martes, 19 de mayo de 2020

Apostillas a la décima clase teórica


La Escuela de Tartu y la semiótica de la cultura

Según han podido documentar los historiadores las universidades consideradas en un sentido general ya existían en las antiguas civilizaciones. Por ejemplo en el Imperio Chino está probada la existencia de una Escuela Superior Imperial que existió más de veinte siglos antes de la era cristiana. Se levanta hoy en China la Universidad de Nanjing que es directa descendiente de una Academia Central Imperial que fue fundada hacia mediados del siglo III. En Pakistán, la Universidad de Takshashila, en la ciudad de Taxila, entregaba ya a sus egresados un título universitario hacia el siglo VII antes de Cristo; la Universidad de Nahalanda, constituida en la ciudad de Bihar, India, otorgaba también diplomas y había organizado estudios de posgrado sólo dos siglos más tarde. Más conocido es el caso de la Academia establecida por Platón en el siglo IV a.C. en el marco de la Grecia clásica.

Persas y árabes parecen haber sido los iniciadores de la universidad estimada ya más en un sentido “moderno”,  allá entre los siglos IV y V. Tres centurias más tarde la Escuela de Gondishapur es transportada a la ciudad de Bagdad y allí se reorganiza como el Bayt al Hikma, es decir “Casa de la sabiduría”. Sus investigadores se dedicaron principalmente a traducir las obras científicas de médicos y filósofos griegos como Aristóteles, Galeno e Hipócrates, entre otros muchos. Una tarea sin la cual jamás el hombre contemporáneo habría tomado contacto con aquellos pensadores.

En el territorio europeo, los árabes fueron los encargados de fundar las primeras universidades con características modernas (entiéndase por tal adjetivo basadas en un estudio riguroso y sistematizado, la realización de trabajo experimental, creación de bibliotecas y “gabinetes” científicos, etc.). En el siglo X el Califato de Córdoba, en el actual territorio español, editó cientos de libros especializados. La creación de la Universidad de Bologna, finalmente, hacia fines del siglo XI, marca el momento en que las llamadas “casas de altos estudios” van a comenzar a brotar y fortalecerse a lo largo y lo ancho de todo el continente.

En la Edad Media occidental el término proveniente del latín universitas se usaba al comienzo para designar a las corporaciones de oficios, los gremios de maestros y discípulos en torno a los cuales se organizaba y garantizaba la pervivencia de una determinada profesión: universidad de los carpinteros, universidad de los herreros, universidad de los panaderos, y así siguiendo. Nada había entonces de exclusivo, ningún aura de prestigio particular fue invocada cuando comenzó a usarse para designar a la “comunidad de profesores y estudiantes”. Aunque con el tiempo, ya se sabe, y en la medida en que la distinción entre trabajo manual y trabajo intelectual también tomara las características modernas propias de su división bajo el capitalismo, la palabra se iría cargando de otras resonancias.

Junto con la expansión del modo de producción capitalista desde Europa hacia todo el mundo, junto con barcos, cañones y mercancías, se desparramaron las instituciones universitarias. Si bien en diversas regiones, de Europa y fuera de ella, pueden reconocerse distinto tipo de universidades, a grandes rasgos se podría decir que hay una suerte de modelo único que las aúna, y que tanto más tiende a homogeneizar al conjunto cuanto más próximo a la actualidad se está.

La Universidad de Tartu es una institución clásica de estudios superiores que se encuentra ubicada en la ciudad del mismo nombre, en Estonia. Los habitantes de esa región de hecho la consideraron desde siempre la universidad nacional de aquel país. Fue fundada en 1632 por el rey sueco Gustavo Adolfo, y a lo largo de las décadas han ido variando sus apelativos oficiales -que inició el de Academia Gustaviana- en relación con los diversos ciclos históricos y eventos políticos que sacudieron esos territorios asiáticos.

Al finalizar la Primera Guerra Mundial, mientras en la Argentina y el resto de la América latina se hacían sentir los sacudones que la Reforma Universitaria trajo consigo, hacia 1919 la Universidad de Tartu se convertía en una institución legalmente estoniana. Cuando en 1940 se firmó el famoso tratado Molotov-Ribbentrop, alentado por los gobiernos que comandaban José Stalin y Adolf Hitler, la letra del “acuerdo” determinó que la universidad se integraba al sistema educativo de la Unión Soviética, pero igualmente, entre 1941 y 1944, sufrió la ocupación alemana y se la designaba por entonces y a los fines burocráticos con el nombre de Dorpat.

Entre 1944 y 1991, es decir a lo largo del período soviético, se convirtió en la Universidad de Tartu y luego, hasta 1989, en la Universidad Estatal de Tartu. La principal lengua de instrucción que en ella se utilizaba era el estoniano, aunque el ruso aparecía de manera también frecuente en diversos cursos, así como partes de la currícula de estudios propia de Rusia. La independencia total se produjo en 1992, aun cuando al parecer todavía se siguen dictando algunas materias en lengua rusa.

A partir de entonces la Universidad de Tartu ha buscado aggiornarse estructural y organizativamente sobre la base de los modelos de los países escandinavos, Alemania y los Estados Unidos.

Siguiendo este camino en la última década la Universidad de Tartu ha intentado acojerse a los lineamientos del llamado Plan o Acuerdo de Bologna, el que han suscripto las principales universidades europeas que buscan fuentes de financiamiento alternativas y, según dicen, una mejor adaptación con las “necesidades cambiantes” del mundo posindustrializado Necesidades en las que insisten, aun cuando ha sido repetidamente señalado y denunciado tanto por los centros y federaciones de estudiantes como por las gremiales que agrupan a los docentes que en realidad lo que se busca es liquidar la enseñanza estatal gratuita para quitar ese “peso” presupuestario a los Estados y que puedan dirigir sus recursos financieros hacia otros fines, arancelar los estudios superiores (sobre todo a partir del nivel de los posgrados) y someter los planes de estudio a los requerimientos de las grandes corporaciones nacionales y multinacionales con excusa de proporcionar “salidas laborales” inmediatas.

Así, la Universidad de Tartu se ha dado en su período de vida más reciente una política de mayor centralización de gestión y funcionamiento, a la vez que ha impulsado una fuerte reforma de los planes de estudios en el sentido anteriormente mencionado. En fin, no se trata de algo que los profesores y estudiantes universitarios argentinos desconozcan. 

Yuri Lotman, algunos datos biográficos

Yuri Mikhailovich Lotman nació en 1922 en Petrogrado, Rusia, y murió el 28 de octubre de 1993 en Tartu, siendo miembro prominente de la Academia de Ciencias de Estonia.

Siguió estudios de lengua y literatura en la Universidad de Leningrado, y el dato no es menor dado que permite ver hasta qué punto en su formación pesó la teoría de la escuela formalista rusa. De hecho tuvo como profesor de Folclore al célebre autor de la Morfología del cuento, Vladimir Propp; asistió también a los cursos que dictaban Boris Eichenbaum y Boris Tomashevski.

Es decir que su formación superior supo abrevar en esa rica, compleja, polémica,  vertiginosa y fugaz etapa de la vida intelectual que nació al calor de la revolución bolchevique y se tensó con el fenómeno de las vanguardias estéticas que atravesaba las diversas artes, desde la poesía y el cine hasta el teatro, la música, la danza y la plástica. Se trató de un combate que en el interior de las universidades fue generacional y a la vez empujado por la búsqueda, con el sesgo de la fuerte y victoriosa impronta marxista, de revisar el conjunto de las certidumbres que hasta ese momento habían acompañado a las ciencias del hombre. Es decir, la revisión profunda de los contenidos de las carreras universitarias, las metodologías de trabajo, las áreas que se privilegiaban y aquellas otras postergadas o inexistentes y necesarias, etcétera; un poco más allá: la reformulación completa del sistema educativo y científico nacional.

Sobre el final de la década del veinte la censura estalinista llegará para sofocar la hoguera.

En el comienzo del texto “El fenómeno del arte” (Cultura y explosión. Lo previsible y lo imprevisible en los procesos de cambio social, Madrid, Gedisa, 1999) se puede leer lo siguiente:

La filosofía positivista del siglo XIX, por un lado, y la estética hegeliana, por el otro, afirmaron en nuestro conocimiento una concepción del arte como reflejo de la realidad. Simultáneamente, las variadas concepciones neorrománticas (simbolistas y decadentes) propagaron la visión del arte como algo opuesto a la vida. Esta oposición se encarnó en la antítesis entre la libertad de la creación y la servidumbre de la realidad. Ambas concepciones no pueden ser denominadas ni verdaderas ni falsas. Ambas aíslan y conducen hasta lo imposible en la vida del maximalismo a esas tendencias que están indisolublemente unidas en el arte real. En principio el arte crea un nuevo nivel de realidad, que se diferencia de la realidad misma por una intensa ampliación de la libertad. La libertad se introduce en aquellas esferas que en la realidad carecen de ella. Lo que está sin alternativa consigue una alternativa.

De ahí se deriva un crecimiento de las valoraciones éticas en el arte. Precisamente gracias a su mayor libertad, el arte se encontraría fuera de la moral. El arte hace posible no sólo lo prohibido, sino también lo imposible. Por eso, respecto a la realidad, el arte se presenta como un espacio de libertad. Pero esa misma sensación de libertad comprende al observador que dirige su mirada al arte desde la realidad. Por eso, el espacio del arte siempre incluye un sentimiento de extrañamiento. Y esto introduce inevitablemente un mecanismo de valoración ética. Esta misma resolución, con la que la estética niega la inevitabilidad de una lectura ética del arte, esa misma energía que se consume en demostraciones semejantes, es el mejor apoyo a su intangibilidad. Lo ético y lo estético son opuestos e indivisibles como los dos polos del arte.

Como se ve, las ideas en las que insiste la última publicación de Lotman son cercanas a las elaboradas incluso por el más joven Víctor Sklovski, aquel que hacia 1917 escribió el famoso artículo “El arte como artificio”, casi una declaración de principios de la escuela formalista, donde la autonomía estética, la libertad creativa, el extrañamiento con que se recogen en la mirada los objetos y asuntos del mundo y la definición ética se complementan. Claro no es éste el único componente y su relación, disputa e integración con otras dimensiones conceptuales es lo que caracteriza a la teoría lotmaniana considerada en su totalidad.

Después de la interrupción de la guerra Lotman se graduó con las mejores calificaciones pero, según cuentan algunos historiadores, su origen judío y los particulares criterios de selección impuestos por la “ortodoxia” que se había apoderado de las universidades le impidieron cursar el doctorado en la misma institución en la que se había recibido, razón que lo empujó finalmente a alejarse de ella.

Entre 1950 y 1954, inmediatamente después de su llegada a Estonia, Lotman comenzó a trabajar en el Departamento de Lengua y Literatura Rusas de la Universidad de Tartu, del cual finalmente se convertiría en director. Allí dio vida a la que se conocería como la Escuela de Tartu, de la que fomaron parte importantes investigadores como Boris Uspensky, Vladimir Toporov, Mijaíl Gasparov, Alexander Piatigorsky, Vyascheslav Vsevolodovich, Isaac Revzin e Igor Grigorievitch Savostin, entre los más importantes. Este trabajo conjunto dio vida a una original semiótica de la cultura, la cual encontró como principal caja de resonancia la revista Estudios sobre los Sistemas de Signos, que comenzó a ser publicada por la imprenta de la Universidad de Tartu en 1964 y por lo tanto tiene el mérito de ser la publicación estable y regular sobre semiótica más vieja del planeta.

Sus más importantes análisis sobre la literatura rusa Lotman los dedicó a Alexander Pushkin y su obra. Hacia fines de la década del cincuenta se publica la serie “Trabajos sobre filología rusa y eslava”, como parte de la política de ediciones de la Universidad de Tartu; varios de sus estudios sobre la historia literaria de Rusia aparecerán en dicha colección. En su tarea docente Lotman dicta por entonces un curso sobre poética estructural, a lo largo de  cuyas clases comienza a delinear lo que denominará el método semiótico-estructural para la investigación literaria y artística. Para sintetizar esta perspectiva redactó un trabajo breve llamado Lecciones de poética estructural, que recién se publicaría en 1964.

Lo que resulta evidente, más allá de cualquier otra discusión al respecto, es que la línea de las investigaciones seguidas por Lotman se diferencia (busca diferenciarse, se podría enfatizar) del “espíritu oficial” impulsado en el campo de las humanidades durante esa época (la vida de Lotman coincide casi día a día con el desarrollo de la experiencia soviética, y en particular con su etapa estalinista).

En la década que transcurre entre 1964 y 1974 Lotman es uno de los organizadores más entusiastas de las cinco “escuelas de verano”, jornadas de intercambio académico dedicadas a debatir sobre los sistemas secundarios de modelización, que tienen lugar en la universidad y la ciudad de Tartu. Formaron parte de esos encuentros psicólogos, biólogos, filólogos, matemáticos y filósofos, y resulta bastante evidente que además de las discusiones y las ponencias en torno a la modernización de los métodos de las ciencias exactas y de las humanidades, los protocolos de investigación, los aspectos pedagógicos y los teóricos generales, la actualización disciplinaria, se trataba de dar cuerpo a una iniciativa política consecuente.  ¿Con qué intención? Pues, en primer lugar y casi exclusivamente, se buscaba propugnar y garantizar la libre expresión para el sector de los intelectuales y artistas. En esas reuniones nació en realidad lo que desde entonces se conoce como Escuela Semiótica de Tartu o, más correctamente, de Tartu-Moscú.

Quizás los historiadores en política contemporánea puedan relacionar ese movimiento de relativa contestación con otros que se llevaban en esos años adelante en varias ciudades de la Unión Soviética y en diversas localidades de las naciones que conformaban la Europa del Este. Son por demás conocidos al respecto los sucesos acaecidos en Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia y Polonia, y en todos los casos en las protestas contra la política oficial que se dictaba desde Moscú ocuparon un lugar destacado, no único ni predominante, los sectores de artistas e intelectuales, los estudiantes y la juventud en general.

Al igual que ocurre con los formalistas rusos y con obras como las de Mijaíl Bajtín y Valentín Voloshinov, Lotman también ha intervenido cuidadosamente en torno a las cuestiones del marxismo. No desde el punto de vista de la política práctica o de la teoría revolucionaria pero sí en cuanto, como antes se mencionó, fue parte de su intento mostrar cómo los desafíos provocadores, desde el punto de vista filosófico y científico, lanzados por Karl Marx habían terminado siendo disecados por los seguidores académicos de la doctrina estalinista. Una suerte de mecánica argumentativa del búmeran que intenta encontrar un lugar en el marco de la censura y la represión estatal: demostrar a los que se dicen marxistas que en realidad Marx dice lo contrario que lo que ellos afirman.

A Lotman le molestaba sobremanera que la simple mención de términos como “formalismo” o “estructura” generaran reacciones acusatorias, las cuales juzgaba que en el fondo estaban llenas de ignorancia e infantilismo (aunque podían determinar el desbarranque de una carrera académica, la pérdida del trabajo y la persecución). Pero sobre todo lo incomodaba el hecho de que esa doctrina oficial fuera en realidad lo contrario que predicaba ser, es decir ofrecía como “científica” la aseveración “anticientífica” de que en las ciencias sociales, a partir de ciertas cuestiones que el marxismo había percibido en lo profundo de las sociedades humanas, no había nada por agregar y sólo quedaba por lo tanto el acatamiento hacia ciertos principios que se suponían claros pero que en verdad nadie sabía bien en qué consistían, y que por lo tanto se podían “acomodar” según las circunstancias de coyuntura dispusieran conveniente.

Por supuesto que el cumplimiento de un mandato fundado en la idea de que se ha alcanzado la meta en la acción  del conocer supondría que la ciencia debe detenerse ya: el conocimiento del hombre ha alcanzado su objetivo de plenitud y puede dedicarse ahora a descansar para siempre. Era claro para Lotman, como lo es para cualquiera, que siguiendo una lógica de ese tipo se termina ofreciendo como triunfo de la razón humana lo que en realidad es su certificado de defunción.

Para demostrar que las ciencias del hombre, como toda ciencia, puede ser consideradas como una “tendencia” hacia la búsqueda de verdades fuertes y absolutas (ésas que en la mención de Marx se encuentran en los axiomas de la matemática), pero que se trata de un movimiento -y es fundamental comprender su naturaleza-, un direccionalidad que no puede detenerse, puesto que fuga hacia un límite que es el de su infinitud, “la necesidad del movimiento científico constante”, Lotman escribió en un inicio bien polémico:

Cada método científico tiene una base gnoseológica. Se debe tocar esta cuestión aunque no sea más que por el hecho de que a los estructuralistas ya se los ha inculpado tanto de mecanicismo -de reducción de lo estético a lo matemático-, como de relativismo y de todos los pecados mortales filosóficos. Puesto que el estilo del ataque determina también el estilo de la defensa, me atrevo a recordarles a mis opositores una cita. Paul Lafargue anotó una declaración sumamente interesante de K. Marx sobre la teoría del conocimiento científico: “En la matemática superior, él (K. Marx -Iu. L.) hallaba el movimiento dialéctico en su forma más lógica y, al propio tiempo, más simple. Asimismo, consideraba que la ciencia sólo alcanza la perfección cuando logra utilizar la matemática”. Dan ganas de preguntarles a los que en la apelación a los métodos matemáticos ven sólo un camino hacia el formalismo y el mecanicismo: ¿cómo acogen esa declaración?

Todos los adversarios del estructuralismo (los que se han expresado hasta ahora en la prensa) pertenecen al partido científico de los “satisfechos”. Están convencidos de que en el terreno de las ciencias humanas y de su metodología todo está en orden, la perfección ya ha sido alcanzada y sólo queda “cuidar” de ella. Y en lo que respecta a las búsquedas de nuevos caminos, hasta el más benigno, V. Kózhinov, se figura así las cosas: no hay mal en que las cabezas locas formen embrollos; “que lleguen al ‘núcleo indisoluble’, toquen a su puerta y se vayan a casita”, de todos modos tienen que “regresar a la metodología ‘tradicional’". Los estructuralistas pertenecen, en la ciencia del arte, al “partido de los insatisfechos”: están convencidos de que la perfección de que hablaba K. Marx ni siquiera se ha acercado todavía al terreno de las humanidades. Ellos no tienden a cuidar, sino a buscar. Comprendiendo mejor que sus opositores la imperfección de sus intentos, el carácter incipiente y preliminar de éstos, ellos, a pesar de eso, insisten en una cosa: la necesidad del movimiento científico constante.

(El fragmento pertenece a “Los estudios literarios deben ser una ciencia”, artículo originalmente aparecido en Moscú en 1967. Su traducción se publicó en Desiderio Navarro (selección, traducción y prólogo),  Textos y contextos. Una ojeada en la teoría literaria mundial, La Habana, Arte y Literatura, 1986, tomo I, páginas 73-86.)

De inmediato agrega Lotman: “La base metodológica del estructuralismo es la dialéctica…”, y allí comienza el “contrataque” que consiste en la demostración del carácter científico del método estructural aplicado a los fenómenos literarios que se desarrolla  lo largo del artículo. El juego retórico polémico de Lotman recuerda aquella observación de Iuri Tinianov, quien buscaba frenar las impugnaciones de los indignados y denuncistas “antiformalistas” con la forma de pregunta inocente acerca de la contraposición arte y vida y la necesidad de “definir” los campos de intervención frente a tal escisión. Tinianov escribió al respecto que simplemente no alcanzaba a comprender tal partición: ¿a quién podría ocurrírsele que el arte no es parte de la vida? ¿Es que acaso el pensamiento puede concebir algo que no sea parte de la vida…?

De acuerdo con Lotman, la moraleja epistemológica es simple e incuestionable: la ciencia es propiedad exclusiva de los afiliados al “partido de los insatisfechos”, y sin lugar a duda los estructuralistas pertenecen a él. Vale la pena recordar que la corriente estructuralista, más allá de sus diversas expresiones, está en la base histórica de desarrollo del pensamiento semiológico y semiótico contemporáneo y en él debe comprenderse a Lotman y la totalidad de los esfuerzos conceptuales y metodológicos de sus colegas de la Escuela de Tartu.

Efectivamente, en 1969 se crea  la Asociación Internacional de Semiótica (IASS-AIS) y Lotman es elegido como su vicepresidente. Ocupará el cargo hasta 1984 y luego será miembro del Comité Ejecutivo hasta 1992.

De cualquier modo, y para evitar confusiones, se debería dejar establecida una serie de observaciones acerca del “estructuralismo” que practicó Lotman y que cada día que pasaba se acercó más a la explosión. Escribió Lotman y se reproduce en extenso dada la importancia de su definición:

En el curso de varios siglos hemos supuesto que la ciencia no estudia lo casual, que la ciencia estudia lo regular, o sea, lo que se repite. Por cierto, sobre este tema sostuvimos una discusión en la primera Escuela de Verano de Tartu el notable científico I. I. Revzin y yo. Revzin, lamentablemente ya fallecido, fue un lingüista genial y uno de los creadores de la semiótica. Revzin consideraba que con los métodos estructurales se podían estudiar aquellas variedades de arte que son formalizables. Por ejemplo, las novelas policiales o los filmes detectivescos, es decir, aquellas variedades de arte en que dominan las reglas y el arte representa un peculiar juego según reglas, pero Revzin consideraba que estudiar una novela de Dostoievski con métodos estructurales era imposible, por cuanto ésta es impredecible en principio. Pero tras esa convicción había algo más.

A partir de Hegel, eran sometidas al método científico aquellas formas de historia que eran predecibles. Me voy a permitir hacer una comparación: para Hegel, la Historia es una lección que da un experimentado maestro; este maestro es la Gran Idea. Al propio tiempo, los que participan en la Historia no entienden el sentido de la misma, pero el gran maestro y el propio Hegel comprenden el sentido de la Historia. Es por eso que, para él, la Historia siempre tiene un fin. Cuando la Historia llega a ser comprendida, se acaba.

Yo me permitiría hacer otra comparación: yo me imaginaría a Dios en la función de un experimentador y no de un maestro, en la función de aquel que no sabe cuál va a ser el resultado de sus experimentos y le deja al experimento un espacio de libertad.

Así pues, nos vemos ante la necesidad de estudiar lo impredecible y de examinar la casualidad como un mecanismo obligatorio de la Historia.

(“Los mecanismos de los procesos dinámicos en la semiótica”. Tomado de la conferencia pronunciada por I. M. Lotman en Caracas, Venezuela, en el I Encuentro Internacional de Teoría de las Artes Visuales, febrero-marzo de 1992, que tuvo lugar en el Instituto Universitario de Estudios Superiores de Artes Plásticas Armando Reverón IUESAPAR. Traducción del ruso de Gustavo Pita.)

Los manuales, pese a todo, en ocasiones señalan a Lotman como el “primer estructuralista soviético”; lo hacen fundamentalmente en relación a su libro Sobre la delimitación lingüística y filológica del concepto de estructura, publicado en 1963, aunque polémicas como la que antes se reseñó y los títulos de muchos de sus artículos y libros no hacen necesaria mayor fundamentación. Aunque, claro, resulta difícil contener en una única calificación una obra que agrupa decenas de volúmenes y que sin duda fue variando a lo largo de los años. Sucede que Lotman nunca se cansó de escribir: dejó una catarata de artículos y libros que llevan su firma y que quienes se han puesto a catalogarlos afirman que superan los 800. Asimismo la correspondencia que Lotman mantuvo con los intelectuales rusos más relevantes de su época es gigantesca y permanece íntegra en la biblioteca de la Universidad de Tartu.

Se señaló antes que la importancia de Lotman fuera de su país está en obvia relación con la tarea de traducción de sus obras y que ésta ha sido bastante limitada en lo que respecta al castellano, algo que resalta todavía más si se tiene en cuenta lo voluminoso de la obra del semiótico ruso. De cualquier modo hay varios de sus escritos que han tenido fuerte destaque e influencia en las universidades hispanoamericanas y ya forman parte obligada de los listados de las bibliografías básicas del área; se pueden mencionar entre ellos los referidos a la semiótica del cine, el análisis del texto poético y sobre todo  La estructura del texto artístico, más aquellos volúmenes publicados a partir de 1984, que llevan por título el término que Lotman acuñó para que se convirtiera en centro de su pensamiento teórico: La semiosfera. 


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