la información que brinda la experiencia. Su conclusión era que el conocimiento de los hombres debía ser menos pretencioso, más modesto de lo que pretendía la avasallante ciencia y pensar en regularidades antes que en duras, universales y necesarias leyes científicas. Al revés, Kant afirmaba en su Crítica de la razón pura que el tiempo y el espacio eran categorías, formas de la intuición, sin las cuales pensar es imposible. El pensamiento, en consecuencia, debe ser considerado como el resultado del devenir de la especie, y por ello es trascendental. Algo similar a aquello que el otro gran pensador idealista de Alemania, Georg Hegel, llamaba Espíritu.

Pues bien, la teoría literaria porfía en la inspección de esas categorías que le son propias. Sin duda mucho más inestables y cambiantes que aquellas a las que se referían los filósofos. A punto tal que una vez que se manifiestan los artistas bien puede dedicarse a transgredirlas. Una de las “transgresiones” más interesantes al respecto es la indistinción entre la literatura de ficción y la escritura de la crítica; ese filo que trabajó (y teorizó) con talento el francés Roland Barthes y donde se pueden colocar también Los diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia, ayer nomás publicados.

¿Se puede pensar que cuando se analiza un relato, o cuando simplemente alguien lo lee, esa acción se lleva adelante sin guía alguna, siguiendo la imposición sin más de los caracteres que como una hilera de insectos desfila frente a los ojos y despierta sentidos y sensaciones en cerebros vírgenes? Pensar de tal modo sería una celebración (tardía) del empirismo radical. La epistemología, la filosofía de la ciencia, el cognitivismo más bien han enseñado que es imposible dicha consideración: no hay cabezas libres de información anterior a la experiencia de la lectura. De manera consciente o inconsciente ese conocimiento previo, esos esquemas, esos valores más o menos difusos impulsan y “completan” el sentido.

La advertencia de tal realidad y la problemática que de ella se desprende es tarea principalísima de la teoría literaria.



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