lunes, 22 de junio de 2020

Décimoquinta y última clase teórica


Pierre Bourdieu: campo intelectual y proyecto creador

Pierre Félix Bourdieu nació en 1930 y murió en París en 2002. Los manuales lo presentan como uno de los principales representantes de la sociología contemporánea. El pensador francés se graduó en filosofía en 1954, pero a poco andar se inclinó por el oficio de sociólogo. De comienzos de los sesenta es su primera publicación de peso, se llamó  Los herederos. Los estudiantes y la cultura, cuya autoría compartió con Jean-Claude Passeron y le permitió adentrarse en un universo sobre el que volvería a menudo: el sistema educativo y los mecanismos de la “reproducción”.

Entre los trabajos que dieron a conocer la teoría de Bourdieu en la Argentina se cuentan  “Campo intelectual y proyecto creador” (en Pouillon, Jean y otros, Poblemas del estructuralismo, México, Siglo XXI, “Teoría y Crítica”, 1967, pp. 135-182, traducción de Julieta Campos, Gustavo Esteva y Alberto de Ezcurdia) y “Elementos de una teoría sociológica de la percepción artística” (en Silberman, Alphons y otros, Sociología del arte, Buenos Aires, Nueva Visión, “Teoría de la investigación en Ciencias Sociales”, colección dirigida por José Sazbón, 1971, pp. 43-80, traducción de Violeta Guyot). Al primero de ellos están dedicados estos apuntes.

“Campo intelectual y proyecto creador” se abre con un epígrafe tomado de Marcel Proust que posibilita presentar desde el inicio, a través de una metáfora biológica, la vida de las ideas de los hombres en los términos de un natural, inevitable y constante proceso de lucha. La presentación de inmediato deviene en cuestión epistemológica: la necesidad de encontrar el objeto de estudio propio de la “sociología de la creación intelectual”. Para contestar apropiadamente, sostiene el autor, el foco no debe depositarse sobre el autor o sobre la obra, sino en

El sistema de relaciones sociales en las cuales se realiza la creación como acto de comunicación, o, con más precisión, por la posición del creador en la estructura del campo intelectual.

(ob. cit., página 135)

Vale la pena detenerse en el breve párrafo introductorio, puesto que dice mucho. En primer lugar habría que resaltar el término “relaciones”.

Precisamente, en uno de los reportajes a Bourdieu contenidos en Una invitación a la sociología reflexiva  (en Pierre Bourdieu y Loic Wacquant , Buenos Aires, Siglo XXI 2005, páginas 147 a la 173) el francés sostiene que:

Pensar en términos de campo es pensar relacionalmente. El modo de pensamiento relacional (antes que «estructuralista», más estrecho) es, como lo mostró Cassirer en Substance et Fonction, la marca distintiva de la ciencia moderna, y se podría mostrar que se la encuentra tras las empresas científicas tan diferentes, en apariencia, como las del formalista ruso Tynianov, la del psicólogo Kurt Lewin, la de Norbert Elías y las de los pioneros del estructuralismo en antropología, en lingüística e historia, de Sapir y Jakobson a Dumézil y Levi-Strauss. (Lewin invoca explícitamente a Cassirer, como yo, para superar el sustancialismo aristotélico que impregna espontáneamente el pensamiento del mundo social.)

Yo podría, deformando la famosa fórmula de Hegel, decir que lo real es relacional: lo que existe en el mundo social son relaciones -no interacciones o lazos intersubjetivos entre agentes sino relaciones objetivas que existen «independientemente de las conciencias y de las voluntades individuales», como decía Marx.

La referencia al filósofo neokantiano Ernst Cassirer orienta la búsqueda: hay una red, por lo general invisible, que sostiene los en sí. No hay esencias, sino relaciones. Si en la invocación Cassirer se mezcla con Claude Lévi-Strauss y con Karl Marx, pues es lícito deducir que Bourdieu está apelando al concepto en un sentido amplio, heurístico, como guía metodológica antes que con la pretensión de la precisión teórica.

El término puede llevar a malos entendidos. Se lee “relaciones” y se interpreta: “estructuralismo”. En la cita anterior hay otros vocablos para apurar el acercamiento: “estructura”, “sistema”. Si así fuera, pues la conclusión sería, sin  más, que la propuesta de Bourdieu es la de una sociología estructuralista, a imagen y semejanza de lo ocurrido con la antropología y la lingüística.

Siguiendo esta línea, si se repara en que Bourdieu indica que el actor que interviene en un cierto campo está definido por su “posición” en la “estructura”,  puede subrayarse la preeminencia del sistema de relaciones en la definición de las instancias subjetivas. Más que de “definición” habría que hablar de “determinación”, dirán los críticos de su pensamiento. 

Como se ha señalado en muchas oportunidades Bourdieu forjó el concepto de “campo” inspirándose en la física: campo eléctrico, campo magnético. Pero aun cuando pueda enfatizarse su naturaleza metafórica, si se trata, en el fondo, en un soporte que “fija” posicionamientos, ¿qué otra cosa puede ser “campo” que otro sinónimo del vocabulario básico del estructuralismo?

Bourdieu siempre renegó de tal versión, y como perro mojado que se quita el agua intentó deshacerse de ella. La noción de habitus le permite, aunque sea en parte, defenderse de las “acusaciones”. El habitus, como conjunto de disposiciones y “habilidades”, como decantación de capital simbólico, como “estructura estructurante”, habilita el juego creativo por parte de los agentes. De cualquier modo, y volviendo a la cita anterior, si se lee con atención se concluye que Bourdieu utiliza la palabra “relacional” en un sentido estratégico, es como si estuviera intentando  “defenderse” de la acusación de “estructuralista”, al que juzga “más estrecho”.

“Relacional” cuadra más con el epígrafe de Proust: microbios y glóbulos que se devoran entre sí para darle continuidad a la vida.

Bourdieu describe: un campo no es una sumatoria de agentes aislados, sino líneas de fuerza que, en un momento dado del tiempo, se estabilizan en una estructura precisa y confiere a cada uno de sus “habitantes” una capacidad de movimiento, es decir, “propiedades de posición”. Siguiendo la metáfora física, cada agente tiene su masa y, por lo tanto, una fuerza y capacidad de atracción proporcional, un peso funcional. El conjunto de las relaciones está implícito, late en la interioridad de agentes que creen (necesitan creer: esto es el arte) que se mueven libre y creativamente, cuando en realidad son el producto de esas relaciones son objetivas. Como el crítico del programa de televisión que invita a un escritor y los dos se ríen irónicamente confrontando el éxito de venta de su novela de reciente aparición con la bibliográfica despectiva que acaba de publicar una revista de la carrera de Letras; o el profesor que comenta a sus estudiantes las razones por las cuales se decidió a incorporar a un joven poeta a su programa de este año y concluye: “es claro que no fue porque vendiera más que Cincuenta sombras de Grey…”.

El campo intelectual está dotado de una “autonomía relativa”, dice Bourdieu, y precisamente por ello puede ser reclamado como objeto de estudio de la sociología, propiciar una “autonomización metodológica”. Es un producto de la Modernidad, esa autonomía es un producto histórico  que reconoce una complejo proceso que en Francia, el caso estudiado por Bourdieu, recién alcanza su madurez hacia fines del siglo diecinueve.

Durante muchos años, en la Edad Media, el Renacimiento, la época clásica, los fenómenos artísticos eran reconocidos como tales y juzgados en su valor por una “instancia de legitimación exterior”, como la Iglesia, el rey, la Corte, los nobles. El campo intelectual supone instancias específicas de selección y consagración. Se interioriza el combate por la legitimidad cultural (qué es literatura y qué no, qué es buena y qué es mala literatura) en el combate por la apropiación del capital cultural que el propio campo secreta.

Es obvio que el capital simbólico, cultural, no es inmediata y mecánicamente “traducible” en capital económico. Allí están las figuras de los bohemios, los músicos, pintores y poetas ojerosos y muertos de hambre y de frío mientras componen obras que poco andar causan conmoción y finalmente ocupan destacados lugares en los museos, salas de concierto y planes de estudios de conservatorios e institutos terciarios. Los estereotipos y las leyendas espectacularizan esa “evidencia”. Mick Jagger, Keith Richards y Brian Jones vivían en una oscura pensión y  se turnaban para salir porque tenían un solo pantalón para los tres, según chismeaban las revistas juveniles a los muchos fanáticos de los hoy ultramillonarios Rolling Stones.

El ritmo de obtención de la independencia no fue igual para las diversas artes en Europa. Bourdieu cita a L .L. Schücking para ilustrar de qué manera el teatro “rompió sus cadenas” mientras la literatura ni siquiera soñaba con ello.

La diferencia entre las diferentes artes se reproduce también en el interior de cada una de ellas. Así, los editores, por ejemplo, reinan en el campo de la literatura en el siglo dieciocho o los directos son los sujetos dominantes de la producción teatral un siglo antes. En ese plano también se expresa la lucha por la “independencia”.

Según Bourdieu

Todo lleva a pensar que la integración de un campo intelectual dotado de una autonomía relativa es la condición de aparición del intelectual autónomo, que no conoce ni quiere reconocer más restricciones que las exigencias constitutivas de su proyecto creador.

(“Campo intelectual…”, ob. cit., páginas 138 y 139)

La consolidación del campo intelectual significa que la producción artística comienza ser considerada como una rama productiva específica, como hay otras. Es el punto de transformación de la obra artística en mercancía, la irrupción del “mercado” y un cambio profundo entre el escritor y sus lectores, que ahora se vuelven miles y se difuminan en el anonimato que posibilita la compra del libro.

Bourdieu cita a Raymond Williams para polemizar con sus afirmaciones acerca de si la ideología del arte como “realidad superior”, trascendente y la idea de “genio”, cimentados en el período romántico y por los simbolistas, debe ser considerada una cosmovisión compensatoria frente a la amenaza del mundo industrial, el agigantamiento e la tecnología y la ciencia. Para Bourdieu esas concepciones parecen más destinadas a fogonear el carácter autónomo antes que como una ficción “reparadora”.

Los postulados de la corriente de “el arte por el arte” son el síntoma de que el campo intelectual ya está firme y constituido.

El alejamiento del público y el rechazo proclamado de las exigencias vulgares que fomentan el culto de la forma por sí misma, del arte por el arte –acentuación sin precedente del aspecto más específico y más irreductible del acto de creación y, por ello afirmación de la especificidad y de la irreductibilidad del creador- vienen acompañados de un estrechamiento y una intención de las relaciones entre los miembros de la comunidad artística.

(ob. cit, página 143)

Para el autor el analista nunca debe olvidar el carácter autónomo del campo intelectual. Ahora bien, tal consideración no implica que se olvide su carácter epocal, o sea que las observaciones que puedan elaborarse “sincrónicamente” -sobre un momento particular del campo- no pueden concebirse en ninguna circunstancia como “verdades esenciales, transhistóricas y transculturales”. Por ello en ocasiones se ha calificado la teoría bourdieuana como “estructuralismo genético”.

Cualquier presión o influencia que pueda suscitarse desde una esfera exterior es necesariamente “traducida” por la estructura del campo intelectual. Así ocurre, por ejemplo, con la clase social a la que pertenece el artista.

Según sostiene Bourdieu:

El intelectual está situado histórica y socialmente, en la medida en que forma parte de un campo intelectual, por referencia al cual su proyecto creador se define y se integra. (…)

Sus elecciones intelectuales o artísticas más conscientes están siempre orientadas por su cultura y su gusto, interiorizaciones de la cultura objetiva de una sociedad, de una época o de una clase.

(ob. cit., página 172)

El campo intelectual toma la forma, para los agentes que a él se integran, de un “inconsciente cultural”. Por eso, afirma el sociólogo, la obra es una elipse, en tanto y en cuanto deja implícito mucho más de lo que “dice” y asume. Traza una analogía con Ferdinand de Saussure para quien el “tesoro de la lengua” es la condición de posibilidad de todo acto lingüístico individual, libre (habla).

Así como el rayo de luz se desvía, es refractado cuando pasa de un medio a otro (según un ángulo que la Ley de Snell posibilita calcula), de igual modo el deseo subjetivo y el proyecto creador a él asociado debe entenderse en el contexto mayor del campo intelectual que lo contiene. Ése es el punto de partida que el investigador debería asumir.

Concluye Bourdieu:

Así, a condición de tomar por objeto el proyecto creador, como encuentro y ajuste entre determinismos y una determinación, la sociología de la creación intelectual y artística puede rebasar la oposición entre una estética interna, que se impone tratar la obra como un sistema que lleva en sí mismo su razón y su razón de ser, que define en sí mismo, en su coherencia, los principios y las normas de su desciframiento y una estética externa que, muy a menudo al precio de una alteración reductora, se esfuerza en poner la obra en relación con las condiciones económicas, sociales y culturales de la creación artística.

(ob. cit., página 182)

En el marco del debate acerca de estructuras, posiciones y determinaciones, casi parece un chiste que, en la compilación donde se conoció “Campo intelectual y proyecto creador”, antes del ensayo de Bourdieu aparezca uno de otro francés, Pierre Macherey, titulado: “El análisis literario, tumba de las estructuras”.



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