miércoles, 6 de mayo de 2020

Octava clase teórica


Jan Mukarovsky, el arte como hecho semiológico

El ensayo fundamental en el que Jan Mukarovsky expone su pensamiento es el extenso “Función, norma y valor estéticos como hechos sociales”. Esta clase se va a centrar en otro, “El arte como hecho semiológico” (Escritos de estética y semiótica del arte, Barcelona, Gustavo Gili, “Comunicación visual”, 1977, selección, prólogo, bibliografía y notas de Jordi Llovet, traducción del checo Anna Anthony Visová, pp. 35-43), el cual además de ofrecer la virtud pedagógica de la brevedad se ofrece como una suerte de “declaración de principios”  a través de la cual el propio autor acerca las líneas más desatacadas de su programa de trabajo.

Vale hacer notar que Mukarovsky siempre se refiere al arte y la obra de arte como un conjunto amplio y abarcador, no se centra particularmente en la literatura, aunque muchos de sus notas y ejemplos provienen de este campo artístico particular.

En la primera oración de “El arte como hecho semiológico” aparece un concepto clave para Mukarovsky: la conciencia colectiva, como contrapuesta a la conciencia individual. Si bien no siempre es claro, el autor la define no como “una realidad psicológica” sino en tanto hecho social: “un lugar de convergencia de los distintos sistemas de fenómenos culturales, como el idioma, la religión, la ciencia, la política, etcétera”.

Mukarovsky tomó ese concepto de la sociología. Se trata de una noción sobre la que el francés Émile Durkheim (1858-1917), uno de los fundadores de la sociología moderna, vuelve en varios de sus ensayos: Por ejemplo, en De la division du travail social, de 1897, sostiene que se entiende por “conciencia colectiva”:

El conjunto de creencias y sentimientos comunes al término medio de los miembros de una misma sociedad, forma un sistema determinado que tiene vida propia: podemos llamarlo conciencia colectiva o común. Es, pues, algo completamente distinto a las conciencias particulares aunque sólo se realice en los individuos.

Más allá de Durkheim, desde fines del siglo diecinueve se venían elaborando una serie de conceptos similares o paralelos -Weltanschaung, cosmovisión, espíritu de época, la noción hegeliana del Volkgeist (“espíritu del pueblo”), ideología y hasta el inconsciente de Sigmund Freud-, sobre todo dentro de lo que de conjunto se denomina la “filosofía de la cultura”, de origen alemán fundamentalmente, que buscaban precisar ese universo de la “intersubjetividad”, de las ideas comunes o compartidas. Una dimensión que, como el propio Durkheim enseño, se mostraba sólida y cohesionada en las pequeñas comunidades de la Edad Media y la Antigüedad, pero que en la Modernidad presentaban una serie de problemas adicionales para su caracterización.

Las representaciones colectivas son el producto de una inmensa cooperación que se extiende no sólo en el espacio, sino también en el tiempo; para construirlas, una inmensa multitud de espíritus diferentes ha asociado, mezclado y combinado sus ideas y sus sentimientos; largas series de generaciones han acumulado allí su experiencia y su saber. Una intelectualidad muy especial, infinitamente más rica y más compleja que la del individuo, se encuentra allí concentrada,

escribió Durkheim (Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid, Alianza, 1993, página 51).

Debe agregarse aquí, dada la centralidad que la idea de función tiene en las obras del pensador checo, que el funcionalismo es una corriente que también fue elaborada en el contexto de la teoría de Durkheim. De acuerdo con este sociólogo, al inspeccionar una cultura el investigador no debe perder de vista que cada uno de los términos que la constituyen nunca debe ser considerado de manera aislada, sino en relación al resto de los términos constituyentes. Esta perspectiva posibilitaba así dar respuesta a la preocupación central de Durkheim sobre cómo las sociedades logran mantener su estabilidad interna, absorben los cambios y se reproducen en el tiempo.

En la crítica a la metodología comparatista, en su época de fuerte raigambre tanto en el campo de la sociología como en el de la antropología, Durkheim sostuvo:

Ese método no podría ser el nuestro, y eso por muchos motivos. En primer lugar, tanto para el sociólogo como para el historiador, los hechos sociales están en función del sistema social al que pertenecen. El método comparativo sería imposible si no existieran tipos sociales, y sólo puede aplicarse con utilidad en el interior del mismo tipo. ¡Cuántos errores se han cometido por desconocer este precepto!

(ob. cit., página 170)

En su explicación del método sociológico clásico, Clifford Geetz (Estados Unidos, 1926-2006) remarca el siguiente aspecto:

El enfoque sociológico (o, como prefieren llamarlo los antropólogos británicos, el enfoque antropológico social) pone énfasis en la manera en que las creencias y particularmente los ritos refuerzan los tradicionales vínculos sociales entre los individuos; hace resaltar el modo en que la estructura social de un grupo se ve fortalecida y perpetuada por la simbolización ritual o mítica de los valores sociales subyacentes en que ella descansa.

(La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa, 2003, traducción de Alberto L. Bixio, página 131).

Todo contenido psicológico se realiza socialmente al volverse comunicable, afirma Mukarovsky en el artículo mencionado; es decir: es un signo, escapa por lo tanto a la conciencia individual y se hunde y adquiere su sentido en la conciencia colectiva. Para su cabal comprensión debemos reparar, en consecuencia en la ciencia que estudia los signos, la semiología para Ferdinand de Saussure, la sematología para Karl Bühler. De hecho deben entenderse con esta intencionalidad la totalidad de las ciencias de la comprensión o del espíritu, dado que ellas trabajan con un fenómeno doble, que ya se muestran en el mundo físico ya en la conciencia colectiva.

Siguiendo este idea, la obra de arte “debe ser considerada a la vez un signo, un estructura y un valor”.
El obra artística es, por una lado, obra-cosa, o significante términos saussureanos. Pero lo es de una manera particular, puesto que su estructura no está dada de una vez y para siempre; fluctúa, se mueve en las dinámicas mareas de la conciencia colectiva, el tiempo y el espacio, la historia.

“El arte como hecho semiológico” es un artículo breve, fechado en 1936, que oficia como una suerte de programa, una heurística. A la manera de los primeros formalistas, Mukarovsky indica con fuerza qué no deben hacer los estudios sobre arte. Por ejemplo, no interesa “el estado de ánimo del autor”, ni el del receptor; tampoco es de interés la estética hedonista; “la obra literaria no debe ser usada nunca como documento histórico o sociológico.

Hasta un cierto punto la obra de arte es un signo autónomo. Pero si tiene la potencia que le permite tentar la raíz misma que caracteriza a una cultura y una época es precisamente porque actualiza su comunicabilidad en la conciencia colectiva. De esta manera el arte habla el mundo, aunque, dice Mukarovsky, la conexión de las obras de arte con su contexto es “muy libre”, es decir, que no se da de manera directa, como una simple “reproducción”:

La obra artística, como cualquier otro signo, puede tener una relación indirecta con la cosa que designa, por ejemplo metafórico u otro, sin dejar de referirse a esa cosa.

Se trata, resumiendo, de considerar a la obra artística como un signo que  está constituido por el “símbolo sensorial” ( la “obra-cosa”, el significante), más su significación (el “objeto estético”) que se forma en la conciencia colectiva y donde está depositada la estructura, más la relación general con el contexto de los fenómenos sociales.

Como se ve, el término estructura no es percibido como un conjunto duro de conexiones entre partes, sino como una conexión dinámica, cambiante, que determina que aquello que hoy está en un primer plano y es hegemónico, dominante, en otro momento ocupe una posición subalterna. Mukarovsky se conecta con Tinianov a través del concepto de conciencia colectiva que es el componente que, en última instancia, determina tales transformaciones.

Ahora bien, si antes se afirmó que “hasta un cierto punto” se puede afirmar que la obra de arte es un signo autónomo, es porque en realidad hay una segunda fuerza a considerar. El arte es un signo autónomo pero es también un signo comunicativo. Hay artes, razona Mukarovsky, en las que ese componente comunicativo es difuso o difícil de establecer (la música, la arquitectura), pero en otras, como la literatura, es evidente.

Hay artes que tienen un tema, y ese contenido es el que alimenta la significación temática de la obra.

Si queremos ser precisos, tenemos que decir de nuevo que toda la estructura de la obra artística funciona como significación, e incluso como significación comunicativa,

dice Mukarovsky. El tema es una manera de “cristalización” de la significación. La obra artística, entonces, tiene dos significaciones semiológicas; por ello, en las artes comunicativas la evolución se percibe como la antinomia dialéctica -es decir, un par binario que ata términos a la vez opuestos y complementarios- entre la función del signo autónomo y la función del signo comunicativo.

La noción antinomia dialéctica sin duda reproduce un eco de la tradición de la “filosofía de la dialéctica” alemana, de Georg Hegel a Karl Marx, pero también puede ser asimilada a las dicotomías saussureanas, las relaciones de oposición y negación que fundan a la lengua como sistema de diferencias. Por otro lado, se encuentra en la línea trazada por Tinianov para explicar, por ejemplo, la relación inestable entre las serie literaria y las series extraliterarias: un límite en movimiento, poroso; o sea que deviene de la idea de función. Más allá de las filiaciones posibles, lo cierto es que antinomia dialéctica  es un concepto central que Mukarovsky va a desarrollar en extenso a lo largo de su ensayo mayor -“Función, norma y valor estéticos como hechos sociales”- para dar cuenta de la naturaleza dinámica de esos tres conceptos claves: la naturaleza de la función estética, la norma estética y el valor estético únicmente ouede determinarse en su relación de antinomia dialéctica con el resto de las funciones, las noemas y los valores culturales y sociales.

Es esta antinomia la que obliga al crítico a no detenerse exclusivamente en la consideración de los aspectos formales, por un lado, y por el otro a no limitar su apreciación a una mera referencia de la realidad, y es la perspectiva semiológica la que mejor captura ese juego de tensiones. El cierre del artículo es bien “tinianoviano”:

Sólo el punto de vista semiológico permite a los teóricos reconocer la existencia autónoma y el dinamismo fundamental de la estructura artística y comprender la evolución del arte como un movimiento inmanente que está en una relación dialéctica permanente con la evolución de las demás esferas de la cultura.

En cuanto a la proyección y la valoración de la teoría de Mukarovsky vale la pena tomar algunas observaciones de Cesare Segre (1928-2014) a manera de cierre.  En “La teoría de la recepción de Mukarovsky y la estética del fragmento” (Cuadernos de Filología Italiana, 8, Madrid, Universidad Complutense, 2001, pp. 11-18) el crítico italiano sostiene que:

La Teoría de la Recepción, que desde 1967 ha gozado y continúa gozando de considerable éxito en Alemania, fue anticipada en sus rasgos más generales por Mukarovsky y Vodicka, según ha reconocido, entre otros, Klöpfer. La teoría se caracteriza en su versión de Praga por un claro entramado semiótico. Mukarovsky en Esteticka funkce, norma a hodnota jako sociální fakty (Función, normas y valor estéticos como hechos sociales, 1939) pone de manifiesto cómo la función estética que atribuimos a un producto artístico dado puede ser dominante o bien subordinada dependiendo del gusto, que es el que a lo largo del tiempo modifica las jerarquías funcionales.

Y resalta a continuación algunas afirmaciones de Mukarovsky:

Una norma estética debe, por tanto, ser estudiada como hecho histórico, siendo el punto de partida su variabilidad en el tiempo. Resulta así axiomático que una obra de arte siempre oscilará entre los estados presente y futuro de la norma. Por tanto, «una obra de arte no es en modo alguno una magnitud constante: cualquier alteración en el tiempo, en el espacio, o en el medio social supondrá un cambio en la tradición artística del momento a través de cuyo prisma se percibe la obra. Como resultado de tales alteraciones, también tendrá lugar un cambio en el objeto estético que en la conciencia de una determinada colectividad corresponde al artefacto material, al objeto creado por el artista».

De igual modo el arte repele la idea pasiva de “representación del mundo” y la troca por la de una relación activa; aseveración que no supone rehuir de la noción de sistema o estructura sino, al contrario, la refuerza, dado que no se puede establecer esa relación “por partes”:

El relativismo estético se puede evitar por medio de un enfoque semiótico que contemple la obra de arte como una estructura cuyos componentes están en su totalidad dotados de significado, una estructura, pues, en la cual los valores extra-estéticos desempeñarán también su propio papel. Es la totalidad de ese conjunto la que entra en una relación activa con el sistema de valores que guía la actividad y comportamiento humanos.

La teoría de Mukarovsky ayuda a comprender la esencia fundamentalmente “no armónica” del arte, es decir, su dinamismo, los desequilibrios y tensiones, su vida agitada y cambiante. La unidad de la obra, en consecuencia, debe ser interpretada de manera bien diferente a la que supone el sentido común; según lo cita Segre:

Se puede suponer que el valor independiente del artefacto material será tanto más marcado cuanto más conspicuo sea el conjunto total de valores extra-estéticos que el artefacto haya sido capaz de abarcar, cuanto más consiga dinamizar estas relaciones: todo ello al margen de cualquier cambio cualitativo de una época a otra. Comúnmente se sostiene que el principal criterio de juicio de valor estético está en la impresión de unidad dada por la obra. Dicha unidad, sin embargo, no se debe entender estáticamente como una armonía perfecta; se debería ver dinámicamente, como una tarea que la obra de arte impone a aquellos que quieren disfrutar de ella.



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