En
“El simulacro. Notas para una diacronía”, introducción que escribió para un
libro de Roland Barthes (¿Por dónde
empezar?, Barcelona, Tusquets, “Cuadernos ínfimos” n. 55, 1974, pp. 15-25),
Marc Buffat reflexiona en una nota al pie sobre la cuestión que nos parece
central en relación a los límites de la teoría literaria, en el sentido de cuál
es su objeto su estudio, o más directamente: ¿de qué habla? Porque allí el
crítico francés refresca la tensión existente entre dos polos.
Por un lado, la
búsqueda de la literaridad, esa
naturaleza particular que permitiría definir un campo de análisis en el sentido
epistemológico tradicional y sus correspondientes extensiones nomológica y
metodológica. Buffat sostiene que tal búsqueda -nótese la fecha de su artículo-
ya ha tropezado con tantos obstáculos que se la puede considerar ya sepultada o
en la limbo en el que sobreviven las buenas intenciones utópicas.
En
el sentido contrario, se pregunta si en realidad la modernidad no pasa por la
disolución de la noción de literatura.
Entre esos límites, pues, parece
extenderse toda discusión acerca de la especificidad (o no) que la teoría y la
crítica literaria reclaman para sí. De alguna manera puede afirmarse que las
diversas corrientes y autores definen sus herramientas conceptuales y su
práctica analítica tratando de resolver de diverso modo la discusión que esta
problemática abre. Y hasta es posible observar la manera en que conceptos como
el de texto -al menos a partir de la apropiación que de esta noción han
realizado autores como el mentado Barthes y Julia Kristeva, por ejemplo- busca
conjurar el desafío colocándose adentro y afuera a la vez, en el punto de intersección entre una línea y
la otra.
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